Brunetti oyó abrirse la puerta a su espalda y se volvió para saludar a la viuda Trevisan, pero la que había entrado en la habitación era una muchacha con una melena oscura hasta los hombros que, al ver a Brunetti junto a la ventana, salió tan aprisa como había entrado, cerrando la puerta. Unos minutos después volvió a abrirse la puerta, y entró una mujer de unos cuarenta años. Llevaba un sencillo vestido de lana negra y zapatos de tacón alto que la elevaban casi hasta la estatura de Brunetti. La forma de su rostro era igual a la del de su hija y el pelo, también hasta los hombros, tenía el mismo tono castaño, aunque con indicios de ayuda química. Sus ojos, muy separados como los de su hermano, tenían una expresión inteligente y un brillo más de curiosidad, pensó Brunetti, que de lágrimas.
La mujer cruzó hasta Brunetti y le tendió la mano.
– ¿Comisario Brunetti?
– Sí, signora. Siento que tengamos que conocernos en estas circunstancias. Le agradezco que haya accedido a recibirme.
– Deseo hacer cuanto pueda para ayudarle a encontrar al asesino de Carlo. -Tenía la voz suave y un ligero acento de Florencia. Miró en derredor, como sí viera la habitación por primera vez-. ¿Por qué le ha traído aquí Ubaldo? -preguntó y agregó volviéndose hacia la puerta-: Venga conmigo.
Brunetti la siguió al pasillo, donde ella giró hacia la derecha y abrió otra puerta. La habitación en la que entraron era mucho mayor que la primera y tenía tres ventanas, que daban a campo San Maurizio. Parecía un despacho o una biblioteca. La mujer lo llevó hacia dos mullidas butacas, se sentó en una y ofreció la otra a Brunetti con un ademán.
Brunetti se sentó, fue a cruzar las piernas, pero se dio cuenta de que la butaca era muy baja como para que resultara cómoda la postura. Apoyó los codos en los brazos y juntó las manos frente al estómago.
– ¿Qué desea saber, comisario? -preguntó la signora Trevisan.
– Me gustaría que me dijera si, durante las últimas semanas, o quizá meses, su marido parecía preocupado o nervioso, o si su conducta había cambiado de algún modo extraño.
Ella esperó hasta cerciorarse de que él había terminado la pregunta, luego reflexionó y dijo:
– No, que yo recuerde. Carlo estaba siempre muy absorbido por su trabajo. Con los cambios políticos de los últimos años y la apertura de nuevos mercados, estaba muy ocupado. Pero no, durante estos últimos meses no me ha parecido especialmente nervioso, no más de lo que normalmente justificaría su trabajo.
– ¿Le había hablado de algún caso en el que estuviera trabajando o quizá de algún cliente que le preocupara especialmente?
– No, nada de eso.
Brunetti esperaba.
– Tenía un cliente nuevo -dijo ella al fin-. Un danés que quería abrir un negocio de importación, quesos y mantequilla, según creo, y que tenía dificultades con las normas de la Unión Europea. Carlo estaba tratando de encontrar la forma de que él pudiera transportar su mercancía a través de Francia en lugar de Alemania. O quizá era al revés. Estaba muy atareado con esto, pero no disgustado.
– ¿Y en el bufete? ¿Cómo eran sus relaciones con sus empleados? ¿Normales? ¿Amistosas?
Ella juntó las manos en el regazo y se las contempló.
– Creo que sí. Desde luego, nunca dijo tener problemas con el personal. De haberlos tenido, estoy segura de que me lo hubiera dicho.
– ¿Es cierto que la firma era suya en su totalidad, que los otros abogados eran simples asalariados?
– ¿Cómo dice? -Ella le miraba ahora con extrañeza-. No entiendo la pregunta.
– ¿Los otros abogados participaban de los beneficios del bufete o eran empleados?
Ella levantó la mirada de las manos y la posó en Brunetti.
– Lo siento, pero no puedo responder a eso, dottor Brunetti. No sé casi nada de los asuntos profesionales de Carlo. Tendrá que hablar con su apoderado.
– ¿Y quién es el apoderado, signora ?
– Ubaldo.
– ¿Su hermano?
– Sí.
– Comprendo -respondió Brunetti. Después de una pausa, prosiguió-: Me gustaría hacerle unas preguntas acerca de su vida personal, signora.
– ¿Nuestra vida personal? -repitió ella, como si nunca hubiera oído la expresión. En vista de que él no decía nada, la mujer movió la cabeza de arriba abajo, para indicarle que podía empezar.
– ¿Cuánto tiempo llevaban de matrimonio?
– Diecinueve años.
– ¿Cuántos hijos tiene, signora ?
– Dos. Claudio, de diecisiete años y Francesca, de quince.
– ¿Van a la escuela en Venecia?
Ella le miró fijamente.
– ¿Por qué lo pregunta?
– Yo tengo una hija de catorce años, Chiara, y he pensado que a lo mejor se conocen -respondió él con una sonrisa, para demostrar la inocencia de la pregunta.
– Claudio estudia en Suiza, pero Francesca está aquí, con nosotros, quiero decir conmigo -rectificó ella, pasándose la mano por la frente.
– ¿Diría usted que el suyo era un matrimonio feliz, signora ?
– Sí -respondió ella inmediatamente, con mucha más rapidez de la que hubiera contestado Brunetti a esta misma pregunta, aunque hubiera dado la misma respuesta. De todos modos, ella no se extendió en explicaciones.
– ¿Podría decirme si tenía su marido amigos íntimos o socios?
Ella levantó la mirada, pero volvió a bajarla a sus manos.
– Nuestros amigos más íntimos son los Nogare, Mirto y Graziella. Él es arquitecto y viven en campo Sant'Angelo. Son los padrinos de Francesca. De socios no sé nada, tendrá que preguntar a Ubaldo.
– ¿Otros amigos, signora ?
– ¿Para qué necesita saber todo esto? -dijo ella levantando la voz con sequedad.
– Me gustaría saber más cosas de su marido, signora.
– ¿Por qué? -La pregunta saltó de su garganta, casi a pesar suyo.
– Mientras no sepa qué clase de persona era, no podré comprender por qué ha ocurrido esto.
– ¿Un robo? -preguntó ella, casi con sarcasmo.
– No fue robo, signora. Lo mataron deliberadamente.
– Nadie podía tener motivos para matar a Carlo -insistió ella. Brunetti, que había oído esto más veces de las que deseaba recordar, no dijo nada.
De pronto, la signora Trevisan se puso de pie.
– ¿Tiene usted más preguntas? Si no es así, me gustaría volver junto a mi hija.
Brunetti se levantó y extendió la mano.
– De nuevo, muchas gracias por haber accedido a hablar conmigo, signora. Comprendo el doloroso trance por el que atraviesan usted y su familia, y le deseo que encuentre el valor necesario para superarlo. -Aún no había acabado de hablar cuando comprendió que sus palabras eran los formulismos que se utilizan cuando no se percibe un dolor verdadero, como ocurría en este caso.
– Gracias, comisario -dijo ella imprimiendo en su mano un leve apretón y yendo hacia la puerta. La sostuvo abierta mientras él salía y lo acompañó al recibidor. Los otros miembros de la familia no daban señales de vida.
Brunetti saludó a la viuda con una inclinación de cabeza y empezó a bajar la escalera mientras a su espalda la puerta se cerraba con suavidad. Parecía extraño que, al cabo de casi veinte años de matrimonio, una mujer no supiera nada de los negocios del marido. Y más extraño todavía cuando su propio hermano era el apoderado. ¿De qué hablaban durante las comidas familiares? ¿De fútbol? Todas las personas que Brunetti conocía detestaban a los abogados. Brunetti detestaba a los abogados. Por lo tanto, no podía creer que un abogado no tuviera enemigos, especialmente si era famoso y rico. Al día siguiente hablaría de esto con Lotto, que quizá fuera más explícito que su hermana.
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