Donna Leon - Muerte y juicio

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Para reseñar esta novela es imprescindible hablar primero del comisario Brunetti, Guido Brunetti, el personaje principal sobre el que gira toda la obra de Donna Leon. Le dio vida en el año 1992, con la novela Muerte en La Fenice, y desde entonces se ha convertido, junto con la ciudad de Venecia, en el eje principal de sus novelas.
Brunetti es un hombre afable, que vive y trabaja en Venecia. Está felizmente casado con Paola, y es padre de dos hijos adolescentes, Chiara y Raffi. Es un policía honesto, amante de la justicia, algo pesimita en cuando a las injusticias que le rodean, y que, con la ayuda del sargento Vianello, día a día se enfrenta al crimen en su ciudad natal.
Bueno, pues en Muerte y Juicio, lo que nos vamos a encontrar es esto, ni más ni menos. La historia se sitúa en el marco habital, Venecia, y los “actores” que irán dando forma a la historia son, entre otros, los que acabo de mencionar, Brunetti, su esposa, sus hijos, el sargento Vianello… todos ellos acompañados de otros incondicionales en la obra de Donna Leon y algunos otros esporádicos, entre los que se encuentran, claro está, el asesino o asesinos y el asesinado o asesinados.
Publicada en el año 1995, se trata de la cuarta novela de este género que escribe esta autora, quien hábilmente nos llevará de la mano en busca de la resolución del último caso que le han asignado al commissario Brunetti, el asesinato del influyente avvocato Trevisan, quien ha aparecido muerto en el tren de Turín de dos disparos en el pecho. Pero lo cierto, es que éste sólo será el principio de una serie de acontecimientos en cadena que irán complicando la historia. La sucesión de estos acontecimientos, unidos a las pistas que la autora nos pone estratégicamente aquí y allá, nos llevarán hasta la resolución del caso.
Confieso que el final no me ha terminado de convencer, quizá haya sido demasiado rápido, o demasiado fácil, y además acompañado de algo de truco. Pero para evitar caer en el spoiler, no voy decir nada más al respecto. Os dejo con la intriga para que os animéis a leer el libro.
Me ha parecido una novela entretenida, rápida, dinámica, de muy fácil lectura, con un punto de intriga, pero sin más pretensiones que la de hacerte pasar un buen rato de lectura, que dicho sea de paso, ya es bastante.
Me ha llamado la atención que, a lo largo de todo el libro, y supongo que para que no nos olvidemos del escenario en el que se sitúa la acción, la autora, o quizá la traductora, no lo sé, utiliza palabras o expresiones del idioma de origen, tales como avvocato, questura, signore, signorina, avanti, o buona sera, buon giorno, per favore… todas ellas perfectamente comprensibles dentro del entorno en el que se encuentran situadas, y que, por otro lado, le dan a la obra un agradable “toque italiano” o mejor dicho “veneciano”.

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– ¿Qué relación hay con Trevisan? -preguntó Vianello.

Hacía tiempo que Vianello, al igual que Brunetti había dejado de creer en las coincidencias, y se mostró atento al dato de que ambas víctimas tenían anotado un mismo número de teléfono.

– ¿En la estación de Padua? -preguntó Vianello-. ¿Y un bar de Via Fagare?

– Sí. El bar Pinetta. ¿Lo conoce?

Vianello miró hacia un lado y luego asintió.

– Me parece que sí, si es el que imagino. ¿A la izquierda de la estación?

– Eso no lo sé -contestó Brunetti-. Dicen que está cerca de la estación, pero nunca había oído hablar de él.

– Sí, me parece que es el Pinetta.

Brunetti asintió y esperó a que Vianello continuara.

– Si es el que supongo, es bastante malo. Muchos norteafricanos, de esos del tú comprar que hay por todas partes. -Vianello se interrumpió, y Brunetti se preparó para oír un comentario despectivo sobre los vendedores callejeros que infestaban Venecia con sus bolsos Gucci de imitación y sus tallas africanas. Pero Vianello lo sorprendió al decir-: Pobres tipos.

Hacía tiempo que Brunetti había abandonado toda esperanza de descubrir coherencia política en sus conciudadanos, pero le pilló desprevenido la simpatía que manifestaba Vianello por aquellos vendedores sin licencia, generalmente los más despreciados de los cientos de miles de inmigrantes que inundaban Italia con la esperanza de recoger unas migajas de la riqueza del país. Sin embargo, Vianello, que no sólo votaba por la Lega Nord sino que afirmaba con convicción que había que dividir a Italia por el norte de Roma y, en sus momentos de mayor exaltación, incluso abogaba por la construcción de una muralla para detener a los bárbaros, es decir, los africanos, porque para él, al sur de Roma todos eran africanos, ese mismo Vianello los llamaba ahora «pobres tipos», y su compasión parecía sincera.

Aunque la observación desconcertó a Brunetti, éste prefería no hablar de eso ahora, y se limitó a preguntar:

– ¿Tenemos a alguien que pudiera ir allí por la noche?

– ¿Para hacer qué? -preguntó Vianello, no menos deseoso que Brunetti de eludir el otro tema.

– Tomar unas copas. Charlar con la clientela. Ver quién usa el teléfono. Quién contesta cuando suena.

– ¿Quiere decir alguien que no tenga pinta de policía?

Brunetti asintió.

– ¿Puccetti? -sugirió Vianello.

Brunetti movió la cabeza negativamente.

– Demasiado joven.

– Y, probablemente, demasiado limpio -convino Vianello inmediatamente.

– Pues bonito lugar debe de ser el Pinetta.

– Es la clase de sitio en el que prefiere uno llevar la pistola -dijo Vianello. Y, después de pensar un momento, apuntó con forzada indiferencia-: Parece un trabajo para Topa. -Se refería a un sargento que se había retirado hacía seis meses, después de treinta años de servicio. El verdadero nombre de Topa era Romano, pero nadie le había llamado así desde hacía más de cinco décadas, cuando era un niño regordete, como el ratoncito al que aludía el apodo. El niño creció y se convirtió en un hombre tan fornido que había que hacerle la chaqueta del uniforme a medida, pero el nombre le quedó, indeleble a pesar de su incongruencia. Nadie se había reído nunca de Topa por tener un apodo con terminación femenina. Durante sus treinta años de servicio, varias personas habían tratado de perjudicarle, pero nadie se había atrevido a reírse de su apodo.

Como Brunetti no contestara, Vianello levantó la mirada y la desvió rápidamente.

– Ya sé lo que piensa usted de él, comisario. -Y, antes de que Brunetti pudiera hacer un comentario, dijo-: En realidad, no sería trabajo. Por lo menos, oficialmente. Sería sólo un favor que le hacía a usted.

– ¿Yendo al Pinetta?

Vianello asintió.

– No me gusta -dijo Brunetti.

– Sería sólo un jubilado que entra en un bar a tomar una copa, o quizá a jugar una partida de cartas. -Ante el silencio de Brunetti, Vianello prosiguió-: Un policía retirado puede entrar en un bar a jugar una partida si le apetece, ¿no?

– Eso es lo que no sé -dijo Brunetti.

– ¿El qué?

– Si le apetece. -Era evidente que ninguno de los dos deseaba o veía la utilidad de mencionar la razón del retiro anticipado de Topa. Hacía un año, Topa había arrestado a un joven de veintitrés años, hijo de un consejero municipal, por abusos a una niña de ocho años. El arresto tuvo lugar por la noche, en el domicilio del joven, y cuando el sospechoso llegó a la questura tenía fracturados un brazo y el tabique nasal. Topa dijo que el joven le había atacado en un intento de fuga, pero el joven afirmó que Topa había parado el coche camino de la questura, le había metido en un callejón y le había golpeado.

El policía que estaba de guardia en la questura trató en vano de describir la mirada que Topa lanzó al sospechoso cuando éste empezó a contar esta historia. El joven no la repitió, ni presentó denuncia. No obstante, al cabo de una semana, del despacho del vicequestore Patta partió la consigna de que al sargento Topa le había llegado la hora del retiro, y éste la acató, perdiendo con ello una parte de la pensión. El joven fue sentenciado a dos años de arresto domiciliario. Topa, que tenía una nieta de siete años, nunca dijo ni una palabra del arresto, de su retiro ni de las circunstancias que lo rodearon.

Sin darse por enterado de la mirada de Brunetti, Vianello preguntó:

– ¿Quiere que le llame?

Brunetti vaciló antes de decir, a regañadientes:

– De acuerdo.

Vianello se guardó bien de sonreír.

– No llega del trabajo hasta las ocho. Lo llamaré entonces.

– ¿Trabajo? -preguntó Brunetti, a sabiendas de que no debía preguntar. La ley prohibía trabajar a los jubilados, que, si la contravenían, se exponían a perder la pensión.

– Trabajo -repitió Vianello lacónicamente, levantándose-. ¿Desea algo más, comisario?

Brunetti recordó que Topa había sido compañero de Vianello durante más de siete años y que el sargento quiso marcharse cuando Topa fue obligado a retirarse y sólo la enérgica intervención de Brunetti lo disuadió. Topa nunca había parecido a Brunetti la clase de persona que mereciera sacrificios heroicos.

– No, nada más. Al bajar, ¿querrá pedir a la signorina Elettra que pregunte a los de la SIP si pueden darle la lista de las llamadas locales de Trevisan?

– El Pinetta no es un sitio al que llame normalmente un abogado especializado en derecho internacional -comentó Vianello.

Tampoco parecía un sitio al que tuviera que llamar un prestigioso gestor de patrimonios, pero Brunetti se reservó la opinión.

– Las listas nos lo dirán -dijo llanamente. Vianello esperó un momento y, en vista de que su superior no añadía nada, bajó a su despacho, dejando a Brunetti especulando sobre las razones por las que relevantes y prósperos ciudadanos llamaban a teléfonos públicos, especialmente de un local tan dudoso como el bar Pinetta.

13

Aquella noche, la cena de los tres estuvo animada -Brunetti no podía encontrar una palabra más suave- por una encendida polémica entre Chiara y Paola, que estalló cuando la niña dijo a su padre que, al salir del colegio, había ido a hacer los deberes de matemáticas a casa de la chica que era la mejor amiga de Francesca Trevisan.

Antes de que Chiara pudiera decir más, Paola dio una palmada en la mesa.

– En mi casa no quiero espías -gritó a su hija.

– Yo no soy espía -respondió Chiara ásperamente-. Yo trabajo para la policía -y dirigiéndose a su padre-: ¿Verdad, papá?

Brunetti, haciendo como si no la hubiera oído, alargó la mano hacia la botella de Pinot Noir casi vacía.

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