– Cuenta.
Chiara terminó el tercer panecillo, se limpió los labios con un paño de cocina y se sentó, con las manos juntas encima de la mesa, en actitud formal.
– He tenido que hablar con cuatro personas diferentes, antes de poder averiguar algo -dijo muy seria, como si hablara delante de un tribunal. O de una cámara de televisión.
– ¿Quiénes son esas personas?
– Una chica del colegio al que ahora va Francesca, una maestra y una chica de mi colegio y una de las chicas que hacían primaria con nosotras.
– ¿Y todo en una tarde, Chiara?
– Oh, he tenido que tomarme la tarde libre, para ir a ver a Luciana, y al colegio de Francesca donde estaba esa chica, pero antes de salir he hablado con la profe y con la chica de mi escuela.
– ¿Te has tomado la tarde libre? -preguntó Brunetti, pero sólo por curiosidad.
– Claro, lo hacen todos. Llevas una nota de los padres diciendo que estás enferma o que tienes que ir a algún sitio, y nadie te hace preguntas.
– ¿Y eso lo haces muy a menudo, Chiara?
– Oh, no, papá, sólo cuando es necesario.
– ¿Y la nota quién la ha firmado?
– Esta vez le ha tocado a mamá. Además, es más fácil hacer su firma que la tuya. -Mientras hablaba, Chiara recogía las hojas esparcidas por encima de la mesa y las apilaba cuidadosamente. Las dejó a un lado y levantó la mirada, deseosa de continuar con los asuntos importantes.
Él se arrimó una silla y se sentó frente a la niña.
– ¿Y qué te han dicho esas personas, Chiara?
– Lo primero, que también a esa otra chica, Francesca le había contado la historia del secuestro que nos contó a nosotras en primaria, hace cinco años.
– ¿Cuántos cursos estudiaste con ella, Chiara?
– Toda la básica. Luego su familia se mudó y la llevaron al colegio Vivaldi. A veces la veo, pero nunca hemos sido lo que se dice amigas.
– ¿Y de esa otra chica sí era amiga? -Vio que Chiara fruncía los labios antes de contestar y agregó-: Me parece que será preferible que me lo cuentes a tu manera.
– Esa otra chica de mi colegio hizo con ella el segundo ciclo, y dice que Francesca les contaba que sus padres le advertían que tuviera mucho cuidado con quién hablaba y que nunca fuera con personas desconocidas. Es más o menos lo que nos había dicho a nosotras.
Chiara miró a su padre, buscando un gesto de aprobación, y él le sonrió, aunque esto no era mucho más de lo que le había contado durante el almuerzo.
– Como esto ya lo sabía, he pensado que sería mejor hablar con una chica de su escuela de ahora. Por eso me he tomado la tarde libre, para estar segura de encontrarla. Esa chica me ha dicho que Francesca tiene novio. No, papá, un novio de verdad. Quiero decir amantes y todo.
– ¿Te ha dicho quién es él?
– No, Francesca no dice el nombre, sólo que es mayor, de más de veinte años, y que se iría con él, pero él no quiere, hasta que ella sea mayor de edad.
– ¿Sabe esa chica por qué quiere irse Francesca?
– A ella le parece que es por la madre. Siempre están discutiendo.
– ¿Y el padre?
– Francesca se llevaba muy bien con su padre, pero no lo veía mucho porque estaba siempre ocupado.
– Francesca tiene un hermano, ¿verdad?
– Sí, Claudio, pero estudia en Suiza. Por eso he hablado con la profe. Enseñaba en la escuela a la que iba él, y he pensado que por ella podría enterarme de algo.
– ¿Y te has enterado?
– Sí, claro. Le he dicho que era la mejor amiga de Francesca y que Francesca estaba muy preocupada por cómo se tomaría Claudio esto de la muerte de su padre, estando solo en Suiza. Le he dicho que también yo lo conocía, y hasta le he dado a entender que me gustaba. -Sacudió la cabeza-. ¡Buá! Todo el mundo, absolutamente todo el mundo, dice que Claudio es un asqueroso, pero me ha creído.
– ¿Qué le has preguntado?
– Le he dicho que Francesca deseaba saber si ella, quiero decir la profe, podía aconsejarle sobre cómo debía tratar a Claudio. -Al ver el gesto de sorpresa de Brunetti, dijo-: Sí, ya sé que parece una estupidez, que eso es algo que nadie preguntaría, pero ya sabes cómo son los profes, cómo les gusta darte consejos y decir lo que tienes que hacer con tu vida.
– ¿Y la profesora se lo ha creído?
– Naturalmente -respondió Chiara muy seria.
– Debes de ser una buena embustera -comentó Brunetti, no del todo en broma.
– Lo soy. Dice mamá que eso es algo que hay que aprender a hacer bien -dijo Chiara sin preocuparse de mirar a Brunetti, y agregó-: La profe ha dicho que Francesca debe tener presente… eso ha dicho ella, «tener presente», que Claudio siempre se había sentido más unido a su padre que a su madre, por lo que ahora lo pasará muy mal. -Hizo una mueca-. No es gran cosa, ¿eh? Cruzar toda la ciudad, para eso. Y ha estado hablando media hora para decirlo.
– ¿Qué te han dicho las otras?
– Luciana… he tenido que ir hasta Castello para hablar con ella… me ha dicho que Francesca no traga a su madre, porque es una mandona que siempre estaba manipulando a su padre y diciéndole lo que tenía que hacer. Tampoco quiere al tío, que se cree que es el jefe de la familia.
– ¿De qué forma lo manipulaba?
– No lo sabe. Pero es lo que decía Francesca, que su padre hacía siempre lo que mandaba la madre. -Antes de que Brunetti pudiera bromear al respecto, Chiara agregó-: No es lo mismo que entre tú y mamá. Ella te dice lo que tienes que hacer, tú le contestas que sí y luego haces lo que te parece. -Levantó la mirada hacia el reloj de la pared-. ¿Dónde estará mamá? Son casi las siete. ¿Qué habrá de cena? -Era evidente que la última pregunta era la que más la preocupaba.
– Probablemente, estará en la universidad, diciendo a algún alumno lo que debe hacer con su vida. -Antes de que Chiara decidiera entre reírse o no, Brunetti apuntó-: Si no tienes más información, ¿qué te parece si empezáramos a preparar la cena? Así mamá la encontrará lista cuando llegue, para variar.
– ¿Y cuánto te parece que vale la información? -preguntó Chiara, melosa.
Brunetti reflexionó.
– Unas treinta mil -dijo al fin. Puesto que el dinero saldría de su bolsillo, él tasaba la información en esta cantidad. Pero, si era cierto que la señora Trevisan dominaba a su marido y si su dominio alcanzaba a la actividad profesional, el dato podía valer infinitamente más.
Al día siguiente, Il Gazzettino daba en primera plana la noticia del suicidio de Rino Favero, uno de los asesores financieros más importantes de la región del Véneto. Favero, se informaba, había metido su Rover en el garaje doble del sótano de su casa, había cerrado la puerta y se había tendido tranquilamente en el asiento delantero, dejando el motor en marcha. Su esposa, que había pasado la noche en el hospital junto a su madre moribunda, lo había encontrado al volver a casa por la mañana. Se rumoreaba que el nombre de Favero iba a salir a la luz en relación con el escándalo que había estallado en el Ministerio de Sanidad. Aunque toda Italia ya estaba al corriente de la acusación de que el ex ministro de Sanidad había aceptado fuertes sobornos de varios laboratorios farmacéuticos a cambio de permitirles aumentar los precios de sus medicamentos, aún no era de dominio público que Favero fuera el gestor del patrimonio del presidente de la mayor de aquellas empresas. Los que lo sabían suponían que él había decidido imitar a tantos otros de los implicados en esta vasta trama de corrupción y, para salvar el honor, había decidido eludir la acusación y el posible castigo. Eran pocos los que parecían dudar de que de esta manera pudiera salvarse el honor.
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