– ¿No es verdad, papá? -insistió Chiara.
– Si trabajas o no para la policía es lo de menos -sentenció su madre-. Lo que está claro es que no puedes dedicarte a sonsacar a tus amigas.
– Pero papá siempre está sacándoles información a sus amigos. ¿Significa eso que es un espía?
Brunetti tomó un sorbo de vino mientras observaba a su mujer por encima del vaso y esperaba su respuesta con curiosidad.
Paola dijo entonces a Chiara, mirándolo a él:
– Lo que importa no es si les saca información a sus amigos sino que, cuando les pregunta, ellos saben quién es y por qué pregunta.
– Pues mis amigas saben quién soy y tendrían que figurarse por qué pregunto -insistió Chiara poniéndose colorada lentamente.
– No es lo mismo, y tú lo sabes -zanjó Paola.
Chiara murmuró entre dientes algo que sonó a Brunetti como «Lo es», pero ella tenía la cabeza inclinada sobre el plato vacío, y no podía estar seguro.
Paola dijo entonces a Brunetti:
– Guido, ¿harías el favor de tratar de explicar a tu hija la diferencia? -En el calor de la discusión, Paola, al igual que un roedor negligente, solía renunciar a todo derecho de maternidad, adjudicando al padre la plena responsabilidad de la cría.
– Tiene razón tu madre -dijo él-. Cuando yo interrogo a la gente, ellos me contestan sabiendo que soy policía. Comprenden que lo que me digan puede comprometerles, y eso les permite ser precavidos, si quieren.
– ¿Y nunca lías a nadie? -preguntó Chiara-. ¿Ni lo intentas? -agregó antes de que él pudiera contestar.
– Reconozco que sí -admitió él-. Pero recuerda que nada que te digan a ti tiene fuerza legal. Siempre pueden negar haberlo dicho, y entonces sería tu palabra contra la suya.
– Pero, ¿por qué iba yo a mentir?
– ¿Y por qué iban a mentir ellos? -repuso Brunetti.
– ¿Qué importa si lo que diga la gente tiene o no fuerza legal? -preguntó Paola, volviendo a la carga-. No estamos hablando de lo legalmente válido, sino de lealtad. Y, si las personas que se sientan a esta mesa me permiten usar la palabra -terminó mirándolos uno a uno-, de honor.
Chiara, según observó Brunetti, adoptó su expresión de «ya salió aquello» y se volvió hacia él en busca de apoyo moral, pero él no se lo dio.
– ¿Honor? -preguntó Chiara.
– Sí, honor -dijo Paola con una súbita calma, no menos peligrosa que su indignación-. No puedes sonsacar a tus amigas. No puedes hacerles hablar y luego utilizar contra ellas lo que te digan.
– Es que nada de lo que me dijo Susanna puede ser utilizado contra ella -protestó Chiara.
Paola cerró los ojos un momento, tomó un trozo de pan y empezó a desmenuzarlo. Era algo que solía hacer cuando estaba disgustada.
– Chiara, el uso que se haga o deje de hacerse de lo que ella te haya dicho es lo de menos. Lo que no se puede -empezó y luego recalcó-, lo que no se puede es inducir a una amiga a que nos cuente algo cuando estamos a solas y luego dar media vuelta y repetir la información o utilizarla con una finalidad que ella desconocía. Eso se llama abuso de confianza.
– Haces que parezca un delito -dijo Chiara.
– Es peor que un delito -repuso Paola-. Está mal.
– ¿Y no está mal el delito? -preguntó Brunetti, desde la grada.
Ella saltó.
– Guido, si mal no recuerdo, hace una semana tuvimos en casa a tres fontaneros, durante dos días. ¿Tienes el ricevuto fiscale de ese trabajo? ¿Tienes alguna prueba de que el dinero que pagamos será declarado y que se pagarán sobre él los impuestos correspondientes? -Él no decía nada y su mujer insistió-: ¿La tienes? -Se mantuvo el silencio-. Eso es un delito, Guido, un delito, pero te desafío a ti y a cualquiera de este asqueroso gobierno de cerdos y ladrones que tenemos a que me diga que eso está mal.
Él fue a tomar la botella, pero estaba vacía.
– ¿Quieres más? -preguntó Paola, y él sabía que no se refería al vino. No le apetecía oír más, pero Paola se había encaramado a la tribuna, y la experiencia había enseñado a Brunetti que no se bajaría hasta que hubiera dicho todo lo que tenía que decir. Sólo sentía que se hubiera terminado el vino.
Por el rabillo del ojo vio a Chiara levantarse e ir al armario. Al cabo de un momento, volvió con dos vasitos y una botella de grappa, que le acercó en silencio. Su madre podía llamarla lo que quisiera -traidora, espía, monstruo- pero para él era un ángel.
Brunetti vio que Paola miraba fijamente a Chiara y se alegró al observar que la expresión de sus ojos se suavizaba, aunque sólo momentáneamente. Se sirvió un vasito de grappa, tomó un sorbo y suspiró.
Paola extendió el brazo y tomó la botella. Se sirvió un poco y lo probó. La tregua se mantenía.
– Chiara -dijo-, no quería gritarte.
– Pues has gritado -respondió su hija, siempre literal.
– Ya lo sé, y lo siento. -Paola tomó otro sorbo-. Es que, ¿sabes?, esas cosas son muy importantes para mí.
– Es por todos esos libros, ¿verdad? -preguntó Chiara con sencillez, dando a entender que la actividad de su madre de profesora de Literatura Inglesa había tenido un efecto pernicioso en su desarrollo moral.
Sus padres buscaron en su voz una nota de sarcasmo o desdén, pero no había más que un sincero deseo de información.
– Seguramente -reconoció Paola-. Los que escribieron esos libros sabían mucho de honor, y para ellos era muy importante. -Hizo una pausa, pensando en lo que acababa de decir-. Pero no era importante sólo para ellos, los escritores, la sociedad toda creía en la importancia del honor, el buen nombre de una persona, la palabra empeñada.
– Yo creo que esas cosas son importantes, mamma -dijo Chiara y en este momento parecía mucho más joven de lo que era.
– Ya sé que lo crees. Y yo también, y Raffi. Y tu padre. Pero nuestro mundo, no, ya no.
– ¿Por eso te gustan tanto esos libros, mamma ?
Paola sonrió y, pensó Brunetti, bajó de la tribuna antes de contestar.
– Supongo que sí, cara. Además, gracias a ellos tengo un empleo en la universidad.
Desde hacía más de dos décadas, el pragmatismo de Brunetti había chocado contra las diversas formas del idealismo de Paola, por lo que estaba seguro de que «esos libros» representaban para ella mucho más que un empleo.
– ¿Tienes muchos deberes esta noche, Chiara? -preguntó Brunetti, pensando que después, o al día siguiente por la mañana, podría preguntar a su hija qué había averiguado por la amiga de Francesca. Chiara, dándose por despedida, dijo que, en efecto, los tenía y se fue a su habitación, dejando que sus padres siguieran hablando del honor, si querían.
– No pensé que se tomara tan en serio mi ofrecimiento, Paola, ni que empezara a preguntar a unos y otros -dijo Brunetti a modo de explicación y, en cierta medida, disculpa.
– No me importa que consiga la información -dijo Paola-. Lo que no me gusta es la forma en que la consiguió. -Tomó otro sorbo de grappa -. ¿Crees que ha comprendido lo que quería decirle?
– Creo que comprende todo lo que decimos -respondió Brunetti-. No sé si está de acuerdo con todo ello, pero desde luego lo entiende. -Volviendo a lo que ella había dicho antes, preguntó-: ¿Qué otros ejemplos pondrías de cosas que son delito pero no están mal hechas?
Ella hizo girar el vasito entre las palmas de las manos.
– Es muy fácil responder a eso -dijo-, especialmente con las leyes demenciales de este país. Lo que ya es más difícil es decir cuáles son las cosas que están mal hechas pero no son delito.
– ¿Por ejemplo?
– Dejar a los niños ver televisión -rió ella, cansada ya del tema.
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