Bien, era indudable que el vino y la comida le habían puesto de mejor humor.
La escalera de su casa solía ser un excelente medio para medir su estado físico. Cuando estaba en buena forma, apenas la sentía; cuando estaba cansado, sus piernas acusaban cada uno de los noventa y cuatro escalones. Esta tarde, parecía que alguien había añadido uno o dos tramos.
Abrió la puerta esperando percibir el olor a hogar, a comida, a los distintos aromas que él asociaba al lugar en el que vivían. Pero hoy, al entrar, sólo olió a café recién hecho, que no era precisamente lo que más ansiaba un hombre que se había pasado el día trabajando en… sí, en América.
– ¿Paola? -llamó mirando por el pasillo hacia la cocina. La voz de su mujer le contestó desde la otra dirección, la del cuarto de baño, y entonces una vaharada de aire húmedo y caliente llevó hasta él el perfume dulzón de las sales de baño. ¿Casi las ocho y bañándose?
Fue hasta la puerta entreabierta.
– ¿Estás aquí? -preguntó, y entonces se dio cuenta de lo estúpida que era la pregunta, tan estúpida que ella no se molestó en contestarla sino que dijo:
– ¿Llevarás el traje gris?
– ¿El traje gris? -repitió él entrando en el cuarto lleno de vapor. Vio la cabeza de su mujer envuelta en una toalla flotando sobre una nube de espuma, como si la hubiera colocado allí cuidadosamente la persona que la había decapitado-. ¿El traje gris? -dijo otra vez, mientras pensaba en la extraña pareja que harían, él, con su traje gris y Paola, cubierta de burbujas.
Ella abrió los ojos, volvió la cara y le lanzó La Mirada, aquella mirada que siempre le hacía pensar que, a través de su persona, ella oteaba el desván donde guardaba la maleta de su marido, mientras calculaba cuánto tardaría en meter en ella todos sus efectos personales. La Mirada bastó para que él recordara que esta noche iban al casino con sus suegros, invitados por un viejo amigo de la familia. Ello significaba que cenarían tarde y que la cena sería carísima y, lo que era peor, o mejor, eso aún no había conseguido decidirlo, a cargo del amigo de la familia que la pagaría con su tarjeta de crédito de oro, ¿o era de platino? Y, después de la cena, una hora de juego o, lo que era peor, de ver jugar.
Brunetti había llevado la investigación las dos veces en que el personal del casino había sido acusado de distintas clases de fraude y, en ambas ocasiones, había sido el encargado de hacer los arrestos; le irritaba la empalagosa cortesía con que lo trataban el director y el personal. Si jugaba y ganaba, se preguntaba si hacían trampas a su favor y, si perdía, si querrían vengarse. Ni en un caso ni en el otro se molestaba en hacer reflexiones sobre la naturaleza de la suerte.
– Había pensado ponerme el azul marino -respondió, mostrando las flores e inclinándose hacia la bañera-. Te he traído esto.
La Mirada se trocó en La Sonrisa, una sonrisa que, a veces, todavía, tras veinte años de matrimonio, le hacía temblar las rodillas. Del agua salió una mano y luego un brazo. Ella le oprimió la muñeca dejándosela mojada y caliente y volvió a esconder el brazo en la espuma.
– Salgo dentro de cinco minutos. -Le miró a los ojos-. Si hubieras venido antes, hubieras podido bañarte tú también.
Él se echó a reír, rompiendo el hechizo.
– Pero entonces hubiéramos llegado tarde a la cena. -Muy cierto. Muy cierto. Pero se maldijo por haber perdido el tiempo en el bar. Salió del cuarto de baño, recorrió el largo pasillo hasta la cocina, puso las flores en el fregadero, tapó el desagüe y echó agua suficiente para cubrir los tallos.
En el dormitorio, vio que Paola había puesto un vestido largo rojo encima de la cama. No recordaba haberlo visto antes, pero, como rara vez recordaba los vestidos de su mujer, decidió que sería preferible no hacer comentarios. Si el vestido era nuevo y él decía algo, podía dar la impresión de que pensaba que ella gastaba demasiado en ropa y, si ya lo había llevado otras veces, parecería que no le prestaba atención. Suspiró ante las desigualdades del matrimonio, abrió el armario y decidió que, a fin de cuentas, se pondría el traje gris. Se quitó la chaqueta, el pantalón y la corbata y se miró la camisa en el espejo, preguntándose si serviría para la noche. Decidió que no, se la quitó y la dejó en el respaldo de una silla. Luego, volvió a vestirse, a regañadientes, pero, como buen italiano, sin considerar siquiera la posibilidad de no cambiarse para salir.
Minutos después, Paola entró en el dormitorio, con su rubia melena descubierta y la toalla alrededor del cuerpo, y fue a la cómoda en la que guardaba la ropa interior y los jerseys. Con naturalidad, dejó la toalla encima de la cama y se inclinó para abrir un cajón.
Mientras pasaba una nueva corbata por debajo del cuello de la camisa, él observó cómo ella se ponía unos panties negros y se ajustaba y abrochaba un sujetador. Para distraerse, se puso a pensar en la física que había estudiado en la universidad. Dudaba mucho que llegara a comprender las leyes de la dinámica y la tracción que debían respetar las prendas interiores femeninas, con tantas cosas que había que sostener, comprimir y fijar. Acabó de hacer el nudo de la corbata y sacó la chaqueta del armario. Cuando se la puso, ella se subía la cremallera del costado del vestido al tiempo que se calzaba unos zapatos negros. Los amigos de Brunetti solían lamentarse de que tenían que esperar una eternidad a que sus esposas se vistieran y maquillaran. A él Paola siempre le ganaba por la mano.
Ella abrió su lado del armario y sacó un abrigo largo que parecía hecho de escamas de pescado. La vio mirar un momento el visón colgado a un extremo, pero lo dejó donde estaba y cerró la puerta. Su padre le había regalado aquel visón en Navidad hacía años, pero ella no se lo ponía desde hacía dos años, Brunetti no sabía si porque estaba pasado de moda -suponía que las pieles también se pasaban de moda, lo mismo todas las prendas que usaban su mujer y su hija- o por el creciente sentimiento de rechazo hacia las prendas de piel que se manifestaba tanto en la prensa como en la mesa de su casa a las horas de comer.
Hacía dos meses, durante una cena familiar, estalló una acalorada discusión acerca de los derechos de los animales. Sus hijos mantenían que era un crimen llevar pieles, que los animales tenían los mismos derechos que los seres humanos y que negárselos era pecar de «especiecentrismo», término que Brunetti estaba seguro que acababan de inventarse para arrojárselo a la cara. Después de diez minutos de oírles discutir con Paola, los hijos, exigiendo iguales derechos para todas las especies del planeta, y la madre, tratando de distinguir los animales que son capaces de razonar de los que no, Brunetti, irritado con Paola por tratar de mantener una oposición racional a un argumento que a él le parecía idiota, alargó la mano por encima de la mesa y golpeó con el tenedor los huesos de pollo que su hija tenía a un lado del plato.
– No podemos vestirnos con ellos, pero sí comérnoslos, ¿eh? -espetó; se levantó y se fue a la sala a leer el periódico y tomar una copita de grappa .
Lo cierto es que salieron para el casino dejando el visón en el armario.
Desembarcaron del vaporetto en la parada de San Marcuola, y por calles estrechas, llegaron al puente arqueado que conducía a las verjas del Casino, ahora abiertas en un abrazo de bienvenida a todos los clientes. En la pared exterior, la visible desde el Gran Canal, se leían las palabras NON NOBIS, «no para nosotros», ya que, en tiempos de la República, a los venecianos les estaba vedada la entrada al casino. Sólo se podía desplumar a los extranjeros, los venecianos debían invertir el dinero con prudencia en lugar de dilapidarlo en juegos de azar. ¡Cómo deseaba Brunetti, al inicio de esta velada que se le aparecía interminable, que aún hubieran regido las leyes de la República, para poder ahorrarse las horas que se avecinaban!
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