Elizabeth George - Por el bien de Elena

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Por el bien de Elena: краткое содержание, описание и аннотация

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Una joven estudiante, hija de un profesor universitario, se convierte en el eje de una compleja trama. Las equívocas relaciones que Elena Weaver mantiene con sus amigos y amantes despiertan un abanico de oscuros sentimientos: celos, obsesión, amor, pasión, envidia. Un profesor casado la acosa sexualmente, un joven sordo le profesa devoción, un especialista en Shakespeare la persigue, la primera esposa y la joven amante del profesor Weaver le guardan rencor… La muerte de Elena, asesinada mientras hacía footing una neblinosa mañana, tal vez solo fue la consecuencia inevitable de la extraña atracción que ejercía en hombres y mujeres. Ambientada en Cambridge, esta novela radiografía las inextricables facetas emocionales que solapadamente marcan el destino de las personas.

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Las ventanas estaban cerradas contra la niebla y el aire, y una estufa eléctrica sumada al radiador dotaba al dormitorio de una atmósfera claustrofóbica. La gran cama de su hermana estaba colocada entre las ventanas cerradas, y Penélope, cuyo aspecto era macilento pese a la cálida luz que derramaba la lámpara de la mesilla, apretaba al bebé contra su pecho hinchado. Lady Helen pronunció su nombre, pero ella siguió con la cabeza apoyada en la cabecera, los ojos cerrados, los labios apretados en un rictus de dolor. Su cara estaba cubierta de sudor, que formaba riachuelos desde las sienes a la barbilla, resbalaba y formaba nuevos riachuelos sobre su pecho desnudo. Mientras lady Helen la contemplaba, una única lágrima, inusitadamente grande, resbaló por la mejilla de su hermana. No la secó. Ni siquiera abrió los ojos.

Lady Helen se sintió frustrada por su inutilidad, y no por primera vez. Había visto el estado de los pechos de su hermana, de pezones agrietados y sangrantes; la había oído gritar cuando exprimía la leche. Sin embargo, conocía a Penélope lo suficiente para saber que nada de lo que ella dijera conseguiría apartarla de su resolución. Daría de mamar a esta niña hasta el sexto mes, costara lo que costara. La maternidad se había convertido en un punto de honor, un propósito que no pensaba abandonar.

Lady Helen se acercó a la cama y miró al bebé. Reparó en que, por primera vez, Pen no lo abrazaba, sino que había acomodado a la niña sobre una almohada, a la cual se aferraba, apretando la cabeza del bebé contra el pecho. La niña chupaba. Pen siguió llorando en silencio.

No había salido del cuarto en todo el día. Ayer, había logrado permanecer diez inquietos minutos en la sala de estar, asediada por los gemelos, mientras lady Helen cambiaba las sábanas de su cama, pero hoy se había atrincherado tras la puerta cerrada, y solo se movía cuando lady Helen le llevaba la niña a las horas de mamar. A veces, leía. A veces, se sentaba en una silla junto a la ventana. Casi todo el rato lloraba.

Aunque el bebé tenía ya un mes, ni Pen ni su marido habían dado nombre a la niña, a la cual se referían como «la niña» o «ella». Era como si negarle el nombre dotara a su presencia de una cualidad menos permanente. Si carecía de nombre, no existía. Si no existía, no la habían creado. Si no la habían creado, no se veían obligados a examinar el hecho de que el amor, deseo o devoción que los había impulsado a darle vida daba la impresión de que ya no existía.

La niña cerró los puñitos y dejó de mamar. Una fina película amarilla de leche materna mojaba su barbilla. Pen emitió un quejido entrecortado y apartó la almohada de su pecho, y lady Helen depositó a la niña sobre su hombro.

– Oí la puerta.

La voz de Pen era débil y tensa. No abrió los ojos. Su cabello, oscuro como el de sus hijos, formaba una masa lacia aplastada contra el cráneo.

– ¿Harry?

– No, no. Era Tommy. Ha venido a Cambridge por un caso.

Los ojos de su hermana se abrieron.

– ¿Tommy Lynley? ¿Para qué vino?

Lady Helen palmeó la caliente espalda de Pen.

– A decir hola, supongo.

Se acercó a la ventana. Pen se removió en la cama. Lady Helen sabía que la estaba mirando.

– ¿Cómo supo dónde encontrarte?

– Yo se lo dije, por supuesto.

– ¿Por qué? No, no contestes. Querías que viniera, ¿verdad?

La pregunta vino acompañada de un tono acusador. Lady Helen se alejó de la ventana, donde la niebla estaba recubriendo el cristal como una monstruosa telaraña. Antes de que pudiera responder, su hermana continuó.

– No te culpo, Helen. Quieres salir de aquí. Quieres volver a Londres. ¿Y quién no?

– Eso no es verdad.

– A tu piso, a tu vida y al silencio. Oh, Dios mío, lo que más echo de menos es el silencio. Y estar sola. Y tener tiempo para mí. E intimidad. -Pen se puso a llorar. Buscó una caja de pañuelos de papel entre las cremas y las pomadas que invadían la mesilla de noche-. Lo siento. Soy un desastre. No sirvo para nada.

– No digas eso, por favor. Ya sabes que no es cierto.

– Mírame. Haz el favor de fijarte en mí, Helen. No sirvo para nada. Soy una máquina de hacer niños, pero ni siquiera soy una buena madre para mis hijos. Soy una ruina, un pingajo.

– Estás deprimida, Pen. Te das cuenta, ¿verdad? Ya te pasó cuando los gemelos nacieron, y si te acuerdas…

– ¡No es cierto! Estaba bien. Perfecta y completamente.

– Ya lo has olvidado. Como olvidarás esto.

Pen ladeó la cabeza. Un sollozo estremeció su cuerpo.

– Harry ha vuelto a quedarse en Emmanuel, ¿verdad? -Volvió su cara húmeda en dirección a su hermana-. Da igual. No contestes. Sé que es así.

Era lo más parecido a un acercamiento que Pen había hecho durante aquellos nueve días. Lady Helen aprovechó la ocasión y se sentó en el borde de la cama.

– ¿Qué está pasando aquí, Pen?

– Ya ha conseguido lo que deseaba. ¿Para qué quedarse a examinar los daños?

– ¿Qué ha conseguido…? No entiendo. ¿Hay otra mujer?

Pen lanzó una amarga carcajada, reprimió un sollozo y cambió de tema.

– Sabes muy bien por qué ha venido desde Londres, Helen. No finjas ingenuidad. Sabes lo que quiere, lo que pretende conseguir. Ese es el auténtico espíritu Lynley: cargar directamente hacia el objetivo.

Lady Helen no contestó. Dejó a la hija de Pen de espaldas sobre la cama y experimentó un sentimiento de ternura al ver sus pataleos y movimientos de manos. Rodeó los diminutos dedos con uno de los suyos y se agachó para besarla. Era un milagro: diez dedos en las manos, diez en los pies, uñas en miniatura.

– Ha venido por otros motivos que resolver un asesinato, y has de estar dispuesta a rechazarle.

– Todo eso pertenece al pasado.

– No seas idiota. -Su hermana se incorporó y la aferró por la muñeca-. Escúchame, Helen. Todo te va bien. No lo eches a perder por culpa de un hombre. Expúlsale de tu vida. Te desea. Su intención es poseerte. No se rendirá hasta que le hables con claridad. De modo que hazlo.

Lady Helen sonrió de una manera que confió que fuera agradable. Cubrió la mano de su hermana con la suya.

– Pen, cariño, no estamos interpretando Tess d'Urbervilles. Tommy no está empeñado en una persecución desesperada de mi virtud. Y, aun de ser así, temo que llega… -Lanzó una alegre carcajada-. Déjame recordar… Sí, llega unos quince años tarde. Se cumplirán, exactamente, en Nochebuena. ¿Quieres que te lo cuente?

– ¡No estoy bromeando! -saltó su hermana.

Lady Helen vio, con sorpresa e impotencia, que los ojos de Pen volvían a llenarse de lágrimas.

– Pen…

– ¡No! Vives en un mundo ficticio. Rosas, champán y sábanas de raso. Hermosos bebés traídos por la cigüeña, niños adorables sentados sobre la rodilla de mamá. Nada maloliente, desagradable, doloroso o repugnante. Bien, echa un vistazo a tu alrededor si tienes la intención de casarte.

– Tommy no ha venido a Cambridge para pedirme que me case con él.

– Echa un buen vistazo, Helen, porque la vida es una mierda. Es sucia y asquerosa. Es una forma de morir, pero tú no piensas en eso. No piensas en nada.

– No eres justa.

– Oh, me atrevería a decir que piensas en tirártelo. Esa es la esperanza que has abrigado cuando le has visto esta noche. No te culpo. ¿Cómo iba a hacerlo? Dicen que es muy bueno en la cama. Conozco en Londres a una docena de mujeres, como mínimo, que estarían muy contentas de dar fe. Haz lo que quieras. Tíratelo. Cásate con él. Solo confío en que no serás tan estúpida de pensar que será por siempre fiel a ti, a tu matrimonio, o a lo que sea.

– Solo somos amigos, Pen. Amigos y punto.

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