– Havers -dijo Lynley con tranquilidad-. No se exceda.
Estaba apelando a la jerarquía. Barbara comprendió la advertencia. Sabía que debía ceder, pero no podía hacerlo en un momento en que la razón estaba de su parte.
– ¿Qué le dijo para convencerle de su inocencia, inspector? ¿Qué papá y él fueron compañeros de universidad en Eton? ¿Que le gustaría verle más por el club de Londres? ¿O, mejor aún, que destruir pruebas no tuvo nada que ver con el asesinato y que puede confiar en que le está diciendo la verdad, porque es una persona muy noble, como usted?
– El asunto no termina ahí -dijo Lynley-. Y no estoy dispuesto a discutirlo…
– ¿Con gente como yo? ¡Qué estupidez!
– Déjese de resquemores y tal vez descubrirá que es una persona en quien se puede confiar -le espetó Lynley. Giró sobre sus talones y se quedó inmóvil.
Barbara sabía que él se había arrepentido enseguida de su arrebato. Ella le había provocado, empujado a que se encolerizara, como devolviéndole la humillación de antes, cuando la había hecho salir de la sala de estar. Ahora, sin embargo, comprendía lo poco que había avanzado en su estima con este tipo de comportamiento manipulador.
– Lo siento -dijo al cabo de un momento, apesadumbrada-. Perdí los estribos, inspector. Me he excedido. Una vez más.
Lynley tardó un poco en responder. Estaban de pie en la escalera, atrapados por una tensión que parecía dolorosamente inmutable, cada uno inmerso en un misterio diferente. Lynley dio la impresión de sobreponerse con un gran esfuerzo.
– Se hace un arresto en virtud de pruebas, Barbara.
Ella asintió, agotada.
– Lo sé, señor, pero pienso… -Él no querría oírlo.
La odiaría, pero Barbara se arriesgó -Pienso que hace caso omiso de lo obvio para ir directamente hacia Davies-Jones, no en virtud de las pruebas, sino en virtud de otra cosa que… quizá no se atreve a admitir.
– Ése no es el caso -replicó Lynley, y continuó subiendo las escaleras.
Al llegar al final, Barbara le fue indicando a quiénes correspondían las habitaciones a medida que pasaban delante de ellas, la de Gabriel era la más próxima a la escalera posterior, después venía la de Vinney, la de Elizabeth Rintoul y la de Irene Sinclair. Frente a esta última se encontraba la de Rhys Davies-Jones, donde el corredor oeste doblaba a la derecha, se ensanchaba y conducía al cuerpo principal de la casa. Todas las puertas de aquella zona estaban cerradas con llave y mientras caminaban por el pasillo, en cuyas paredes colgaban cuadros que plasmaban varias generaciones de ceñudos antepasados Gerrard, y candelabros delicadamente trabajados que arrojaban a intervalos semicírculos de luz sobre los pálidos muros, St. James salió a su encuentro, tendiendo a Lynley una bolsa de plástico.
– Helen y yo encontramos esto metido en una de las botas que hay abajo -dijo-. David Sydeham afirma que es suyo.
David Sydeham no parecía la clase de hombre con el que una mujer de la fama y reputación de Joanna Ellacourt pudiera seguir casada tras casi dos décadas. Lynley conocía la versión romántica de su relación, la típica bobada sentimental que la prensa amarilla proporcionaba a sus fieles para que la leyeran durante los descansos. La historia de cómo un agente teatral de veintinueve años, procedente del interior del país e hijo de un clérigo, sin otras virtudes que una buena presencia y una fe inquebrantable en sí mismo, había descubierto a una muchacha de Nottingham de diecinueve años interpretando a una Celia de cabello revuelto en un teatro de mala muerte; cómo la había persuadido de que probara suerte con él, rescatándola del sombrío entorno de la clase obrera en que había nacido; cómo le había facilitado lecciones de arte dramático y declamación; cómo había mimado su carrera paso a paso hasta que se transformó, como él sabía desde hacía mucho tiempo, en la actriz más solicitada del país.
Veinte años después, Sydeham todavía se conservaba apuesto y sensual, pero se trataba de una apostura deteriorada y de una sensualidad dilapidada demasiado a menudo, con desafortunadas consecuencias. Su piel mostraba incipientes señales de disipación. Afloraba un exceso de papada bajo la barbilla y una marcada hinchazón en las manos y la cara. Sydeham no había tenido oportunidad de afeitarse por la mañana, al igual que los demás hombres presentes en Westerbrae, y por este motivo aún parecía más ajado. Una barba crecida ensombrecía su cara, acentuando las ojeras que asomaban bajo sus ojos de espesos párpados. No obstante, se había vestido con un notable instinto para ofrecer su mejor aspecto. Aunque tenía el cuerpo de un toro, lo embutía en una chaqueta, camisa y pantalones cortados, sin duda alguna, a su medida. Proclamaban la abundancia de dinero, así como el reloj de pulsera y el anillo de sello, que destelló a la luz del fuego cuando tomó asiento en la sala de estar. Lynley observó que no elegía una silla de respaldo duro, sino una confortable butaca protegida por las penumbras de la periferia.
– Creo que no acabo de entender muy bien cuál era su función aquí este fin de semana-dijo Lynley mientras la sargento Havers cerraba la puerta y se sentaba a la mesa.
– ¿No será mi función en general? -el rostro de Sydeham no se había alterado un ápice.
Era un punto interesante.
– Como quiera.
– Me ocupo de la carrera de mi esposa. Reviso sus contratos, tomo nota de sus compromisos, evito que le molesten cuando está sometida a mucha presión. Leo sus libretos, le ayudo con los diálogos, administro su dinero -Sydeham pareció percibir un cambio en la expresión de Lynley-. Sí, administro su dinero -repitió-. Lo invierto. Soy un mantenido, inspector -acompañó este último comentario con una sonrisa carente de todo humor. Parecía bastante susceptible en lo concerniente a las desigualdades superficiales de la relación con su esposa.
– ¿Conocía bien a Joy Sinclair?
– ¿Quiere decir que si la maté? Conocí a esa mujer a las siete y media. A Joanna no le gustaban nada los cambios introducidos por Joy en la obra. Generalmente, negocio las mejoras con los autores. No los mato si no me gusta lo que han escrito.
– ¿Por qué no le gustaba a su esposa el libreto?
– Joanna había sospechado desde el primer momento que Joy intentaba crear un vehículo para el regreso de su hermana a los escenarios. A expensas de Joanna. El nombre de Joanna atraería a crítica y público, pero la interpretación de Irene Sinclair se destacaría en primer plano. Ése era el temor de Jo. Cuando vio el libreto revisado, concluyó rápidamente que lo peor se había confirmado -Sydeham se encogió poco a poco de hombros, alzando al mismo tiempo los brazos, al estilo gales-. Yo… Tuvimos una seria discusión sobre el tema después de la lectura.
– ¿Qué clase de discusión?
– La clase de discusión que tienen todos los matrimonios. El típico mira en lo que me has metido. Joanna estaba decidida a no seguir con la obra.
– El problema ha sido solucionado de forma muy satisfactoria para ella, ¿verdad? -señaló Lynley.
Sydeham arrugó la nariz.
– Mi esposa no mató a Joy Sinclair, inspector. Ni yo tampoco. Matar a Joy no habría puesto fin a nuestro problema real -desvió la vista bruscamente de Lynley y Havers, clavando la mirada en la fila de fotografías con marco de plata dispuestas sobre la mesa situada bajo la ventana de la sala de estar.
Lynley comprendió que el comentario era un cebo y decidió tragarlo.
– ¿Su problema real?
Sydeham volvió la cabeza hacia ellos.
– Robert Gabriel -dijo con amargura-. Robert Follador Gabriel.
Lynley había aprendido años antes que en un interrogatorio el silencio es una herramienta tan útil como una pregunta formulada. La tensión que casi siempre se producía a continuación era una forma de dependencia, una de las pocas ventajas de portar una credencial de la policía. Por tanto, no dijo nada, dejando que Sydeham se abandonara a más revelaciones. Lo que hizo casi de inmediato.
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