Donna Leon - Muerte en un país extraño

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Muerte en un país extraño, segunda novela de Donna Leon protagonizada por el comisario Brunetti después de Muerte en La Fenice, arranca con la aparición de un cuerpo en un canal veneciano. El cadáver es el de un ciudadano americano, y Brunetti, resistiendo a presiones superiores debidas a razones políticas, llega a relacionar esta muerte con una trama controlada por el gobierno italiano, el ejército americano y la mafia. Muerte en un país extraño ha sido muy favorablemente acogida en el extranjero por el público y la crítica, dando forma a esta serie traducida a veintitrés idiomas que ha convertido a Donna Leon en una de las más interesantes «damas del crimen».
«Las novelas policíacas de Donna Leon lo tienen todo. Venecia como un hermoso telón de fondo, un estilo deslumbrante y penetrante, y el carisma del comisario Brunetti, que merece ser tan famoso como Maigret.» Bookshelf
«Donna Leon evoca Venecia de un modo tan brillante que los canales respiran en cada página, pero es el calor humano universal el que persiste al cerrar el libro.» The Express on Sunday
«Donna Leon nos pasea por Venecia como James Ellroy por Los Ángeles o Manuel Vázquez Montalbán por Barcelona: con un ojo acostumbrado a detectar lo que pasa al otro lado del espejo.» Le Figaro Magazine
«Un relato fino, matizado y espectacularmente cínico.»

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– ¿Qué fuerzas militares tenemos en Italia? -preguntó Ambrogiani, en tono claramente retórico-. Nosotros, los carabinieri , somos todos voluntarios. El ejército, por el contrario, está compuesto por reclutas, salvo los pocos que lo eligieron como profesión. Son todos unos crios, dieciocho años, diecinueve… y tienen tantas ganas de ser soldados como de… -Buscó un símil ilustrativo-. Como de fregar los platos y hacerse la cama, que es lo que tienen que hacer, probablemente, por primera vez en su vida, cuando están en el servicio militar. Un año y medio perdido, desperdiciado, que podrían dedicar a trabajar o a estudiar. Reciben un entrenamiento brutal y estúpido y pasan un año brutal y estúpido vestidos con un uniforme astroso y sin cobrar ni para cigarrillos. -Brunetti lo sabía bien. Él había servido sus propios dieciocho meses.

Ambrogiani captó la pérdida de interés de Brunetti.

– Si lo digo es porque ello ilustra la manera en que nos ven los norteamericanos. Todos sus chicos y chicas son voluntarios, creo. Para ellos, el ejército es una profesión. Les gusta. Les pagan lo suficiente para vivir. Y muchos se enorgullecen de su condición de militares. ¿Y qué ven aquí? A unos chicos que preferirían estar jugando al fútbol o en el cine, pero tienen que hacer un trabajo que consideran denigrante y que, por lo tanto, hacen mal. Y piensan que todos somos unos vagos.

– ¿Así pues? -cortó Brunetti.

– Así pues -repitió Ambrogini-, no nos entienden y tienen un mal concepto de nosotros por razones que no podemos comprender.

– Usted, por ser militar, tendría que poder comprenderlas.

Ambrogiani se encogió de hombros, como dando a entender que, ante todo y sobre todo, él era italiano.

– ¿Sería normal que no le mostraran un expediente, en el caso de que lo tuvieran?

– Sí. En este tipo de cosas, tienden a no ayudar mucho.

– ¿A qué se refiere por «este tipo de cosas», maggiore ?

– A los delitos en que puedan verse envueltos fuera de la base.

Evidentemente, tal era el caso del joven que había aparecido muerto en Venecia, pero a Brunetti le pareció curiosa la definición.

– ¿Son frecuentes?

– La verdad, no mucho. Hace años, varios norteamericanos estuvieron complicados en un homicidio. Un africano muerto a golpes. Le pegaron con tablas. Estaban borrachos. El africano bailaba con una blanca.

– ¿Protegían a sus mujeres? -preguntó Brunetti, sin disimular el sarcasmo.

– No. Eran negros. Los homicidas eran negros.

– ¿Qué fue de ellos?

– Dos fueron condenados a doce años. El tercero fue declarado inocente.

– ¿Quién los juzgó, ellos o nosotros? -preguntó Brunetti.

– Afortunadamente para ellos, nosotros.

– ¿Por qué afortunadamente?

– Porque fueron juzgados por lo civil. Las penas son mucho más leves. Y la acusación era homicidio. El hombre los provocó, golpeó el coche y les gritó. Por lo tanto, los jueces dictaminaron que habían actuado en respuesta a una amenaza.

– ¿Cuántos eran en total?

– Tres soldados y un paisano.

– Sí que era una amenaza para ellos un hombre solo -dijo Brunetti.

– Los jueces reconocieron que lo era. Y lo tomaron en consideración. Los norteamericanos les hubieran echado veinte o treinta años. La justicia militar no es para tomarla a broma. Además, eran negros.

– ¿Importa eso todavía?

El maggiore se encogió de hombros, alzó una ceja y volvió a encogerse de hombros.

– Ellos le dirán que no. -Ambrogiani tomó otro sorbo de agua-. ¿Cuánto tiempo estará usted aquí?

– Hoy, mañana. ¿Ha habido otros casos?

– De vez en cuando. Generalmente, los juzgan en la misma base, a no ser que sea algo muy fuerte o que infrinja la ley italiana. Entonces intervenimos nosotros.

– ¿Como en el caso del director de escuela? -preguntó Brunetti, recordando un caso que había generado titulares a escala nacional, hacía años. El director de la escuela primaria de la base, acusado y convicto de abuso a menores. Brunetti recordaba los detalles muy vagamente.

– Sí. Pero habitualmente ellos se ocupan de todo.

– No esta vez -dijo Brunetti con sencillez.

– No; esta vez, no. Como fue muerto en Venecia, el caso es de ustedes y sólo de ustedes. Pero ellos querrán intervenir.

– ¿Por qué?

Public relations -dijo Ambrogiani-. Y las cosas cambian. Probablemente, sospechan que no van a seguir mucho tiempo aquí. Ni aquí ni en ningún otro país europeo, y no querrán que pase nada que acelere su marcha. No quieren publicidad negativa.

– Parece que lo mataron para robarle -dijo Brunetti.

Ambrogiani le miró largamente sin parpadear.

– ¿Cuándo fue la última vez que en Venecia mataron a alguien para robarle?

Si Ambrogiani hacía estas preguntas era señal de que conocía la respuesta.

– ¿Una cuestión de honor? -apuntó Brunetti como posible móvil.

Ambrogiani volvió a sonreír.

– Por una cuestión de honor, no se mata a alguien a cien kilómetros de su casa. Se le mata en el dormitorio, o en el bar, pero no va uno a Venecia a matarlo. Si hubiera ocurrido aquí, hubiera podido ser por sexo o por dinero. Pero no ocurrió aquí, por lo que el móvil tiene que ser otro.

– ¿Un asesinato fuera de lugar? -preguntó Brunetti.

– Sí; fuera de lugar -repitió Ambrogiani, a quien era evidente que había gustado la frase-. Y, por consiguiente, más interesante.

CAPÍTULO VII

El maggiore empujó la delgada carpeta hacia Brunetti con un grueso dedo y se sirvió otro vaso de agua.

– Esto es lo que nos dieron. Hay una traducción, por si la necesita.

Brunetti movió la cabeza negativamente y tomó la carpeta. Encima, escrito en letras rojas, se leía: «Foster, Michael, nac. 28.09.62, NSS 651 34 1054.» La abrió. Sujeta con un clip a la tapa, por el interior, había la fotocopia de una fotografía. Imposible reconocer en esta imagen borrosa en blanco y negro la cara amarillenta de la muerte que Brunetti había visto la víspera al borde del canal. Dentro de la carpeta había dos hojas mecanografiadas en las que se hacía constar que el sargento Foster trabajaba en el departamento de Higiene, que había sido amonestado una vez por saltarse un stop en la base, que había sido ascendido a sargento hacía un año y que su familia residía en Biddeford Pool, Maine.

La segunda hoja contenía el resumen de una entrevista realizada con un civil italiano que trabajaba en el departamento de Higiene y que manifestaba que Foster se llevaba bien con sus compañeros, trabajaba con entusiasmo y era amable y cortés con los civiles italianos que trabajaban en el departamento.

– No es mucho -dijo Brunetti cerrando la carpeta y empujándola hacia el maggiore -. El soldado perfecto. Trabajador. Obediente. Amable.

– No obstante, alguien le clavó un cuchillo entre las costillas.

Brunetti recordó a la doctora Peters y preguntó:

– ¿Alguna mujer?

– Ninguna, que sepamos nosotros -respondió Ambrogiani-. Aunque esto no quiere decir que no la hubiera. Era joven, hablaba el italiano bastante bien. Es posible. -Ambrogiani hizo una pausa antes de agregar-: A no ser que se sirviera de lo que se vende delante de la estación del ferrocarril.

– ¿Es ahí donde están?

Ambrogiani asintió.

– ¿En Venecia no hay de eso?

Brunetti sacudió la cabeza.

– Muy poco, desde que el Gobierno cerró los burdeles. Algunas hay, pero se dedican a los hoteles y no nos causan problemas.

– Aquí las tenemos delante de la estación, pero yo diría que corren malos tiempos para ellas. Son muchas las que lo hacen gratis -apuntó Ambrogiani, y agregó-: Por amor.

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