– Sí. ¿Y cree que podríamos conseguir una lista de las llamadas hechas desde el teléfono público del bar de Mestre?
Ella asintió, pero no dijo nada, ocupada en escribir.
– ¿Esta tarde? -preguntó Brunetti.
– Si está Giorgio, desde luego.
Cuando Brunetti se alejó, ella descolgaba el teléfono, seguramente para llamar a Giorgio y, juntos y con ayuda de la cajita rectangular conectada al ordenador, romper todas las barreras que la SIP hubiera puesto delante de sus archivos, desentendiéndose de las leyes que determinan la información de la que se puede disponer sin una orden judicial.
De vuelta en su despacho, Brunetti redactó un breve informe para Patta, dando cuenta de las pesquisas realizadas y de los planes para los días sucesivos. En la primera parte había mucha frustración y en la segunda, inventiva y optimismo a partes iguales, con lo que confiaba en contentar a Patta momentáneamente. Hecho esto, llamó por teléfono a Ubaldo Lotto y le pidió una entrevista para aquella tarde, aduciendo que necesitaba información acerca de los asuntos profesionales de Trevisan. Después de titubear y de insistir en que él no sabía nada de los asuntos del bufete, ya que él se limitaba a llevar las cuentas, a regañadientes, Lotto le dijo que fuera a su despacho a las cinco y media.
Las oficinas de Lotto estaban en el mismo edificio y la misma planta que el bufete de Trevisan, en la Via XXI Marzo, encima de la Banca Commerciale d'Italia, la mejor zona comercial de Venecia. Brunetti se presentó minutos antes de las cinco y media y fue conducido a un despacho en el que la actividad y la eficacia eran tan evidentes que llegaban a resultar convencionales: la clase de despacho que montaría un joven y brillante realizador de televisión para escenario de una película acerca de un joven y brillante financiero. En una sala del tamaño de media pista de tenis había ocho mesas, cada una con su ordenador, ocupadas por cinco chicos y tres chicas. A Brunetti le llamó la atención que ninguno de ellos se dignara mirarlo mientras él pasaba junto a las mesas, siguiendo al recepcionista.
El joven se paró delante de una puerta, dio dos golpes con los nudillos y, sin esperar respuesta, la abrió y la sostuvo para que entrara el comisario. Brunetti vio a Lotto trastear en el interior de un armario alto situado en la pared del fondo. Al oír cerrarse la puerta a su espalda, el comisario se volvió para ver si el joven había entrado también en el despacho. No era así. Cuando miró otra vez hacia adelante vio que Lotto se había apartado del armario con una botella de vermut dulce en la mano derecha y dos vasos en la izquierda.
– ¿Desea beber algo, comisario? -preguntó-. A esta hora, yo acostumbro a tomar una copa.
– Muchas gracias -dijo Brunetti, que aborrecía las bebidas dulces-. Me vendrá bien. -Sonrió y Lotto, con un ademán, le invitó a ir hacia el otro extremo del despacho, donde había dos sillones, uno a cada lado de una mesa baja de patas finas.
Lotto sirvió dos tragos generosos y cruzó la habitación. Brunetti tomó uno de los vasos, dio las gracias y esperó a que su anfitrión dejara la botella en la mesita y se sentara a su vez, para levantar el vaso y brindar con su sonrisa más cordial.
– Cin cin. -El dulce líquido le resbaló por la lengua y la garganta, dejando una película viscosa. El alcohol quedaba completamente enmascarado por aquella dulzura empalagosa; era como beber aftershave con néctar de albaricoque.
Aunque lo único que se veía por las ventanas del despacho eran las ventanas de los edificios del otro lado de la calle, Brunetti dijo:
– Le felicito por la oficina. Es muy elegante.
Lotto agitó el vaso con displicencia.
– Gracias, dottore. Tratamos de transmitir una imagen de eficacia, dar a nuestros clientes la seguridad de que sus asuntos están en manos competentes que los gestionan debidamente.
– Eso debe de ser muy difícil -apuntó Brunetti.
Por la cara de Lotto cruzó una sombra, que desapareció rápidamente, llevándose consigo una parte de su sonrisa.
– Me parece que no le entiendo, comisario.
Brunetti trató de aparentar la turbación del que no domina el lenguaje y, una vez más, no ha sabido expresarse.
– Me refiero a las nuevas leyes, signor Lotto. Debe de ser muy difícil entenderlas y aplicarlas convenientemente. Desde que el nuevo gobierno cambió las disposiciones, mi gestor reconoce que a veces tiene dudas hasta para rellenar los impresos. -Tomó un sorbo de vermut, pero muy pequeño, incluso insignificante, y prosiguió-: Desde luego, no es que mis cuentas sean tan complicadas como para crear confusión, pero supongo que tendrá usted muchos clientes cuyas finanzas exijan la atención de un especialista. -Otro sorbito-. Yo de estas cosas no entiendo, claro -prosiguió y lanzó una mirada a Lotto, que parecía escuchar atentamente-. Por eso deseo hablar con usted, por si puede darme alguna información que usted estime importante sobre las finanzas del avvocato Trevisan. Era usted su apoderado, ¿verdad?
– Sí -respondió Lotto escuetamente. Y con voz neutra preguntó-: ¿Qué clase de información?
Brunetti sonrió y abrió las manos como si quisiera desprenderse de los dedos.
– Eso es lo que no sé y por eso he venido. Puesto que el avvocato Trevisan le había confiado sus asuntos financieros, he pensado que quizá usted supiera si alguno de sus clientes podía estar… ¿cómo le diría…?, descontento del signor Trevisan.
– ¿Descontento, comisario?
Brunetti se miró las rodillas como el que, una vez más, ha tropezado con el escollo de su impericia lingüística, un individuo del que Lotto podría pensar tranquilamente que no debía de ser menos inepto como policía.
Lotto dijo, rompiendo el silencio que se dilataba:
– Lo siento, pero sigo sin comprender. -Brunetti observó complacido cómo su interlocutor forzaba la nota de la sinceridad al simular confusión, ya que ello indicaba que Lotto creía estar frente a un hombre insensible a la sutileza o la complejidad.
– Verá, signor Lotto, puesto que no tenemos móvil para esta muerte… -empezó Brunetti.
– ¿No fue el robo el móvil? -interrumpió Lotto alzando las cejas.
– No se llevaron nada.
– ¿No es posible que el ladrón huyera al oír acercarse a alguien?
Brunetti otorgó a esta sugerencia la atención que hubiera merecido si nadie la hubiera formulado antes, que era lo que él deseaba que Lotto creyera.
– Es posible, supongo -dijo Brunetti, como si hablara a un igual. Asintió, sopesando esta nueva posibilidad. Después, con machacona insistencia, volvió a la primera idea-. ¿Y si no fuera así? ¿Y si se tratara de un asesinato premeditado? En tal caso, el móvil podría estar en su vida profesional. -Brunetti se preguntaba si Lotto cortaría la lenta deriva de su pensamiento antes de que llegara a la siguiente posibilidad: que el móvil radicara en la vida privada de Trevisan.
– ¿Insinúa que esto pudo hacerlo un cliente? -preguntó Lotto con la voz impregnada de incredulidad. Estaba claro que este policía no sabía con qué clase de clientes trabajaba un hombre como Trevisan.
– Comprendo que la probabilidad es remota -dijo Brunetti con una sonrisa que él quería nerviosa-. Pero es posible que, en su calidad de abogado, el signor Trevisan estuviera en posesión de información peligrosa.
– ¿Sobre uno de sus clientes? ¿Eso es lo que quiere decir, comisario? -El asombro que Lotto imprimió en su voz indicaba lo seguro que estaba de su habilidad para manejar a este policía.
– Sí.
– Imposible.
Brunetti hizo asomar a sus labios otra media sonrisa.
– Parece inverosímil, lo comprendo, pero aun así, aunque sólo sea para descartar esta posibilidad, necesitamos ver una lista de los clientes del signor Trevisan, y he pensado que usted, como apoderado suyo, podría facilitárnosla.
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