– Sí -convino Topa.
Brunetti encendió la luz y, sin quitarse la gabardina, para dar a entender que no tenía mucho tiempo que dedicar a este asunto, se sentó detrás de su mesa.
Topa se sentó en una silla situada a la izquierda.
– ¿Y bien? -preguntó Brunetti.
– Vianello me llamó para pedirme que fuera a echar un vistazo a ese bar, el Pinetta. Había oído hablar de él, pero nunca había estado allí. No me gustaba lo que decían de ese sitio.
– ¿Qué decían?
– Muchos negros. Y eslavos. Que son peores. -Brunetti, que estaba de acuerdo, no dijo nada.
Ante esta falta de respuesta, Topa abandonó sus comentarios sobre diferencias étnicas y prosiguió:
– He entrado y he pedido un vaso de vino. En una mesa había un par de tíos jugando a las cartas, y me he acercado a mirar. No parecía importarles. He pedido más vino y he entrado en conversación con otro individuo que estaba en el bar. Uno de los que jugaba a cartas se ha ido y yo me he sentado en su sitio y he jugado unas manos. He perdido unas mil liras, luego el hombre ha vuelto, yo me he ido otra vez al bar y he tomado otro vaso de vino. -Brunetti pensaba que Topa hubiera podido pasar una velada mucho más distraída quedándose en su casa, viendo la televisión.
– ¿Y cómo ha empezado la pelea, sargento?
– A eso iba. Al cabo de un cuarto de hora o cosa así, uno de los otros hombres se ha levantado de la mesa, y me han preguntado si quería jugar un poco más. He dicho que no, y entonces el que estaba conmigo en el bar se ha sentado a jugar varias manos. Luego, el que se había ido ha vuelto y ha tomado una copa en el bar. Nos hemos puesto a hablar y me ha preguntado si quería una mujer.
»Le he dicho que yo no necesito pagar, que hay por ahí mucho de eso gratis, y el tío me ha contestado que no sería como lo que podía proporcionarme él.
– ¿Y qué era eso?
– Ha dicho que podía conseguirme chicas, jovencitas. Yo le he contestado que prefiero a mujeres, y entonces él me ha insultado.
– ¿Qué ha dicho?
– Que le parecía que tampoco me interesaban las mujeres, y yo le he dicho que prefiero a mujeres, mujeres de verdad, a lo que él ofrecía. Y entonces se ha echado a reír y ha gritado a los que jugaban a cartas algo en una lengua que me ha parecido eslava. Ellos se han reído y entonces le he sacudido.
– Nosotros queríamos que fuera usted a buscar información, no pelea -dijo Brunetti, sin disimular su irritación.
– De mí no se ríe nadie -dijo Topa levantando la voz en aquel tono airado que Brunetti recordaba.
– ¿Cree que hablaba en serio?
– ¿Quién?
– El del bar. El que le ha ofrecido las chicas.
– No lo sé. Quizá. No parecía un proxeneta, pero con los eslavos nunca se sabe.
– ¿Lo reconocería si volviera a verlo?
– Tiene la nariz rota, no ha de ser difícil de localizar.
– ¿Está seguro? -preguntó Brunetti.
– ¿De qué?
– De eso de la nariz.
– No voy a estarlo -dijo Topa levantando la mano derecha-. He sentido cómo se partía el cartílago.
– ¿Lo reconocería en una foto?
– Sí.
– Está bien, sargento. Ahora ya es tarde para hacer algo sobre esto. Vuelva por la mañana y eche un vistazo a las fotos, a ver si lo encuentra.
– Creí que Alvise quería arrestarme.
Brunetti agitó una mano como si se espantara una mosca.
– Olvídelo.
– A mí nadie me habla como me habló ese individuo -dijo Topa, en tono amenazador.
– Mañana, sargento -dijo Brunetti.
Topa le lanzó una mirada que recordó a Brunetti el episodio de su último arresto, se levantó y salió del despacho dejando la puerta abierta. Había empezado a llover, caía una llovizna fina, la primera del invierno, pero Brunetti la sintió en la cara con agrado, sofocado como estaba por la irritación de haber tenido que soportar la desagradable compañía de Topa.
Dos días después, pero no sin que Brunetti tuviera que solicitar una orden a la juez Vantuno, la oficina en Venecia de la SIP entregó a la policía la lista de las llamadas locales hechas desde el domicilio particular y el despacho de Trevisan durante los seis meses anteriores a su muerte. Tal como esperaba Brunetti, algunas de las llamadas habían sido hechas al bar Pinetta, aunque no se apreciaba una pauta. Miró en la lista de llamadas de larga distancia las fechas de las hechas a la estación de Padua, pero ni la hora ni el día coincidían con los de las llamadas al bar de Mestre.
Brunetti dejó ambas listas encima de su mesa y las miró. En las llamadas locales, a diferencia de las de larga distancia, se indicaba la dirección de cada número y el nombre del titular, en una columna que ocupaba el lado derecho de más de treinta páginas. El comisario empezó a leer nombres y direcciones, pero al cabo de unos minutos desistió.
Con los papeles en la mano, Brunetti salió a la escalera y bajó al antedespacho que ocupaba la signorina Elettra. La mesa que estaba delante de la ventana parecía nueva, pero el jarrón de cristal de Venini era el mismo, y hoy sostenía un gran ramo de modestas y alegres margaritas amarillas.
En armonía con las flores, la signorina Elettra llevaba hoy en el cuello un pañuelo de un color cuyo secreto debía de haber sido robado a los canarios.
– Buenos días, comisario -dijo al verle entrar, obsequiándole con una sonrisa tan alegre como la de las flores.
– Buenos días, signorina -dijo él-. Tengo una consulta para ustedes dos -y señalaba con el mentón el ordenador, la otra mitad del equipo.
– ¿Sobre eso? -preguntó ella, mirando las hojas de la SIP que él traía en la mano.
– Sí; la lista de las llamadas de Trevisan. Finalmente -agregó, sin ocultar la irritación que le producía haber desperdiciado tanto tiempo esperando conseguir la información por los conductos oficiales.
– Si le corría prisa, debió advertírmelo, comisario.
– ¿Algún amigo en la SIP? -preguntó Brunetti, a quien ya no sorprendía el vasto alcance de los contactos de la signorina Elettra.
– Giorgio -dijo ella sin más.
– ¿Usted cree que podría…? -empezó Brunetti.
Con una sonrisa, ella alargó la mano.
Él le entregó los papeles.
– Necesito que pongan estos números por orden de frecuencia de las llamadas.
Ella hizo una anotación en el bloc que tenía encima de la mesa y sonrió indicando que eso era juego de niños.
– ¿Algo más?
– Sí; cuántos de estos teléfonos están en lugares públicos, bares, restaurantes, cabinas.
Ella volvió a sonreír con la misma expresión.
– ¿Eso es todo?
– No; deseo saber cuál es el número de la persona que lo mató. -Si esperaba que ella hiciera otra anotación, se vio defraudado-. Pero supongo que eso no lo conseguirá -agregó Brunetti con una sonrisa, para indicar que no hablaba en serio.
– Eso no creo que podamos encontrarlo, pero quizá esté aquí -apuntó ella agitando los papeles. Probablemente, pensó Brunetti.
– ¿Cuánto tardará? -preguntó él, refiriéndose a días.
La signorina Elettra miró su reloj y luego pellizcó el borde de las hojas, para calcular su número.
– Si Giorgio está hoy en su despacho, podría tenerlo esta tarde.
– ¿Cómo? -exclamó Brunetti, a quien la sorpresa impidió formular la pregunta con más calma.
– He hecho instalar un módem en el teléfono del vice questore -dijo ella señalando la cajita metálica que tenía encima de la mesa, a unos centímetros del teléfono. Brunetti vio unos cables que iban de la caja al ordenador-. Lo único que tiene que hacer Giorgio es introducir la información, programarla de manera que ordene las llamadas según su incidencia y enviarla directamente a mi impresora. -Hizo una pausa-. Y tendremos las llamadas ordenadas por frecuencia, cada una con la fecha y la hora. ¿Quiere saber también la duración? -Se quedó esperando su respuesta, con la punta del bolígrafo apoyada en el bloc.
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