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Donna Leon: El peor remedio

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Donna Leon El peor remedio

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Un inesperado acto de vandalismo acaba de cometerse en el frío amanecer veneciano. Una mujer impecablemente vestida ha destrozado el escaparate de una agencia de viajes como protesta ante la explotación del turismo sexual en países asiáticos… Cuando acude, el comisario Brunetti comprueba que el violento manifestante detenido en la escena del crimen no es otro que su esposa, Paola Brunetti. La crisis familiar que desencadena semejante situación somete a Brunetti a una presión extrema también en su trabajo: los jefes exigen resultados inmediatos en el esclarecimiento de un audaz robo y una muerte en extrañas circunstancias que apuntan directamente a la Mafia. El encontronazo de su vida profesional y su vida privada, ambas en la picota, y esa inexplicable conspiración por la que Paola lo ha arriesgado todo, adoptando el peor remedio posible, le conducen a una dramática encrucijada, al encontrarse ante la historia de una mujer que pasa a la acción y del entramado mundo de la explotación humana y sexual…

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La reunión no deparó sorpresas. Al principio de la segunda hora, el vicequestore Patta anunció que, para asegurarse de que no eran utilizadas para blanquear dinero, habría que pedir a las distintas organizaciones sin ánimo de lucro de la ciudad que permitieran que sus archivos fueran «accessed» por los ordenadores de la policía, momento en el que la signorina Elettra hizo un pequeño movimiento con la mano derecha, miró a Vianello que estaba enfrente, sonrió y dijo, pero muy bajito:

– Bingo.

– ¿Decía, signorina? -Hacía un rato que el vicequestore Patta había notado que allí ocurría algo que no acababa de captar.

Ella miró a su jefe, sonrió de nuevo y dijo:

– Dingo.

– ¿Dingo? -preguntó él mirándola por encima de las gafitas de media luna que se ponía para las reuniones.

– La protectora de animales. Distribuye huchas por los comercios y destina la recaudación a cuidar a los animales abandonados. Es una organización sin ánimo de lucro. También habría que llamarlos.

– ¿Seguro? -preguntó Patta, dudando de que esto fuera lo que él había oído, o lo que esperaba oír.

– No hay que olvidarlos -insistió ella.

Patta volvió a mirar los papeles que tenía delante y la reunión prosiguió. Brunetti, con la barbilla apoyada en la palma de la mano, observaba a seis personas que tenían delante pequeñas pilas de monedas. El teniente Scarpa las miraba también atentamente, pero las tarjetas, disimuladas por mangas, blocs y vasitos de café, no estaban a la vista. Sólo se veían las monedas, y la reunión prosiguió cansinamente durante otra media hora.

En el momento en que la insurrección parecía inminente -y la mayoría de los presentes en la sala portaban armas-, Patta se quitó las gafas y, con gesto de fatiga, las puso encima de sus papeles.

– ¿Algo que añadir?

Si alguien deseaba añadir algo, calló, disuadido sin duda por la idea de todas aquellas armas, y se levantó la sesión. Patta se fue, seguido por Scarpa. Montoncitos de monedas viajaron entonces a lo largo de uno y otro lado de la mesa hasta quedar delante de la signorina Elettra. Ella, con airoso ademán de crupier, se las acercó, se las echó en la mano y se puso en pie, dando de este modo por realmente terminada la reunión.

Brunetti subió la escalera con ella, divertido al oír el tintineo de las monedas que sonaba en el bolsillo de la chaqueta de seda gris de la joven.

«Accessed»? -repitió él, pero haciendo que esta palabra inglesa sonara a inglés.

– Jerga informática, comisario.

– ¿Acceder? ¿Se puede usar como verbo transitivo?

– Creo que sí, señor.

– Pues antes no lo era.

– Tengo entendido que los americanos pueden permitirse hacer esas cosas con sus verbos.

– ¿Convertirlos de intransitivos en transitivos? ¿O en sustantivos? ¿Si les apetece?

– Sí, señor.

– Ah -dijo Brunetti.

En el primer rellano, él movió la cabeza de arriba abajo y la joven se alejó hacia la parte delantera del edificio, donde tenía su escritorio, en el antedespacho de Patta.

Brunetti siguió subiendo, camino de su propio despacho, pensando en las libertades que la gente creía poder tomarse con el lenguaje. Como las que Paola pensaba que podía tomarse con la ley.

Brunetti entró en su despacho y cerró la puerta. Todo -descubrió cuando trataba de leer los papeles de encima de su mesa-, todo le traía a la mente a Paola y los sucesos de aquella madrugada. No conseguirían resolverlo y sentirse libres hasta que pudieran hablar de ello, pero el recuerdo de lo que su mujer se había atrevido a hacer aún le producía viva crispación y comprendía que ahora era incapaz de tratar con ella de aquel tema.

Miró por la ventana, sin ver, buscando la verdadera razón de su cólera. Aquel acto, si él no hubiera podido suprimir las pruebas, hubiera puesto en peligro su trabajo y su carrera. De no ser por la discreta complicidad de Ruberti y Bellini, todos los diarios hubieran pregonado el caso a bombo y platillo. Y había muchos periodistas -Brunetti dedicó varios minutos a hacer la lista- que se regodearían haciendo la crónica del vandalismo de la esposa del comisario. Brunetti se repitió mentalmente estas palabras, convertidas en un gran titular.

Pero la había frenado, momentáneamente por lo menos. Recordó haber sentido estremecerse durante el abrazo el cuerpo de ella, de puro miedo. Quizá este acto de violencia real, aunque no fuera más que violencia contra la propiedad, fuera un gesto que bastara para calmar su indignación ante la injusticia. Y quizá se diera cuenta de que su actitud hacía peligrar la carrera de Brunetti. Miró el reloj y vio que tenía el tiempo justo para tomar el tren para Treviso. Al pensar que iba a poder investigar un hecho tan concreto como un atraco a un banco, notó una grata sensación de alivio.

5

Por la tarde, durante el viaje de regreso de Treviso, Brunetti no estaba satisfecho, a pesar de que el testigo había identificado en una foto al hombre que la policía creía que era el que aparecía en el vídeo, y de que se había mostrado dispuesto a testificar contra él. Brunetti se sintió obligado a explicarle quién era el sospechoso y el peligro que podía entrañar tal decisión. Y descubrió, sorprendido, que al signor Iacovantuono, que trabajaba de cocinero en una pizzería, no parecía no ya preocuparle sino ni siquiera interesarle tal peligro. Él había visto cometer un delito, había reconocido en una foto al delincuente y, por lo tanto, tenía la obligación de atestiguarlo, pese al riesgo que ello pudiera suponer para él y su familia. Y hasta parecía desconcertado por la insistencia de Brunetti en asegurarle que se les procuraría protección policial.

Y, lo que era más sorprendente, el signor Iacovantuono era de Salerno, es decir, uno de aquellos sureños con predisposición al crimen cuya presencia en el Norte -se afirmaba- estaba destruyendo el tejido social de la nación. «Pero, comisario -había dicho-, si nosotros no hacemos algo respecto a toda esa gente, ¿qué vida espera a nuestros hijos?»

Brunetti no podía librarse del eco de estas palabras y empezaba a temer que de ahora en adelante fueran a acompañarle los aullidos de la jauría de la moral desatada en su conciencia por el acto de Paola de la noche antes. Aquel pizzaiolo de Salerno de cabello negro lo veía claro: se había cometido un delito y su deber era colaborar para que fuera castigado. Y, prevenido del peligro, había permanecido firme en su decisión de hacer lo que consideraba justo.

Mientras desfilaban ante la ventanilla los campos de los alrededores de Venecia, adormecidos por el otoño, Brunetti se preguntaba cómo podía parecer al signor Iacovantuono tan simple algo que a él le parecía tan complejo. Quizá lo simplificara la circunstancia de que la sociedad en general estaba de acuerdo en que atracar bancos era ilegal, mientras que ninguna ley decía que no se debían vender billetes de avión para Tailandia o las Filipinas ni que comprarlos fuera un crimen. Y las leyes tampoco determinaban lo que podían y lo que no podían hacer las personas cuando llegaban allí, por lo menos, leyes que se aplicaran en Italia, porque, si las había, debían de vegetar, junto con las leyes contra la blasfemia, por ejemplo, en una especie de limbo jurídico de cuya existencia no se tenían pruebas.

Durante los tres o cuatro meses últimos, quizá más, habían venido apareciendo en los diarios y revistas de ámbito nacional artículos en los que especialistas diversos analizaban el turismo del sexo en términos estadísticos, psicológicos, sociológicos y en cuantos aspectos gusta de explayarse la prensa cuando el tema tiene morbo. Brunetti recordaba algunos de aquellos artículos y, concretamente, la foto de unas preadolescentes, con la cara velada por un truco informático y unos pechitos incipientes que le dañaron la vista, en cuyo epígrafe se leía que las niñas trabajaban en un burdel de Cambodia.

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