Donna Leon - Mientras dormían

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La existencia del comisario Guido Brunetti se ve alterada por la irrupción en su vida de ciertos elementos religiosos inquietantes. Durante un almuerzo familiar descubre que las clases de religión que recibe su hija, la adolescente Chiara, son impartidas por un sacerdote que da signos de un comportamiento poco menos que inadecuado. Al mismo tiempo, una monja que Brunetti conoce (Vestido para la muerte) llega a la questura de Venecia para exponer sus sospechas sobre las circunstancias de la muerte de unos ancianos en una residencia. En una aventura, la sexta que protagoniza el comisario, impregnada del pesimismo que envuelve a Venecia, Brunetti se enfrenta a poderes que se creen por encima de la ley de los hombres, por el hecho de asentarse sobre un entramado de intereses económicos e ideológicos. La acerada mirada de Donna Leon denuncia en esta ocasión las perversas prácticas sexuales que llevan a cabo algunos miembros de la Iglesia Católica, así como la corrupción que afecta a las esferas más influyentes de la institución ante el Papa.
«Y ése es precisamente el espíritu de este comisario (…) una encomiable capacidad de raciocinio junto al salvajismo de las decisiones tomadas sin calibrar convenientemente las consecuencias. Una combinación explosiva.» José Antonio Gurpegui, El Cultural.
«Esta dama del crimen (…) hace una intriga exquisita, que apasiona e inicia a lectores profanos… Seguiré las próximas entregas de Guido Brunetti. Espero acompañarlo hasta su ancianidad.» Lilian Neuman, La Vanguardia.

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La voz de Brunetti era neutra cuando respondió:

– No es tan malo ese sitio. -La frialdad de su tono recordó al sargento que la madre de Brunetti estaba en un establecimiento parecido.

– No he querido decir eso, comisario -se apresuró a explicar Vianello-, me refería más bien a un lugar así. -Al darse cuenta de que no había arreglado nada, agregó-: Y luego no ir a verla más a menudo, dejarla allí sola.

– En esos sitios suele haber mucho personal -fue la respuesta de Brunetti cuando éste reanudó la marcha y torció hacia la izquierda por campo San Vio.

– Pero no son familia -insistió Vianello, convencido de que el afecto familiar tenía más valor terapéutico que todos los cuidados que pudieran comprarse a los profesionales de la atención sanitaria. Brunetti no tenía inconveniente en dar la razón al sargento, pero no deseaba seguir hablando del tema, ni ahora ni en un futuro inmediato.

– ¿A quién le toca ahora? -preguntó Vianello, aviniéndose con esta pregunta a cambiar de conversación y apartarlos a ambos, temporalmente por lo menos, de temas que podían incomodar.

– Me parece que es por aquí -dijo Brunetti entrando en una calle estrecha que se alejaba del canal que ellos habían venido bordeando.

De haber estado el heredero del conde Egidio Crivoni esperándolos en la puerta, no les hubiera llegado antes la voz que por el interfono respondió a su llamada. Con no menos rapidez, se abrió la pesada puerta cuando Brunetti explicó que venía en busca de información acerca de los bienes del conde Crivoni. Mientras subían al tercer piso, impresionó a Brunetti que no hubiera más que una puerta en cada planta, lo que daba idea de las grandes dimensiones de cada apartamento y del poder económico de sus inquilinos.

En el momento en que Brunetti ponía el pie en el último rellano, un mayordomo vestido de negro abrió la puerta. Es decir, por el ceremonioso movimiento de cabeza con que los saludó y la distante solemnidad de su actitud, Brunetti dedujo que era un criado, deducción ratificada cuando el hombre le tomó el abrigo y dijo que «la contessa» los recibiría en su estudio. El hombre desapareció tras una puerta y al momento salió sin el abrigo de Brunetti.

El comisario sólo tuvo tiempo de distinguir unos serenos ojos castaños y una crucecita de oro en la solapa izquierda de la chaqueta antes de que el hombre diera media vuelta y los precediera por el pasillo. Cubrían ambas paredes cuadros, todos ellos, retratos de distintos siglos y escuelas. A pesar de saber que ésta es la impresión que dan todos los retratos, Brunetti se sorprendió por la tristeza que reflejaban la mayoría de los retratados; tristeza y algo más, impaciencia, quizá, como si pensaran que aprovecharían mejor el tiempo conquistando a salvajes o convirtiendo a paganos, en lugar de posar para dejar a la posteridad un recuerdo de mundanas vanidades. Las mujeres parecían convencidas de poder conseguir tan altos propósitos sólo con el ejemplo de una vida sin tacha, mientras que los hombres daban más bien la impresión de depositar su confianza en el poder de la espada.

El hombre se paró delante de una puerta, dio un golpe, la abrió sin esperar respuesta, la sostuvo mientras entraban Brunetti y Vianello y la cerró silenciosamente tras ellos.

A Brunetti le vinieron a la memoria unos versos del Dante:

Oscura e profonda era e nebulosa

Tanto che, per ficcar lo viso a fondo

lo non vi discernea alcuna cosa.

Oscura estaba también esta habitación: era como si, al entrar en ella, al igual que Dante, hubieran dejado atrás la luz del mundo, el sol y la alegría. Altas ventanas cubrían toda una pared, ocultas tras gruesas cortinas de terciopelo de un pardo entre sepia y sangre seca. La poca luz que se filtraba iluminaba los lomos de piel de cientos de tomos de sobrio aspecto que cubrían de arriba abajo las paredes restantes. El suelo era parquet macizo, cuidadosamente cortado y ajustado, no esas finas y estrechas láminas de madera.

En un ángulo de la habitación, detrás de un gran escritorio cubierto de libros y papeles, distinguió Brunetti la mitad superior de una mujer corpulenta, vestida de negro. La severidad del vestido y de la expresión hacía que, de pronto, el resto de la habitación resultara alegre, por el contraste.

– ¿Qué desean? -preguntó ella. Al parecer, el uniforme de Vianello hacía innecesario preguntar quiénes eran.

Desde donde estaba, Brunetti no podía hacerse una idea clara de la edad de la mujer, aunque su voz -grave, sonora e imperiosa- denotaba que se trataba de una mujer madura o, incluso, anciana. El comisario dio unos pasos por la habitación hasta situarse a pocos metros del escritorio.

Contessa… -empezó.

– He preguntado qué desean -atajó ella.

Brunetti sonrió:

– Trataré de robarle el menor tiempo posible, contessa. Sé lo muy ocupada que está. Mi suegra habla con frecuencia de su dedicación a las buenas obras y de la energía que derrocha al servicio de la Santa Madre Iglesia. -Trató de que la pronunciación de estas últimas palabras fuera reverente, lo que no era empeño fácil.

– ¿Quién es su suegra? -inquirió la mujer, como si esperase oír que se trataba de su costurera.

Brunetti apuntó cuidadosamente y le dio justo entre los ojos, hundidos y juntos:

– La contessa Falier.

– ¿Donatella Falier? -preguntó la mujer, tratando de disimular el asombro, pero sin conseguirlo.

Brunetti fingió no darse cuenta.

– Sí. Precisamente la semana última, si mal no recuerdo, me hablaba de su último proyecto.

– ¿Se refiere a la campaña para prohibir la venta de contraceptivos en las farmacias? -preguntó ella, facilitando a Brunetti la información que necesitaba.

– Sí -sonrió él moviendo la cabeza afirmativamente, como si aprobara plenamente el plan.

Ella se levantó y dio la vuelta al escritorio tendiéndole la mano, ahora que él había demostrado su condición humana por el hecho de estar emparentado, aunque fuera sólo por matrimonio, con una dama de la nobleza más antigua de la ciudad. Al levantarse, la mujer reveló las proporciones del cuerpo que hasta entonces ocultaba la mesa. Era más alta que Brunetti y debía de pesar veinte kilos más que él. Su corpulencia, no obstante, no estaba formada por las carnes firmes y prietas de una persona gruesa y sana sino por el sebo flácido y temblón del sedentario perpetuo. Su doble mentón descansaba sobre el cuello de un vestido que era poco más que un saco de lana negra colgado de su busto inmenso. Brunetti pensó que no debía de haber habido mucha alegría ni mucho placer en el proceso de acumulación de toda aquella carne.

– ¿Así que usted es el marido de Paola? -preguntó al acercarse a él envuelta en el tufo acre de un cuerpo poco lavado.

– Sí, contessa. Guido Brunetti -dijo él tomando la mano que le tendía la mujer y, sosteniéndola como si fuera un trozo de la Vera Cruz, se inclinó y la levantó hasta un centímetro de sus labios. Al erguir el cuerpo agregó-: Es un honor -y consiguió decirlo como si realmente lo creyera así. Miró a Vianello-. El sargento Vianello, mi ayudante.

Vianello se inclinó con elegancia, con una expresión tan solemne como la de Brunetti, como si el honor de aquella presentación le hubiera dejado mudo. La contessa casi ni lo miró.

– Siéntese, por favor, dottor Brunetti -dijo ella señalando con una mano carnosa la silla que estaba delante de su escritorio. Brunetti fue hacia la silla, se volvió a mirar a Vianello y le indicó otra silla que estaba cerca de la puerta, en la que probablemente estaría más resguardado de los fulgores de tanta nobleza.

La condesa volvió lentamente a su asiento y se instaló en él. Retiró unos papeles hacia la derecha y miró a Brunetti:

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