– Eso sucedió hace diez años. ¿Por qué esperó tanto tiempo para vengarse?
– ¿Quién era Joy Sinclair hace diez años? ¿Cómo habría podido vengarse entonces, cuando era una mujer de veinticinco que iniciaba su carrera? ¿Quién la habría creído? No era nadie, pero ahora, una autora galardonada, con fama de ser puntillosa… Ahora contaría con un público que la escuchara. Actuó con enorme inteligencia, escribiendo una obra en Londres pero trayendo otra diferente a Westerbrae. Nadie se enteró hasta que empezamos a leerla anoche, con un periodista presente para tomar nota de los detalles más escabrosos. No se llegó tan lejos como Joy deseaba, desde luego. La reacción de Francesca interrumpió la lectura antes de que asomaran a la luz los peores detalles de nuestra sórdida saga familiar. Y ahora, también la obra se ha interrumpido para siempre.
La resuelta indicación de culpabilidad que contenían las palabras del hombre asombró a Lynley. ¿Comprendía Stinhurst hasta qué punto le denigraban?
– Comprenderá que al quemar esos libretos se ha perjudicado muchísimo -dijo.
La mirada de Stinhurst vagó por el fuego durante unos momentos. Una sombra resbaló sobre su frente y oscureció su mejilla.
– Ya no hay nada que hacer, Thomas. Tenía que proteger a Marguerite y a Elizabeth. Les debía eso, al menos. En especial a Elizabeth. Son mi familia -sus ojos rebosantes de dolor se clavaron en los de Lynley-. Pensaba que ibas a comprender más que nadie lo que una familia significa para un hombre.
Lo peor era que lo comprendía. Por completo.
Por primera vez, Lynley se fijó en el papel Briar Rose que cubría las paredes de la sala de estar. Era el mismo papel que cubría el cuarto de su madre en Howenstow, el mismo papel que sin duda cubría las paredes de habitaciones, saloncitos y salones de incontables mansiones esparcidas por todo el país. Databa de la última época victoriana y tenía humorísticos dibujos de rosas amarillas combatiendo con hojas que, por obra del humo y el tiempo, se veían más grises que verdes.
Sin necesidad de mirarla, Lynley habría podido cerrar los ojos y describir el resto de la habitación, de tan parecida a la de su madre en Cornualles: una chimenea de hierro, mármol y roble, dos piezas de porcelana en cada extremo de la repisa, un reloj largo y estrecho de nogal en una esquina, una pequeña vitrina de libros especialmente apreciados. Y siempre las fotografías, sobre una mesa de caoba centrada en el alféizar de la ventana.
Incluso en ellas advertía las similitudes. La historia gráfica de ambas familias era, en verdad, muy genérica.
Por lo tanto, comprendía. Dios, cómo comprendía. Los intereses de la familia, la obligación y la devoción por haber nacido con una mezcla específica de sangre en las venas, habían obsesionado a Lynley durante la mayor parte de sus treinta y cuatro años. Los lazos de la sangre le constreñían, coartaban sus deseos; le encadenaban a la tradición y exigían su adhesión a una forma de vida claustrofóbica. Pero no había escapatoria. Pues aunque se renunciara a los títulos y a la tierra, nunca se podía renunciar a las raíces. Nunca se podía renunciar a la sangre.
El comedor de Westerbrae ofrecía el tipo de iluminación capaz de rejuvenecer diez años a cualquiera. Tal efecto se conseguía mediante los focos de luz adosados a las paredes, complementados con candelabros distribuidos a igual distancia sobre la pulida superficie de la larga mesa de caoba. Barbara Havers se hallaba de pie en un extremo, examinando el plano del inspector Macaskin, que tenía desplegado frente a ella. Lo comparaba con sus notas, los ojos irritados por el humo del cigarrillo que sostenía entre los labios y cuya ceniza se alargaba asombrosamente, como si intentara batir un récord mundial. Cerca, silbando Memories con la convicción apasionada que habría enorgullecido a Betty Buckley, uno de los técnicos de Macaskin trataba de descubrir huellas en el círculo decorativo de dagas escocesas que colgaban en la pared sobre el bufete. Pertenecían a una panoplia más grande de alabardas, mosquetes y hachas de Lochaber, todas armas potencialmente mortíferas.
Mientras contemplaba con ojos estrábicos el plano, Barbara intentaba conciliar lo que Gowan Kilbride le había contado con lo que ella deseaba creer sobre los detalles del caso. No le resultaba fácil. Exigía demasiado a su credulidad. Se sintió aliviada cuando el sonido de unos pasos en el vestíbulo le dio una excusa para dedicar su atención a otra cosa.
Levantó la vista, y la ceniza del cigarrillo cayó sobre la pechera de su jersey de cuello cisne. Se la sacudió, irritada, dejando una mancha gris que recordaba la huella de un pulgar.
Lynley entró. Pasó junto al técnico y señaló otra puerta más alejada con un movimiento de cabeza. Barbara tomó su cuaderno y le siguió, atravesando el cálido comedor y la habitación de la vajilla, hasta la cocina, perfumada por el olor de la carne sazonada con romero y los tomates al horno preparados con algún tipo de salsa. Una mujer muy ocupada trajinaba ante una mesa central, cortando patatas en láminas muy finas con un cuchillo de aspecto temible. Vestía de blanco de pies a cabeza y, de hecho, parecía más un científico que una cocinera.
– La gente ha de cenar -explicó secamente cuando vio a Barbara y Lynley, aunque esgrimía el instrumento como dispuesta a vender cara su vida.
Barbara oyó que Lynley murmuraba una respuesta culinaria apropiada antes de seguir caminando, guiándola hacia una puerta situada en el extremo opuesto de la cocina. Un breve tramo de tres peldaños descendía hasta la trascocina. Se trataba de una habitación angosta y muy poco iluminada, si bien combinaba las virtudes de la intimidad y el calor, emanado de una vieja y enorme caldera que resollaba ruidosamente en una esquina y derramaba agua rojiza sobre el suelo de baldosas resquebrajadas. La atmósfera recordaba a la de un baño turco, enriquecida con un efluvio casi imperceptible de moho y madera húmeda. Detrás de la caldera, la escalera trasera conducía al piso superior de la casa.
– ¿Qué han dicho de interesante Gowan y Mary Agnes? -preguntó Lynley en cuanto cerró la puerta.
Barbara se acercó al fregadero, apagó el cigarrillo bajo el grifo y lo tiró a la basura. Se apartó el corto cabello castaño de las orejas y se entretuvo en sacarse un trozo de tabaco de la lengua antes de dedicar su atención al cuaderno de notas. Estaba disgustada con Lynley y preocupada por el hecho de que todavía no comprendía la causa. No sabía si era por expulsarla de la sala de estar o por la presumible reacción que provocarían sus notas. Fuera cual fuese el origen de su irritación, era como una astilla clavada en la piel, que le dolería hasta extraerla.
– Gowan -anunció, apoyándose contra la encimera de madera combada. La habían lavado hacía poco, y la humedad se filtró a través de sus ropas. Cambió de sitio-. Parece que tuvo una desagradable reyerta con Gabriel en la biblioteca antes de que nos encontráramos. Cabe la posibilidad de que eso haya dado alas a su lengua.
– ¿Qué clase de reyerta?
– Una rápida pendencia de la que nuestro delicado señor Gabriel salió malparado. Gowan hizo lo imposible para informarme cumplidamente, así como de la discusión que oyó sin querer ayer por la tarde entre Gabriel y Joy Sinclair. Parece que habían tenido un lío, y Gabriel estaba empeñado en que Joy le dijera a su ex esposa, Irene Sinclair, o sea, la hermana de Joy, que sólo se habían ido a la cama una vez.
– ¿Por qué?
– Tengo la impresión de que Robert Gabriel desea que Irene Sinclair vuelva con él, y pensaba que Joy podría contribuir a la reconciliación si le decía a Irene que lo suyo se limitó a un solo encuentro. Pero Joy se negó. Dijo que no quería mentir.
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