Donna Leon - Muerte en un país extraño

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Muerte en un país extraño, segunda novela de Donna Leon protagonizada por el comisario Brunetti después de Muerte en La Fenice, arranca con la aparición de un cuerpo en un canal veneciano. El cadáver es el de un ciudadano americano, y Brunetti, resistiendo a presiones superiores debidas a razones políticas, llega a relacionar esta muerte con una trama controlada por el gobierno italiano, el ejército americano y la mafia. Muerte en un país extraño ha sido muy favorablemente acogida en el extranjero por el público y la crítica, dando forma a esta serie traducida a veintitrés idiomas que ha convertido a Donna Leon en una de las más interesantes «damas del crimen».
«Las novelas policíacas de Donna Leon lo tienen todo. Venecia como un hermoso telón de fondo, un estilo deslumbrante y penetrante, y el carisma del comisario Brunetti, que merece ser tan famoso como Maigret.» Bookshelf
«Donna Leon evoca Venecia de un modo tan brillante que los canales respiran en cada página, pero es el calor humano universal el que persiste al cerrar el libro.» The Express on Sunday
«Donna Leon nos pasea por Venecia como James Ellroy por Los Ángeles o Manuel Vázquez Montalbán por Barcelona: con un ojo acostumbrado a detectar lo que pasa al otro lado del espejo.» Le Figaro Magazine
«Un relato fino, matizado y espectacularmente cínico.»

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Salió del local y se paró en la acera, aprovechando la ocasión para respirar el ambiente del lugar mientras esperaba el coche. Se sentó en un banco situado frente a las tiendas y observó a los transeúntes. Algunos le miraban con extrañeza: un hombre con americana y corbata desentonaba en aquel entorno. Muchos de los que pasaban por delante de él, tanto hombres como mujeres, vestían de uniforme y, los que no, shorts y zapatillas deportivas. Algunas mujeres, especialmente las que menos podían permitírselo, llevaban tops que dejaban el estómago al aire. Todos vestían para ir o a la guerra o a la playa. La mayoría de los hombres parecían estar en buena forma física y bien musculados; muchas de las mujeres eran enormes, descomunalmente obesas.

Los coches circulaban despacio, buscando un hueco donde aparcar: coches grandes, coches japoneses, todos con la matrícula AFI. Muchos tenían los cristales subidos y en su refrigerado interior sonaba música rock a diferentes volúmenes.

Los transeúntes se saludaban e intercambiaban frases amables, perfectamente a sus anchas en esta pequeña ciudad norteamericana de Italia.

Al cabo de diez minutos, su coche paraba delante de él. Brunetti subió detrás.

– ¿Quiere ir ahora a esa dirección? -preguntó el conductor.

– Sí-dijo Brunetti, un poco harto de América.

Circulando más aprisa que los otros coches de la base, se dirigieron hacia la verja principal. Cuando hubieron salido, giraron hacia la derecha y regresaron a la ciudad, cruzando de nuevo sobre el puente del ferrocarril, torcieron hacia la izquierda, otra vez hacia la derecha y pararon frente a un edificio de cinco plantas que tenía delante una franja de jardín. Frente al portillo estaba aparcado un jeep verde oscuro, con dos soldados en el asiento delantero. Uno de los hombres se apeó del jeep al acercarse Brunetti.

– Soy el comisario Brunetti, de Venecia -dijo él, recuperando su verdadero rango, y agregó-: Me envía el comandante Butterworth para que eche un vistazo al apartamento de Foster. -Quizá no fuera rigurosamente cierto, pero era verosímil.

El soldado esbozó un ademán que podía tomarse por un saludo, sacó unas llaves del bolsillo y las entregó a Brunetti.

– La roja es la de la puerta, señor. Apartamento 3B, tercer piso. El ascensor está a mano derecha.

El comisario entró en el edificio y tomó el ascensor. Se sentía incómodo, encerrado en aquel pequeño espacio. La puerta del 3B estaba frente al ascensor y la cerradura se abrió con suavidad.

Al empujar la puerta, Brunetti vio un pasillo con el consabido suelo de mármol y puertas a ambos lados y al fondo, esta última, entreabierta. La habitación de la derecha era el cuarto de baño, la de la izquierda, una pequeña cocina. Ambas estaban limpias y ordenadas. En la cocina había un frigorífico enorme, una cocina de cuatro quemadores y, a su lado, un lavavajillas no menos desmesurado. Los dos aparatos eléctricos estaban conectados a un transformador que reducía los 220 voltios de la corriente italiana a los 110 de Norteamérica. ¿Se traían los electrodomésticos de Estados Unidos? En la cocina apenas quedaba sitio para una mesita cuadrada con sólo dos sillas. En la pared había un calentador a gas que, al parecer, suministraba agua caliente a los grifos y a los radiadores de la calefacción.

Las dos puertas siguientes correspondían a dormitorios. En uno había una cama de matrimonio y un gran armario. El otro había sido convertido en despacho y contenía un escritorio con un teclado y una pantalla de ordenador conectados a una impresora. En los estantes había libros, un equipo estéreo y, debajo, una hilera de compactos perfectamente alineados. El comisario repasó los títulos de los libros. La mayoría parecían de estudio, los demás, de viajes y -¿sería posible?- de religión. Sacó varios de estos últimos para hojearlos. Vida cristiana en tiempos de duda , Trascendencia espiritual y Jesús: la vida ideal . El autor de este último era el reverendo Michael Foster. ¿Su padre?

La música, al parecer, era rock. Reconoció varios nombres, por haberlos oído mencionar a Raffaele y a Chiara, pero estaba seguro de que no podría reconocer la música.

El comisario conectó el lector de discos compactos y oprimió el pulsador «Eject» del cuadro de mandos. Al igual que un paciente que enseñara la lengua al médico, el aparato sacó la bandeja reproductora. Vacía. Cerró la gaveta y desconectó el lector. Entonces probó el magnetófono y el amplificador. Se encendieron las luces que indicaban que ambos aparatos funcionaban. Los apagó. Encendió el ordenador, observó la aparición de las letras en la pantalla y lo apagó.

No resultó más reveladora la ropa del armario. Encontró tres uniformes completos, con las chaquetas todavía en las bolsas de plástico de la lavandería y, al lado de cada una, el correspondiente pantalón verde oscuro. También estaban colgados del armario varios pantalones vaqueros, pulcramente doblados en las perchas, tres o cuatro camisas y un traje azul marino de fibra sintética. Casi distraídamente, Brunetti palpó los bolsillos de las chaquetas y de todos los pantalones, pero no había nada: ni monedas, ni papeles, ni un peine. O el sargento Foster era un joven muy ordenado o los norteamericanos habían estado allí antes que él.

Volvió al cuarto de baño, levantó la tapa del depósito del inodoro y la bajó. Abrió la puerta de espejo del armarito y destapó un par de frascos.

En la cocina, abrió la parte superior del frigorífico gigante. Hielo. Nada más. Abajo, unas manzanas, una botella de vino blanco, abierta, y un trozo de queso, un poco viejo, envuelto en plástico. En el horno había sólo tres sartenes, limpias; el lavavajillas estaba vacío. Brunetti se apoyó en la repisa y paseó una lenta mirada por la cocina. Sacó un cuchillo del cajón de arriba de un mueble situado debajo de la repisa, apartó una de las sillas de madera de la mesa y la puso debajo del calentador. Se subió a la silla y aflojó con el cuchillo los tornillos de la tapa frontal. Luego los sacó y los guardó en el bolsillo de la chaqueta. Cuando hubo sacado el último, metió también el cuchillo en el bolsillo y sacudió la placa frontal hasta que se desprendió. La dejó en la silla, apoyada en su pierna.

Había dos bolsas de plástico sujetas con cinta adhesiva a la pared interna del calentador. Contenían polvo blanco, un kilo, calculó. Sacó el pañuelo y, envolviéndose la mano en él, desprendió primero una bolsa y después la otra. Para corroborar lo que ya sabía, abrió el cierre de pestaña de una de las bolsas, se humedeció la yema del dedo índice y lo introdujo en el polvo. Cuando se puso el dedo en la lengua, percibió el sabor ligeramente metálico e inconfundible de la cocaína.

Agachándose, dejó las dos bolsas en la repisa. Luego volvió a colocar la placa frontal del calentador, haciendo coincidir los orificios de anclaje. Luego, lentamente, puso los cuatro tornillos, dejando perfectamente horizontales las ranuras de los superiores y verticales las de los inferiores.

Miró el reloj. Llevaba en el apartamento quince minutos. Los norteamericanos habían tenido todo un día para registrarlo y la policía italiana, otro tanto: a Brunetti le había bastado menos de un cuarto de hora para encontrar los paquetes.

Abrió uno de los armarios superiores y vio sólo tres o cuatro platos. Miró debajo del fregadero y encontró lo que necesitaba: dos bolsas de plástico. Cubriéndose todavía la mano con el pañuelo, puso en cada una de ellas una de las bolsas de la cocaína y las introdujo en los bolsillos interiores de la chaqueta. Limpió la hoja del cuchillo con la manga y volvió a guardarlo en el cajón, luego borró con el pañuelo las huellas que pudiera haber dejado en el calentador, salió del apartamento y cerró la puerta. En la calle, se acercó al jeep, sonriendo amigablemente a los soldados.

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