Eve pensaba que la noche anterior había sido un infierno, pero cada vez que se abría la puerta principal de la oficina de su agrupación electoral al murmullo de voces y los destellos de los flashes, sabía que las horas transcurridas entre la llamada telefónica de Dennis Luxford y su certeza final de que no podía hacer nada para detener su artículo sólo habían sido un purgatorio.
Había hecho todo lo posible. Había apelado a todas las deudas y todos los favores concedidos, sentada hora tras hora con el auricular contra su oído, llamando a jueces, consejeros de la reina y a todos sus aliados políticos. Cada llamada tenía el mismo propósito: impedir la salida a la luz del artículo que, según Luxford, salvaría la vida de su hijo. Y cada llamada se saldaba con el mismo resultado: tal maniobra era imposible.
Durante toda la noche había escuchado variaciones sobre por qué un mandato judicial estaba fuera de su alcance, pese a su poder en el gobierno.
¿El artículo en cuestión (Eve no revelaba los detalles exactos a los destinatarios de sus llamadas) constituía libelo? ¿No? ¿Va a escribir la verdad? Entonces, querida, me temo que careces de fundamentos. Sí, soy consciente de que detalles de nuestro pasado pueden, en ocasiones, resultar embarazosos para nuestro presente y futuro, pero si esos detalles contienen la verdad… Bien, sólo cabe la posibilidad de sonreír con desdén, llevar bien alta la cabeza y dejar que nuestra conducta actual hable por sí sola, ¿no?
«No se trata de un periódico toro, ¿verdad, Eve? Quiero decir que sería posible llamar al PM y hacer un poco de presión si el director del Sunday Times, el Daily Mail o, quizá, el Telegraph pensaran publicar un artículo perjudicial para un miembro del gobierno, pero el Source simpatiza con los laboristas.» No cabía esperar que un poco de persuasión verbal lograra producir el acuerdo de no publicar un artículo antitory en un periódico laborista. De hecho, si alguien intentara presionar a un hombre como Dennis Luxford, existían pocas dudas de que un editorial revelaría el hecho, el mismo día de la publicación del artículo. ¿Qué impresión daría eso? ¿Cómo iba a quedar el primer ministro?
La pregunta final era un estímulo apenas disimulado a emprender determinada acción. La pregunta real era cómo iba a afectar el artículo del Source al primer ministro, que había encumbrado personalmente a Eve Bowen a su cargo actual. Lo que sugería era tomar una iniciativa, en caso de que el dichoso artículo añadiera más huevo a la cara, ya bastante manchada, del hombre que había debido soportar la humillación de ver a uno de sus compañeros de partido divirtiéndose con un chapero en un automóvil aparcado, tan sólo doce días antes. El regreso a los valores británicos básicos alentados por el primer ministro ya había recibido varios golpes muy graves, decían a Eve. Si la señora Bowen, no sólo diputada, sino también, al contrario que Sinclair Larnsey, miembro del gobierno, creía que existía la más leve posibilidad de que el artículo del Source provocara más trastornos al primer ministro… Bien, la señora Bowen sabía muy bien lo que debía hacer.
Claro que lo sabía. Debía arrojarse sobre su propia espada. Pero no tenía la intención de hacerlo sin oponer una resistencia desesperada.
Se había reunido con el ministro del Interior aquella madrugada. Había llegado a Westminster cuando aún estaba oscuro, horas antes de que el Source saliera a la calle y horas antes de su llegada habitual, para escabullirse de la prensa. Sir Richard Hepton la recibió en su despacho. Al parecer, se había vestido con lo primero que encontró a mano, tras recibir la llamada de Eve a las cuatro menos cuarto. Llevaba una camisa blanca arrugada y los pantalones de un traje, sin chaqueta ni corbata, sólo una chaquetilla de punto. No se había afeitado. Era una forma de decirle, comprendió Eve, que la entrevista iba a ser breve. Era evidente que volvería a casa con tiempo para ducharse, cambiarse y prepararse para el día.
También estaba clara su idea de que la llamada era el resultado de haber pasado dos días afligida por la muerte de su hija. Pensaba que había ido para exigir medidas más eficaces por parte de la policía, y él había acudido para aplacarla en la medida de lo posible. Hepton no tenía idea de lo que encubría la desaparición de Charlotte. Pese a su experiencia en el gobierno, que habría debido enseñarle lo contrario, daba por sentado que las cosas, al menos con sus subsecretarios, eran lo que parecían.
– Nancy y yo recibimos el mensaje acerca del funeral, Eve -dijo-. Claro que asistiremos. ¿Cómo te encuentras? -preguntó con expresión cautelosa-. Los próximos días no van a ser fáciles. ¿Descansas lo suficiente?
Como la mayoría de políticos, sir Richard Hepton hacía preguntas que sólo eran meras referencias a otros temas. Lo que quería saber era por qué le había telefoneado en plena noche, por qué había insistido en que se reunieran cuanto antes y, sobre todo, por qué estaba sugiriendo comportarse como una histérica, cuando era la característica menos deseable en un miembro del gobierno. Deseaba que se desahogara porque había sufrido una pérdida terrible, pero no tenía el menor deseo de que la inmensidad de su pérdida minara su capacidad de seguir adelante.
– Mañana, mejor dicho, dentro de unas horas, el Source publicará un artículo del que quiero advertirte por adelantado.
– ¿El Source? -Hepton la observó sin variar de expresión. Jugaba al póquer político mejor que cualquiera-. ¿Qué clase de artículo, Eve?
– Un artículo sobre mí, sobre mi hija. Un artículo sobre las causas que condujeron a su muerte, diría yo.
– Entiendo.
El hombre apoyó el codo en el brazo de la butaca. El cuero crujió, lo cual subrayó el silencio que reinaba en todo el Ministerio del Interior, así como el silencio de las calles.
– ¿Había…?
Hizo una pausa con aire pensativo. Dio la impresión de que estaba eligiendo entre las varias conclusiones que un artículo en el Source le sugerían.
– Eve, ¿había problemas entre tú y tu hija?
– ¿Problemas?
– Has dicho que el artículo versa sobre las causas que condujeron a su muerte.
– No es un artículo sobre malos tratos infantiles, si te refieres a eso -aclaró Eve-. Nadie maltrataba a Charlotte. Lo que condujo a su muerte no tiene nada que ver conmigo. Al menos no en ese sentido.
– Entonces será mejor que me cuentes tu implicación.
– Quería que lo supieras porque, tal como ha ocurrido a menudo en el pasado, cuando los periódicos se lanzan sobre un político, pillan al gobierno por sorpresa. No quería que sucediera en este caso. Pienso dejarlo todo claro, para poder pensar en lo que haremos a continuación.
– El conocimiento por adelantado es un arma útil -admitió Hepton-. Obtenerlo siempre me ha permitido ver las cosas con mayor claridad.
Eve no pasó por alto el empleo del singular. Tampoco pasó por alto la ausencia de palabras o sonidos guturales que pudiera interpretar como un signo de confianza. Sir Richard Hepton sabía que algo desagradable se avecinaba, y cuando un olor malsano invadía su impoluta casa era un hombre que sabía muy bien abrir ventanas.
Eve empezó a hablar. No había forma de adornar la historia. Hepton escuchaba con las manos enlazadas sobre el escritorio, cubierto su rostro por la máscara impenetrable que Eve había visto tantas veces en el pasado. Cuando hubo revelado los detalles relevantes sobre la relación en Blackpool con Dennis Luxford, así como los relativos a la desaparición de Charlotte y el posterior asesinato, se dio cuenta de lo rígido que se había puesto. Sintió la tensión nerviosa en la espasmódica tirantez de los músculos, desde el cuello hasta la base de la columna vertebral. Intentó relajar su cuerpo, pero no pudo obligarlo a creer que su destino político no pendía de un hilo, según como aquel hombre interpretara su conducta de once años atrás.
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