Donna Leon - Mientras dormían

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La existencia del comisario Guido Brunetti se ve alterada por la irrupción en su vida de ciertos elementos religiosos inquietantes. Durante un almuerzo familiar descubre que las clases de religión que recibe su hija, la adolescente Chiara, son impartidas por un sacerdote que da signos de un comportamiento poco menos que inadecuado. Al mismo tiempo, una monja que Brunetti conoce (Vestido para la muerte) llega a la questura de Venecia para exponer sus sospechas sobre las circunstancias de la muerte de unos ancianos en una residencia. En una aventura, la sexta que protagoniza el comisario, impregnada del pesimismo que envuelve a Venecia, Brunetti se enfrenta a poderes que se creen por encima de la ley de los hombres, por el hecho de asentarse sobre un entramado de intereses económicos e ideológicos. La acerada mirada de Donna Leon denuncia en esta ocasión las perversas prácticas sexuales que llevan a cabo algunos miembros de la Iglesia Católica, así como la corrupción que afecta a las esferas más influyentes de la institución ante el Papa.
«Y ése es precisamente el espíritu de este comisario (…) una encomiable capacidad de raciocinio junto al salvajismo de las decisiones tomadas sin calibrar convenientemente las consecuencias. Una combinación explosiva.» José Antonio Gurpegui, El Cultural.
«Esta dama del crimen (…) hace una intriga exquisita, que apasiona e inicia a lectores profanos… Seguiré las próximas entregas de Guido Brunetti. Espero acompañarlo hasta su ancianidad.» Lilian Neuman, La Vanguardia.

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– ¿Ha dicho a Stefano que hay problemas con el patrimonio de mi marido?

– No, contessa; no es tan grave -dijo Brunetti con una sonrisa que él pretendía desenfadada. La mujer asintió, esperando su explicación. Brunetti volvió a sonreír y empezó a improvisar-: Como ya sabrá, contessa, en nuestro país la delincuencia está en auge. -Ella asintió-. Da la impresión de que ya no hay nada sagrado, nadie está a salvo de los desaprensivos que recurren a cualquier medio para extorsionar y estafar grandes sumas de dinero a sus dueños legítimos. -La contessa asintió tristemente.

»Últimamente, se está abusando mucho de la buena fe de las personas mayores, a las que se hace objeto de toda clase de argucias, que con harta frecuencia tienen éxito.

La contessa levantó una mano de dedos gruesos.

– ¿Me está diciendo que eso va a ocurrirme a mí?

– No, contessa; eso no. Pero deseamos asegurarnos de que su difunto esposo… -aquí Brunetti se permitió mover la cabeza tristemente, lamentando la circunstancia de que los virtuosos nos sean arrebatados prematuramente-… su difunto esposo no fue víctima de alguna superchería cruel.

– ¿Quiere decir que cree que a Egidio le robaron? ¿Que le estafaron? No sé a qué se refiere. Ella se inclinó hacia adelante y su busto descansó sobre la mesa.

– Permita que le hable con franqueza, contessa. Queremos asegurarnos de que nadie consiguió persuadir al conde, poco antes de su muerte, de que le dejara algún legado en su testamento, de que nadie influyó en él para conseguir una parte de su patrimonio, arrebatándolo a sus legítimos herederos.

La contessa se quedó pensativa pero no dijo nada.

– ¿Sería posible que hubiera ocurrido esto, contessa ?

– ¿Qué le hace sospechar tal cosa? -preguntó ella.

– El nombre de su esposo ha aparecido casi accidentalmente en el curso de otra investigación.

– ¿Relacionada con personas a las que se ha robado su patrimonio?

– No, contessa; relacionada con otra cosa. Pero, antes de proceder oficialmente, he querido venir a hablar personalmente con usted… a causa de la gran consideración de que goza… y también para asegurarme de que no hay nada que investigar.

– ¿Y qué quiere de mí?

– La seguridad de que en el testamento de su esposo no había nada sospechoso.

– ¿Sospechoso?

– ¿Algún legado para alguien que no forme parte de la familia? -apuntó él.

Ella movió la cabeza negativamente.

– ¿Alguien que no sea un amigo íntimo?

Otra enérgica negativa que hizo temblar mejillas y mentones.

– ¿Alguna institución a la que favoreciera con su caridad?

Brunetti la vio entornar los ojos ligeramente.

– ¿A qué se refiere con lo de «institución»?

– Algunos de estos estafadores inducen a la gente a hacer donativos destinados a supuestas obras benéficas. Ha habido casos de personas a las que se ha convencido para que den dinero a hospitales infantiles de Rumania o a asilos de la madre Teresa. -Brunetti impregnó de indignación su voz para decir-: Es terrible. Un escándalo.

La condesa lo miró a los ojos y se mostró de acuerdo asintiendo vigorosamente.

– No hubo nada de eso. Mi esposo dejó sus bienes a la familia, como debe hacer un hombre. No hubo legados extraños. Nadie recibió lo que no debiera.

Vianello, sabiéndose en el campo visual de la condesa, se tomó la libertad de mover la cabeza afirmativamente, en vehemente aprobación de tan recto proceder.

Sorprendido por haber obtenido de la mujer la información con tanta facilidad, Brunetti se puso en pie.

– Eso me tranquiliza, contessa. Temí que un hombre tan generoso como se sabía que era el conde pudiera haber sido víctima de esa gente. Pero celebro que podamos eliminar su nombre de nuestra investigación. -Dando más énfasis a sus palabras prosiguió-: En mi calidad de funcionario público siempre me alegro de tal circunstancia, pero cuando le digo que, en este caso, ello me satisface especialmente, le hablo en calidad de ciudadano particular. -Miró a Vianello y agitó una mano para indicarle que se levantara.

Cuando se volvió hacia la contessa, ésta había dado la vuelta a la mesa nuevamente y transportaba hacia él su masa montañosa.

– ¿Puede darme más detalles de eso, dottore ?

– No, contessa; que yo sepa, su esposo no tuvo que ver con esa gente. Así se lo comunicaré a mi colega…

– ¿Su colega? -le interrumpió ella.

– Sí; de la investigación de estas estafas se encarga uno de los otros comisarios. Le enviaré una nota para decirle que su esposo no tuvo nada que ver con ellos, a Dios gracias, y luego volveré a mis propios casos.

– Si no está encargado de este caso, ¿por qué ha venido? -preguntó ella con brusquedad.

Brunetti sonrió antes de contestar.

– Pensé que sería menos penoso para usted si la interrogaba una persona que… en fin… una persona que fuera sensible a su posición en nuestra comunidad. No quería que tuviera que pesar sobre usted preocupación alguna, ni que fuera momentáneamente.

En lugar de agradecer a Brunetti su delicadeza, la con tessa movió la cabeza afirmativamente aceptando lo que no era sino una prerrogativa.

Brunetti extendió la mano y, cuando la mujer depositó la suya sobre ella, se inclinó de nuevo, dominando el impulso de dar un taconazo, gesto que había visto hacer a un actor alemán en una película pésima y que desde entonces había deseado imitar.

Retrocedió hasta la puerta, donde esperaba Vianello. Allí, los dos hicieron pequeñas reverencias y salieron al pasillo. Stefano, suponiendo que tal fuera el nombre del hombre de la crucecita en la solapa, los aguardaba allí, pero no apoyado en la pared, sino en el centro del pasillo, con el abrigo de Brunetti en los brazos. Cuando los vio salir, se adelantó y ayudó a Brunetti a ponérselo. Sin decir palabra, los llevó hasta el vestíbulo y les abrió la puerta.

5

Ninguno de los dos habló mientras bajaban la escalera y salían a la calle, donde el breve crepúsculo primaveral cedía paso a la noche.

– ¿Y bien? -dijo Brunetti volviendo a sacar la lista del bolsillo. Miró la siguiente dirección y echó a andar. Vianello acomodó el paso al de su superior.

– ¿Eso es lo que se llama un personaje importante de la ciudad? -dijo Vianello en respuesta a su pregunta.

– Eso creo.

– Pues pobre Venecia. -A esto se reducía todo el mágico efecto de los títulos nobiliarios en el sargento-. ¿Es la que pagó el rescate de Lucia? -preguntó entonces, refiriéndose al famoso secuestro de las reliquias de Santa Lucia, robadas de su iglesia hacía más de una década, por las que se exigió rescate. Se pagó una suma que nunca fue revelada, a los ladrones, que enviaron a la policía a un descampado del continente, donde se encontraron varios huesos, presuntamente, de la santa. Los huesos fueron llevados a la iglesia con toda solemnidad y el caso quedó cerrado.

Brunetti asintió.

– Oí rumores de que había sido ella, pero no se sabe a ciencia cierta.

– Probablemente, eran huesos de cerdo -apuntó Vianello, y su tono indicaba que así lo deseaba.

Puesto que Vianello se mostraba remiso en responder a una pregunta indirecta, Brunetti le dijo a bocajarro:

– ¿Qué piensa de la condesa?

– Se ha mostrado interesada cuando usted ha sugerido que algo pudo ir a parar a una institución. No parecían preocuparle las personas ni los parientes.

– Sí -convino Brunetti-: los hospitales de Rumania.

Vianello se volvió y miró largamente a su superior.

– ¿Y toda esa gente a la que se estafa dinero con la excusa de la madre Teresa, de dónde ha salido?

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