Paola puso en la mesa una fuente de berenjena frita, asintió con repentina conformidad y empezó a echar las cintas de pasta fresca en el agua hirviendo.
Brunetti sacó la pagella del sobre y la dio a Raffaele.
– ¿Tú sabes algo de esto?
Hasta hacía un par de años, al dejar atrás lo que sus padres llamaban su «período de Karl Marx», las notas de Raffi no habían adquirido la indefectible perfección que tenían las de su hermana desde que había empezado a ir a la escuela, pero, incluso en los tiempos de los peores desastres académicos de aquel período, Raffi nunca había sentido más que orgullo por los éxitos escolares de su hermana.
Miró la hoja de arriba abajo y la devolvió a su padre sin decir nada.
– ¿Qué dices? -preguntó Brunetti.
– Perturbadora, ¿eh? -fue su única respuesta.
Paola, que removía la pasta, dio unos sonoros golpes al borde de la olla.
– ¿Tú sabes algo de esto? -insistió Brunetti.
– Pues, en realidad, no -dijo Raffi, remiso a explicar lo que supiera. Como sus padres callaran, agregó, pesaroso-: Mamá se pondrá furiosa.
– ¿Por qué? -preguntó Paola con forzada ligereza.
– Por… -Interrumpió a Raffi el sonido de la llave de Chiara en la cerradura.
– Ah, ahí llega la culpable -dijo Raffi sirviéndose un vaso de agua mineral.
Los tres espiaron cómo Chiara colgaba la chaqueta del perchero, dejaba caer los libros, los recogía y ponía en una silla y se acercaba por el pasillo. La niña se paró en la puerta de la cocina:
– ¿Se ha muerto alguien? -preguntó sin asomo de ironía en la voz.
Paola se agachó y sacó un escurridor del armario. Lo puso en el fregadero y vació la olla en él. Chiara seguía en la puerta.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
Mientras Paola echaba la pasta y después la salsa en una fuente honda, Brunetti explicó:
– Han llegado tus notas.
A Chiara se le alargó la cara.
– Oh -fue todo lo que pudo decir. Pasó junto a Brunetti y se sentó a la mesa.
Empezando por Raffi, Paola sirvió cuatro grandes platos de pasta y luego les ayudó a rallar el parmigiano, que distribuyó con liberalidad. Ella empezó a comer. Los demás la imitaron.
Una vez su plato vacío, Chiara lo presentó a su madre, para repetir, y preguntó:
– Religión, ¿no?
– Sí. Una nota muy baja -dijo Paola.
– ¿Cómo de baja?
– Tres.
Chiara a duras penas pudo reprimir una mueca.
– ¿Sabes por qué es tan baja la nota? -preguntó Brunetti poniendo las mano, sobre el plato vacío, para indicar a Paola que no quería más.
Chiara atacó su segunda ración de pasta, mientras Paola vaciaba la fuente en el plato de Raffi.
– Pues, no; no lo sé.
– ¿No estudias? -preguntó Paola.
– No hay nada que estudiar -dijo Chiara-. Sólo esa tontería del catecismo. Eso te lo aprendes en una tarde.
– ¿Entonces? -preguntó Brunetti.
Raffi tomó un panecillo del cesto que estaba en el centro de la mesa, lo partió por la mitad y empezó a rebañar el plato.
– ¿Es el padre Luciano? -preguntó.
Chiara asintió y dejó el tenedor. Miró a los fogones, para ver qué más había.
– ¿Tú conoces a ese padre Luciano? -preguntó Brunetti a Raffi.
El chico puso los ojos en blanco.
– Oh, Dios, ¿quién no lo conoce? -Y a su hermana-: ¿Alguna vez te has confesado con él, Chiara?
Ella movió la cabeza enérgicamente de derecha a izquierda, pero no dijo nada.
Paola se levantó de la mesa y retiró los platos de la pasta. Abrió el horno y sacó una fuente de chuletas a la milanesa, puso unas cuñas de limón en el borde de la fuente y la dejó en la mesa. Mientras Brunetti tomaba dos chuletas, Paola se sirvió berenjena sin decir nada.
En vista de que Paola se mantenía al margen, Brunetti preguntó a Raffi:
– ¿Qué tal confiesa?
– Oh, es fabuloso con los niños -dijo Raffi sirviéndose dos chuletas.
– ¿Fabuloso en qué sentido? -preguntó Brunetti.
En vez de contestar, Raffi lanzó una rápida mirada a Chiara. Sus padres vieron que ella denegaba con la cabeza casi imperceptiblemente y luego concentraba la atención en el almuerzo.
Brunetti dejó el tenedor. Chiara no levantó la cabeza, y Raffi miró a Paola, que seguía callada.
– Vamos a ver -dijo Brunetti en un tono más seco del que le hubiera gustado oírse-. ¿Se puede saber qué pasa aquí y qué es lo que no se nos puede decir de este padre Luciano?
Miró de Raffi, que rehuyó su mirada, a Chiara y le sorprendió verla sonrojada.
Suavizando la voz, preguntó:
– Chiara, ¿puede decirnos Raffi qué es lo que sabe?
Ella asintió, pero no levantó la cabeza.
Raffi, imitando a su padre, también dejó el tenedor, pero luego sonrió:
– Tampoco es tan grave, papá.
Brunetti no dijo nada. Paola seguía muda.
– Es lo que dice durante la confesión. Cuando te confiesas de las cosas del sexo. -Aquí se interrumpió.
– ¿Las cosas del sexo? -repitió Brunetti.
– Ya sabes, papá, las cosas que se hacen.
Brunetti lo sabía.
– ¿Y qué les dice el padre Luciano? -preguntó.
– Hace que se las describan. Bueno, que le hablen de todo eso, ¿comprendes? -Raffi hizo un ruido con la garganta, entre risa y gruñido, y luego calló.
Brunetti miró a Chiara y observó que estaba más colorada que antes.
– Comprendo -dijo Brunetti.
– En realidad, es bastante penoso -dijo Raffi.
– ¿Te lo ha pedido a ti? -preguntó Brunetti.
– Oh, no. Hace años que dejé de ir a confesarme. Pero no se lo pide a los chicos sino sólo a las chicas.
– ¿Eso es todo lo que hace? -preguntó Brunetti.
– Eso es todo lo que yo sé, papá. Yo lo tenía en clase de Religión hace unos cuatro años, y lo único que nos pedía era que le recitáramos el catecismo de memoria. Pero a las chicas les decía cosas curiosas; no curiosas curiosas sino curiosas raras. -Mirando a su hermana preguntó-: ¿Aún las dice?
Ella se encogió de hombros.
– ¿Te las dice a ti, Chiara? -preguntó Brunetti.
Ella movió negativamente la cabeza.
– ¿Y a alguien que conozcas?
Otra negativa silenciosa.
– ¿Alguien quiere otra chuleta? -preguntó Paola con voz perfectamente natural. Se oyó un gruñido y dos cabezas se movieron a derecha e izquierda. Considerándolo respuesta suficiente, ella se llevó la bandeja. Comieron las puntarelle en un silencio roto sólo por el tintineo de los tenedores en los platos. Paola pensaba darles de postre sólo fruta, pero abrió un paquete que tenía en la encimera y sacó un pesado pastel, bien cargado de fruta fresca y relleno de nata, que pensaba llevar aquella tarde a la universidad, para después de la reunión mensual con sus compañeros de facultad.
– Chiara, tesoro, ¿pones los platos? -preguntó sacando de un cajón un ancho cuchillo de plata.
Las porciones que Paola cortó -observó Brunetti- eran lo bastante grandes como para catapultarlos a todos a un coma diabético, pero la dulzura del pastel, y el café y luego la charla acerca del no menos dulce primer día de auténtica primavera bastaron para devolver cierta tranquilidad a la familia. Después, Paola dijo que fregaría los platos y Brunetti decidió leer el diario. Chiara se escabulló a su habitación y Raffi se fue a casa de su amigo, a estudiar Física. Ni Brunetti ni Paola dijeron más acerca del tema, pero los dos sabían que no habían terminado con el padre Luciano.
Brunetti también se llevó el abrigo después del almuerzo, pero se lo puso sobre los hombros y, mientras caminaba de vuelta a la questura, satisfecho y reconfortado después del copioso almuerzo, saboreaba con fruición el aire tibio. Tenía la sensación de que el traje le estaba un poco estrecho, pero prefirió atribuirla a que el calor le hacía notar el peso de la lana. Además, todo el mundo engordaba un kilo o dos durante el invierno; probablemente, hasta era saludable: aumentaba las defensas contra las enfermedades.
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