La hija de Brunetti tenía trece años recién cumplidos, y él no quería pensar en lo que las jóvenes hacen por amor.
– ¿Puedo hablar con los norteamericanos? -preguntó.
– Supongo que sí -respondió Ambrogiani alargando la mano hacia el teléfono-. Les diremos que es usted el jefe de policía de Venecia. Les gustará el rango y se avendrán a hablar. -Marcó un número de memoria y, mientras esperaba la respuesta, atrajo hacia sí la carpeta, alineó meticulosamente los pocos papeles que contenía y la colocó frente a sí, perfectamente perpendicular al borde de la mesa.
De pronto, se puso a hablar en un inglés correcto pero con fuerte acento italiano:
– Buenas tardes, Tiffany. Aquí el comandante Ambrogiani. ¿Está el comandante? ¿Cómo? Sí, espero. -Cubrió el micro con la mano y apartó el teléfono del oído-. Está reunido. Los norteamericanos se pasan la vida «reunidos».
– Podría ser… -empezó Brunetti, pero se interrumpió al ver que Ambrogiani retiraba la mano.
– Sí, gracias. Buenos días, comandante Butterworth. -El nombre estaba en la carpeta, pero dicho por Ambrogiani sonó «Buderword».
– Sí. Comandante, tengo en mi despacho al jefe de la policía de Venecia. Sí, lo hemos traído en helicóptero. -Una pausa larga-. No; sólo puede dedicarnos el día de hoy. -Miró su reloj de pulsera-. ¿Veinte minutos? Sí, ahí estará. No, comandante, lo siento mucho, pero no puedo. Tengo una reunión. Sí, muchas gracias.
Colgó el teléfono, dejó el lápiz en una diagonal perfecta encima de la carpeta y dijo:
– Le recibirá dentro de veinte minutos.
– ¿Tiene usted una reunión? Entonces, ¿no estará en la entrevista?
Ambrogiani agitó la mano con displicencia.
– Será una pérdida de tiempo. Si nada saben, nada podrán decirle y, si algo saben, tampoco se lo dirán. Así que no merece la pena que vaya. -Cambiando de tono, preguntó:
– ¿Qué tal habla usted inglés?
– Bien.
– Entonces todo será mucho más fácil.
– ¿Quién es este comandante?
Ambrogiani repitió el apellido, comiéndose otra vez las consonantes más duras.
– El oficial de enlace. O, como dicen ellos, el que «enlaza» con nosotros. -Los dos hombres sonrieron por la flexibilidad que el inglés brinda a sus usuarios, familiaridades que el italiano nunca permitiría, desde luego.
– ¿Y en qué consiste el «enlace»?
– Pues, si tenemos problemas, viene a vernos y, si los tienen ellos, va a ver a sus superiores.
– ¿Qué clase de problemas?
– Si alguien trata de entrar sin el correspondiente documento de identidad. O si nosotros no respetamos sus normas de tráfico. O si tienen que preguntar a un carabiniere por qué compra diez kilos de buey en su supermercado. Cosas así.
– ¿Supermercado? -preguntó Brunetti con auténtica sorpresa.
– Sí, supermercado. Y bolera, y cine, y hasta un Burger King. -Pronunció las últimas palabras sin asomo de acento italiano.
Brunetti, fascinado, repitió «Burger King» con la misma entonación con que un niño diría «pony» si alguien se lo prometiera.
Al oírlo, Ambrogiani se echó a reír.
– Es fantástico, desde luego. Aquí hay un pequeño mundo que nada tiene que ver con Italia. -Señaló por la ventana-. Ahí está América, comisario. O mucho me equivoco, o en eso nos convertiremos todos.
Después de una pausa, repitió:
– América.
Esto era exactamente lo que encontró Brunetti cuando, un cuarto de hora después, abrió las puertas del Cuartel General del mando de la OTAN y subió los tres peldaños que conducían al vestíbulo. En las paredes había pósters de ciudades sin nombre que, dada la altura y homogeneidad de sus rascacielos, sólo podían ser norteamericanas. También las reiteradas prohibiciones de fumar y los anuncios de los tableros proclamaban esta nacionalidad. El único toque italiano era el suelo de mármol.
Siguiendo las instrucciones recibidas, Brunetti subió la escalera que tenía enfrente, torció a la derecha y entró en el segundo despacho de la izquierda. La habitación estaba dividida por unas mamparas que llegaban a la altura de la cabeza y que, lo mismo que las paredes de la planta baja, estaban cubiertas de tableros de anuncios. Arrimados a una de ellas había dos sillones tapizados de lo que parecía grueso plástico gris. Ocupaba una mesa, a la derecha de la puerta, una muchacha que sólo podía ser norteamericana. Tenía una cabellera rubia, que por delante estaba cortada en un flequillo a ras de sus ojos verdes y por detrás le colgaba casi hasta la cintura. Una franja de pecas le cruzaba la nariz y su dentadura tenía esa perfección común en la mayoría de norteamericanos e italianos más adinerados. Ella le miró con una brillante sonrisa, doblando las comisuras de los labios hacia arriba, pero manteniendo los ojos extrañamente inexpresivos.
– Buenos días -dijo él, sonriendo a su vez-. Brunetti. El comandante me espera.
La muchacha se levantó, descubriendo un tipo tan perfecto como la dentadura, y salió por una abertura de la mampara, aunque le hubiera sido más cómodo anunciarle por teléfono o, simplemente, de viva voz, por encima de la divisoria. Brunetti la oyó hablar al otro lado, y percibió la respuesta de una voz más ronca. A los pocos segundos, la muchacha reapareció y dijo a Brunetti:
– Pase, por favor.
Detrás del escritorio había un joven rubio que aparentaba poco más de veinte años. Brunetti lo miró, pero enseguida desvió la mirada, porque aquel hombre parecía resplandecer. Cuando volvió a mirar, Brunetti descubrió que no era luz lo que irradiaba sino sólo juventud, salud y la prueba de que tenía quien le cuidara los uniformes.
– ¿Jefe Brunetti? -preguntó levantándose. A Brunetti le parecía que aquel hombre acababa de salir de la ducha o del baño: tenía la piel tirante, lustrosa, como si hubiera dejado la máquina de afeitar para darle la mano. Mientras se estrechaban la mano, Brunetti se fijó en sus ojos, de un azul translúcido, el color que tenía la laguna hacía veinte años-. Celebro que haya podido venir desde Venecia para hablar con nosotros, jefe Brunetti, ¿o es questore ?
– Vicequestore -dijo Brunetti, concediéndose un ascenso, con miras a conseguir mayor información. Observó que en la mesa del comandante había bandejas de Entradas y Salidas; la primera, vacía y la última, llena.
– Tome asiento, por favor -dijo Butterworth, que esperó a que se hubiera sentado Brunetti para hacer otro tanto. El norteamericano sacó del cajón central una carpeta, escasamente más gruesa que la que tenía Ambrogiani-. Ha venido a hablar del sargento Foster, ¿no es así?
– En efecto.
– ¿Qué quiere saber?
– Me gustaría saber quién lo mató -dijo Brunetti con gesto impasible.
Butterworth titubeó un momento, sin saber cómo reaccionar, y decidió tomarlo a broma.
– Sí -dijo con una risita que apenas escapó de sus labios-, eso nos gustaría a todos. Pero me parece que la información que tenemos no nos ayudará a averiguarlo.
– ¿Qué información tienen?
El joven le acercó la carpeta. Aunque sabía que contendría lo mismo que acababa de ver, Brunetti, la abrió y leyó los papeles. La fotografía era distinta. Brunetti había visto la cara muerta y el cuerpo desnudo de Foster, pero hasta este momento no pudo hacerse una idea clara de su aspecto. En esta foto, estaba más guapo y tenía un bigotito que luego debió de quitarse.
– ¿De cuándo es la foto?
– Probablemente, de cuando entró en el servicio.
– ¿Cuánto hace de eso?
– Siete años.
– ¿Cuánto tiempo llevaba en Italia?
– Cuatro años. Por cierto, acababa de reengancharse, a fin de poder quedarse en Italia.
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