Donna Leon - Mientras dormían

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La existencia del comisario Guido Brunetti se ve alterada por la irrupción en su vida de ciertos elementos religiosos inquietantes. Durante un almuerzo familiar descubre que las clases de religión que recibe su hija, la adolescente Chiara, son impartidas por un sacerdote que da signos de un comportamiento poco menos que inadecuado. Al mismo tiempo, una monja que Brunetti conoce (Vestido para la muerte) llega a la questura de Venecia para exponer sus sospechas sobre las circunstancias de la muerte de unos ancianos en una residencia. En una aventura, la sexta que protagoniza el comisario, impregnada del pesimismo que envuelve a Venecia, Brunetti se enfrenta a poderes que se creen por encima de la ley de los hombres, por el hecho de asentarse sobre un entramado de intereses económicos e ideológicos. La acerada mirada de Donna Leon denuncia en esta ocasión las perversas prácticas sexuales que llevan a cabo algunos miembros de la Iglesia Católica, así como la corrupción que afecta a las esferas más influyentes de la institución ante el Papa.
«Y ése es precisamente el espíritu de este comisario (…) una encomiable capacidad de raciocinio junto al salvajismo de las decisiones tomadas sin calibrar convenientemente las consecuencias. Una combinación explosiva.» José Antonio Gurpegui, El Cultural.
«Esta dama del crimen (…) hace una intriga exquisita, que apasiona e inicia a lectores profanos… Seguiré las próximas entregas de Guido Brunetti. Espero acompañarlo hasta su ancianidad.» Lilian Neuman, La Vanguardia.

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Brunetti advirtió que, a medida que avanzaba el relato, también él iba asintiendo a lo que decía el signor Da Prè, atraído hacia aquel mundo demencial en el que era mayor desgracia que se rompiera una tapadera que una cadera.

– Luego, al morir, me nombró heredero, me dejó el apartamento y pude instalarme aquí con mi colección. Eso está perfectamente claro, pero también trató de dejar cien millones a las monjas. Lo añadió al testamento cuando estaba allí.

– ¿Y usted qué hizo? -preguntó Vianello.

– Poner el asunto en manos de mi abogado -respondió Da Prè al instante-. Él me pidió que declarara que, durante los últimos meses de su vida, cuando ella firmó eso, ¿cómo se llama?, el codicilo, estaba perturbada. Hace meses que el caso está en el juzgado, pero el abogado me ha dicho que pronto se verá la causa. Entonces ellos podrán recurrir. -Da Prè calló y se quedó pensando en cómo se les perturba la mente a los viejos.

– ¿Y…?-le animó Vianello.

– El abogado dice que no conseguirán nada -dijo el hombrecillo con orgullo-. Los jueces me darán la razón. Augusta no sabía lo que se hacía.

– ¿Y usted lo heredará todo? -preguntó Brunetti.

– Por supuesto -respondió Da Prè secamente-. No hay más familia.

– ¿Estaba mentalmente perturbada su hermana? -preguntó Vianello.

Da Prè se volvió hacia el sargento y respondió de inmediato:

– Claro que no. Estaba tan lúcida como siempre, hasta el último día en que la vi, la víspera de su muerte. Pero ese legado era cosa de locos.

Brunetti no estaba seguro de haber entendido la distinción pero, en lugar de pedir una aclaración, preguntó:

– ¿Le pareció que las personas de la residencia estaban al corriente del legado?

– ¿Qué quiere decir? -Da Prè lo miraba con suspicacia.

– ¿Alguien del establecimiento se puso en contacto con usted después de la muerte de su hermana, antes de la lectura del testamento?

– Uno de ellos, un cura, me llamó antes del funeral, porque quería hacer un sermón en la misa. Le dije que no habría sermón. Augusta había dejado instrucciones en su testamento para el funeral, quería una misa de difuntos, por lo que yo no podía oponerme; pero no decía nada de sermón, así que, por lo menos, pude impedir que se pusieran a parlotear sobre otro mundo, en el que todos los bienaventurados volverán a reunirse. -Aquí Da Prè sonrió, pero su sonrisa no era agradable.

»Uno de ellos vino al funeral -prosiguió-. Un hombre alto y grueso. Después se me acercó y me dijo que la muerte de Augusta había sido una gran pérdida para la "comunidad cristiana". -El sarcasmo con que Da Prè pronunció estas palabras heló el aire que lo envolvía-. Luego habló de lo generosa que había sido siempre, y buena con la Iglesia. -Aquí Da Prè calló, aparentemente abstraído en el placentero recuerdo de la escena.

– ¿Usted qué le contestó? -preguntó Vianello al fin.

– Le dije que la generosidad se había ido a la tumba con ella -dijo Da Prè con otra de sus tétricas sonrisas.

Ni Vianello ni Brunetti hablaron durante un momento, hasta que este último preguntó:

– ¿Se han puesto en contacto con usted?

– No. En ningún momento. Dice mi abogado que comprenden que no tienen posibilidades, y que vendrán a pedirme un donativo a cambio de que retire mi demanda. -Da Prè guardó silencio un momento y después agregó-: Sólo porque la hubieran atrapado a ella no van a atrapar también su dinero.

– ¿Ella mencionó alguna vez que la hubieran «atrapado», como dice usted?

– ¿A qué se refiere?

– ¿Le dijo su hermana, mientras estaba en la casa di cura, si trataban de influir en ella para que les dejara dinero?

– No puedo responder a eso, porque no lo sé.

Brunetti, que no sabía de qué otro modo formular la pregunta, optó por esperar a que Da Prè se explicara, y éste así lo hizo:

– Iba a verla una vez al mes, como era mi deber. Tampoco tenía tiempo para más. Pero no teníamos nada que decirnos. Le llevaba el correo que se le había acumulado, todo, cosas de iglesia, revistas y peticiones de dinero. Le preguntaba cómo se encontraba. Pero no teníamos de qué hablar, y yo me iba.

– Comprendo -Brunetti comprendió y se puso de pie. La mujer había estado cinco años en la residencia y se lo había dejado todo a este hermano que sólo tenía tiempo para ir a verla una vez al mes, por lo ocupado que sin duda lo tenían sus cajitas de rapé.

– ¿A qué viene todo esto? -preguntó Da Prè antes de que Brunetti pudiera apartarse-. ¿Han decidido impugnar el testamento? -Le puso una mano en la manga-. ¿O se trata de algo que ocurriera en…? -Se interrumpió, y a Brunetti le pareció ver que empezaba a sonreír, pero enseguida el hombrecillo se tapó la boca con la mano, y la impresión se borró.

– No es nada, signore. En realidad, quien nos interesa es una persona que trabajaba allí.

– Pues en eso no podré ayudarles. No conocía a nadie del personal. Nunca hablaba con ellos.

Vianello se levantó a su vez y se situó al lado de Brunetti. La cordialidad residual de su anterior conversación con Da Prè servía ahora para mitigar la mal disimulada indignación que emanaba de su superior.

Da Prè no hizo más preguntas. Se puso de pie y guió a los dos hombres pasillo adelante hasta la puerta del apartamento. Allí Vianello estrechó la mano que el hombre levantaba hacia él y le dio las gracias por haberle enseñado las preciosas cajitas de rapé. También Brunetti estrechó la pequeña mano que subía al encuentro de la suya, pero no dio gracias por nada, y fue el primero en salir a la escalera.

4

– Qué espanto de hombrecito, qué espanto -Brunetti oía murmurar a Vianello mientras bajaban la escalera.

En la calle había refrescado, como si Da Prè hubiera robado el calorcillo del aire.

– Qué asco de hombrecito -prosiguió Vianello-. Se cree que es dueño de esas tabaqueras. Estúpido.

– ¿Cómo dice, sargento? -preguntó Brunetti, que no había seguido la evolución del pensamiento de Vianello.

– Se ha creído que es dueño de esas cosas, de esas cajitas ridículas.

– Creí que le gustaban.

– ¿A mí? ¡Quiá! Me revientan. Mi tío tenía docenas de ellas y cada vez que íbamos a su casa se empeñaba en enseñármelas. Era lo mismo que ése: siempre comprando cosas y más cosas, y luego creía que las poseía.

– ¿Y no era así? -preguntó Brunetti parándose en una esquina, para oír mejor lo que decía Vianello.

– Claro que las poseía -dijo Vianello parándose a su vez delante de Brunetti-. Bueno, las pagaba, tenía los recibos y podía hacer lo que se le antojara con ellas. Pero en realidad nunca poseemos nada, ¿verdad? -dijo mirando a Brunetti a los ojos.

– Me parece que no acabo de entender eso, Vianello.

– Piénselo, comisario. Compramos las cosas. Nos las ponemos o las colgamos de las paredes, o las miramos, pero cualquiera, si se le antoja, puede quitárnoslas. O romperlas. -Vianello movió la cabeza, frustrado por la dificultad de explicar la que le parecía una idea relativamente simple-. Ahí tiene a Da Prè. Cuando él se muera, esas dichosas cajitas pasarán a manos de otra persona y luego de otra, lo mismo que otras personas las han tenido antes. Pero nadie piensa en esto: los objetos nos sobreviven. Es una tontería pensar que los poseemos. Y es pecado darles tanta importancia.

Brunetti sabía que el sargento era tan ateo e irreverente como él mismo, le constaba que para él no había más religión que la familia y los lazos de la sangre, por lo que resultaba extraño oírle hablar de pecado.

– ¿Y cómo pudo dejar a su hermana en semejante lugar durante cinco años y visitarla sólo una vez al mes? -preguntó Vianello como si realmente creyera que la pregunta tenía respuesta.

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