Brunetti reconoció las señales precursoras de la cólera de Patta. Si ésta llegaba a desatarse, el vicequestore era capaz de prohibir a Brunetti que siguiera investigando en Vicenza. Puesto que el atraco callejero era la causa más conveniente, Patta cifraría sus esperanzas en esta hipótesis y hacia ella orientaría la investigación.
– Estoy seguro de que tiene razón, señor. Pero me parece que, hasta que encontremos al culpable, no estará de más que demos la impresión de que el móvil del crimen está fuera de la ciudad. Ya conoce a los turistas. Basta cualquier minucia para espantarlos.
¿Se apagó un poco el tinte rojizo de la cara de Patta, o era ilusión óptica?
– Me alegro de que esté de acuerdo conmigo, comisario -y, tras una pausa que no podía calificarse más que de ominosa, Patta agregó-: por una vez. -Extendió una bien cuidada mano y enderezó el portafirmas que tenía en el centro de la mesa-. ¿Cree que pueda haber alguna relación con Vicenza?
Brunetti demoró la respuesta, encantado por la facilidad con que Patta le traspasaba la responsabilidad de la decisión.
– No lo sé, señor. Pero no nos perjudicará dar la impresión de que la hay.
La pausa con la que su superior acogió estas palabras estaba calculada para dar la impresión de que su aversión a cualquier irregularidad en el procedimiento era neutralizada por el afán de no dejar piedra sin remover en la búsqueda de la verdad. Sacó su Mont Blanc Meisterstück del bolsillo del pecho, abrió el portafirmas y firmó los tres documentos que contenía, haciendo cada rúbrica más ponderada y, al mismo tiempo, más enérgica que la anterior.
– Muy bien, Brunetti, si considera que ésta es la mejor manera de llevar el caso, vaya otra vez a Vicenza. No podemos permitir que la gente tenga miedo de venir a Venecia, ¿verdad?
– No, señor -respondió Brunetti, paradigma de la seriedad-. Por supuesto que no. -Sin variar la inflexión de voz, preguntó-: ¿Ordena usted algo más?
– Eso es todo, Brunetti. Hágame un informe detallado de lo que averigüe.
– Por supuesto -dijo Brunetti. Mientras iba hacia la puerta, se preguntaba con qué estupidez lo despediría Patta.
– Llevaremos al culpable ante los jueces -dijo Patta.
– Sí, señor -asintió Brunetti, encantado al oír a su superior emplear el plural y decidido a incitarle a seguir usándolo.
Subió a su despacho, repasó los papeles que llevaba en la cartera y dio a Bocchese media hora para examinar las huellas dactilares. Transcurrido este plazo, bajó al laboratorio. Ahora encontró al técnico sosteniendo la hoja de un cuchillo panadero sobre la muela. Al ver a Brunetti, paró la máquina de afilar, pero conservó el cuchillo en la mano, probando el filo con el pulgar.
– ¿Es ése un trabajo extra para sus ratos libres? -preguntó Brunetti.
– De vez en cuando, mi mujer me da cosas para afilar, y me va bien hacerlo aquí. Si su esposa tiene algún utensilio que necesite afilado, me lo trae y se lo dejaré nuevo.
Brunetti movió la cabeza de arriba abajo en señal de agradecimiento.
– ¿Ha encontrado algo?
– Sí; en una de las bolsas había huellas.
– ¿Eran de él?
– Sí.
– ¿Alguna más?
– Un par, probablemente de mujer.
– ¿Y en la otra bolsa?
– Nada. Limpia. La han limpiado o sólo la han tocado con guantes.
Bocchese tomó una hoja de papel y cortó una punta con el cuchillo panadero. Satisfecho, dejó el cuchillo en la mesa y miró a Brunetti.
– Yo diría que la primera bolsa había sido utilizada para otra cosa antes de que pusieran la… -Bocchese se interrumpió, al no estar seguro de si allí se podía hablar libremente-…esa sustancia.
– ¿Para qué otra cosa?
– No estoy seguro, quizá queso. Había vestigios de grasa por la parte de dentro. Y esta bolsa estaba más sobada que la otra, más arrugada, yo diría que, antes de contener, hum, esos polvos, había contenido otra cosa.
En vista de que Brunetti no decía nada, Bocchese preguntó:
– ¿No le sorprende?
– No.
Bocchese sacó de una bolsa de papel un cuchillo de carne con mango de madera y pasó el pulgar por la hoja.
– Si quiere algo más, ya lo sabe. Y diga a su esposa lo de los cuchillos.
– Gracias, Bocchese -dijo Brunetti-. ¿Qué ha hecho con las bolsas?
Bocchese conectó la máquina, le acercó el cuchillo y miró a Brunetti.
– ¿Qué bolsas?
Brunetti no tenía nada que hacer en la questura , ya que no era probable que consiguiera más información antes de volver a Vicenza, de modo que guardó la cartera en el fondo del armario y salió del despacho. Al llegar a la calle, miró rápidamente a derecha e izquierda, en busca de figuras sospechosas. Se fue hacia la izquierda, en dirección a Campo Santa Maria Formosa y, desde aquí, a Rialto, por calles estrechas que le permitieran burlar a posibles perseguidores y también rehuir a los batallones de turistas rapaces que indefectiblemente merodeaban por los alrededores de San Marco. Cada año le resultaba más difícil tener paciencia con ellos, soportar su deambular intermitente, su manía de andar de tres en tres hasta en las calles más estrechas. Había momentos en los que de buena gana les hubiera gritado o empujado, pero, para desahogar su agresividad, se contentaba con no pararse ni modificar su rumbo si encontraba una cámara en su camino. Por ello, estaba seguro de que su figura, su espalda, su cara o uno de sus codos, aparecía en cientos de instantáneas y vídeos, y a veces imaginaba el gesto de contrariedad de los alemanes cuando, al mirar las cintas del verano durante una borrasca del mar del Norte, descubrían a un italiano con traje oscuro que cruzaba muy decidido por delante de Tante Gerda u Onkel Fritz, tapando, aunque no fuera más que un momento, unos muslos robustos, arrebolados de sol, que asomaban del Lederhose, plantados delante del puente de Rialto, de la basílica de San Marco o junto a un gato especialmente fotogénico.
Él vivía aquí, qué diantre, de modo que bien podían esperar a que hubiera pasado, para hacer su estúpida foto y, si no, que se llevaran a casa la efigie de un veneciano auténtico. Al fin y al cabo, éste sería el contacto más real que cualquiera de ellos llegaría a establecer con la ciudad. Y, ¡ah!, sí, ya iba siendo hora de disponer el ánimo para volver a casa. No era cosa de presentarse a Paola de mal humor y, menos, en su primera semana de clases.
Para evitarlo, entró en Do Mori, su bar favorito, situado a pocos pasos de Rialto, y saludó a Roberto, su canoso dueño. Intercambiaron unas frases triviales, y Brunetti pidió una copa de cabernet , lo único que en este momento le apetecía beber. Tomó con el vino unas gambas fritas de las que siempre había en la barra y después pidió un tramezzino , con una buena loncha de jamón y una rodaja de alcachofa. Bebió otra copa de vino y, por primera vez en todo el día, empezó a sentirse humano. Paola solía decir que él se ponía muy desagradable cuando llevaba tiempo sin comer, y empezaba a pensar que tenía razón su mujer. Pagó, salió a la calle y reanudó el camino hacia su casa cortando por Rughetta.
Se paró en Biancat a contemplar las flores del escaparate. El signor Biancat le vio a través del enorme cristal y le saludó con una sonrisa y un movimiento de cabeza, de modo que Brunetti entró en la tienda y pidió diez lirios azules. Mientras preparaba las flores, Biancat le hablaba de Tailandia, de donde acababa de regresar, después de asistir a una conferencia de criadores y cultivadores de orquídeas que había durado una semana. Brunetti pensó que era una manera extraña de pasar una semana, pero entonces recordó que él había ido a Dallas y a Los Ángeles para asistir a seminarios de policía. ¿Quién era él para afirmar que era más extraño pasar una semana hablando de orquídeas que de la incidencia de la sodomía entre los asesinos múltiples o de los diversos objetos utilizados en las violaciones?
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