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Donna Leon: El peor remedio

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Donna Leon El peor remedio

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Un inesperado acto de vandalismo acaba de cometerse en el frío amanecer veneciano. Una mujer impecablemente vestida ha destrozado el escaparate de una agencia de viajes como protesta ante la explotación del turismo sexual en países asiáticos… Cuando acude, el comisario Brunetti comprueba que el violento manifestante detenido en la escena del crimen no es otro que su esposa, Paola Brunetti. La crisis familiar que desencadena semejante situación somete a Brunetti a una presión extrema también en su trabajo: los jefes exigen resultados inmediatos en el esclarecimiento de un audaz robo y una muerte en extrañas circunstancias que apuntan directamente a la Mafia. El encontronazo de su vida profesional y su vida privada, ambas en la picota, y esa inexplicable conspiración por la que Paola lo ha arriesgado todo, adoptando el peor remedio posible, le conducen a una dramática encrucijada, al encontrarse ante la historia de una mujer que pasa a la acción y del entramado mundo de la explotación humana y sexual…

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En la calle, Paola torció hacia la izquierda, dio unos pasos y se paró a esperarlo.

– ¿De verdad es así como tú lo ves? ¿Que sólo busco llamar la atención, que quiero que la gente me considere importante?

Él pasó por su lado desentendiéndose de la pregunta.

A su espalda, la oyó forzar el tono por primera vez.

– ¿Es eso, Guido?

Él se paró y se volvió. Por detrás de ella vio venir a un hombre que empujaba una carretilla cargada de paquetes de diarios y revistas. Esperó a que el hombre hubiera pasado y contestó:

– Sí, en parte.

– ¿En qué parte? -espetó ella.

– No sé. Estas cosas no pueden dividirse.

– ¿Piensas que ésa es la razón por la que lo hago?

La exasperación le hizo preguntar a su vez:

– ¿Por qué de todo tienes que hacer una causa, Paola? ¿Por qué todo lo que haces, o lees o dices… y hasta la ropa que te pones y la comida que comes, por qué ha de tener todo un sentido?

Ella lo miró largamente sin decir nada, luego bajó la cabeza y se alejó camino de su casa.

Él la alcanzó.

– ¿Qué has querido decir con eso?

– ¿Qué he querido decir con qué?

– Esa mirada.

Ella volvió a pararse se encaró con él.

– A veces me pregunto qué se ha hecho del hombre con el que me casé.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Quiere decir que cuando me casé contigo, Guido, tú creías en todas esas cosas de las que ahora haces burla. -Sin darle tiempo a preguntar qué cosas eran, ella respondió-: Cosas tales como lo que es justo y lo que está bien y cómo decidir lo que está bien.

– Y sigo creyendo -protestó él.

– Ahora, Guido, crees en la ley -dijo ella, pero suavemente, como se habla a un niño.

– Eso es lo que te estoy diciendo -dijo él levantando la voz, sordo y ciego a la gente que pasaba por su lado, más numerosa ahora, que pronto abrirían los primeros puestos del mercado-. Oyéndote parece que lo que yo hago sea estúpido o sórdido. Soy policía, por Dios. ¿Qué quieres que haga más que obedecer la ley? ¿Y aplicarla? -Se sentía arder de indignación al ver, o creer ver, que durante todos aquellos años ella había menospreciado y desestimado lo que él hacía.

– Entonces, ¿por qué has mentido a Ruberti? -preguntó Paola.

El furor de Brunetti se evaporó.

– No le he mentido.

– Le has dicho que había habido una confusión, que no había comprendido lo que yo quería decir. Pero él sabe, lo mismo que tú, y que yo, y que el otro policía, qué es exactamente lo que he hecho. -Como él no respondía, ella se acercó-. He quebrantado la ley, Guido. He roto el escaparate y volvería a hacerlo. Y seguiré rompiendo sus escaparates hasta que tu ley, esa preciosa ley de la que tan orgulloso estás, hasta que tu ley haga algo, o a ellos o a mí. Porque no voy a dejar que sigan haciendo lo que están haciendo.

Él, sin poder contenerse, extendió las manos y la agarró por los codos. Pero no la atrajo hacia sí, sino que dio un paso hacia ella y luego la envolvió en un abrazo, oprimiéndole la cara contra su cuello. Le dio un beso en la coronilla y hundió los labios en su pelo. Bruscamente, se echó hacia atrás, con la mano en la boca.

– ¿Qué te pasa? -preguntó ella, asustada por primera vez.

Brunetti se miró la mano y vio que tenía sangre. Se llevó un dedo a los labios y notó algo duro y afilado.

– No, déjame a mí -dijo Paola, poniendo la mano derecha en la mejilla de su marido para hacerle bajar la cara. Se quitó el guante y le rozó el labio con dos dedos.

– ¿Qué es?

– Un trocito de vidrio.

Él sintió una punzada aguda, y luego un beso, muy suave, en el labio inferior.

4

Camino de casa, entraron en una pasticceria y compraron una gran fuente de brioches, dándose a entender mutuamente que era para los niños, pero sabiendo que era una especie de ofrenda para celebrar la paz, por precaria que fuera su restauración. Lo primero que hizo Brunetti al llegar a casa fue retirar la nota que había dejado en la mesa de la cocina y echarla a la bolsa de la basura que estaba debajo del fregadero. Luego cruzó el pasillo, procurando no hacer ruido para no despertar a los niños, y entró en el baño, donde se dio una larga ducha, como para tratar de eliminar las inquietudes que a tan temprana hora y de forma tan inesperada le habían asaltado.

Cuando se hubo afeitado y vestido, volvió a la cocina, donde encontró a Paola, que se había puesto el pijama y la bata, una prenda de franela a cuadros escoceses tan antigua que ninguno de los dos recordaba dónde la había adquirido. Estaba sentada a la mesa, leyendo una revista y mojando un brioche en un tazón de caffe latte, como si acabara de levantarse de la cama tras largas horas de sueño reparador.

– ¿Tengo que darte un beso y decir: Buon giorno, cara, has dormido bien? -preguntó él al verla, pero no había sarcasmo ni en su voz ni en su intención. Su propósito, por el contrario, era el de distanciarlos a ambos de los sucesos de la noche, aunque bien sabía que tal cosa era imposible, y demorar las inevitables consecuencias de los actos de Paola, aunque éstas fueran a reducirse a un nuevo enfrentamiento verbal desde posiciones irreconciliables.

Ella levantó la cabeza, meditó estas palabras y sonrió, indicando que también ella optaba por esperar.

– ¿Vendrás hoy a almorzar? -preguntó levantándose para ir al fogón, a echar café en un tazón. Agregó leche caliente y lo puso en la mesa en el sitio de él.

Al sentarse, Brunetti pensaba en lo extraño de la situación y en la circunstancia, más extraña todavía, de que ambos la aceptaran con tanta facilidad. Él había leído relatos de la tregua de Navidad que durante la Gran Guerra se había hecho espontáneamente en el Frente Occidental, en la que los soldados alemanes cruzaban las líneas para encender los cigarrillos que acababan de lanzar a los tommies y éstos saludaban sonrientes a los huns. Bombardeos masivos pusieron fin a aquella situación, y Brunetti no creía que tampoco la tregua con su mujer fuera a durar mucho, pero estaba decidido a aprovecharla mientras pudiera, de modo que se echó azúcar al café, tomó un brioche y contestó:

– No; he de ir a Treviso para hablar con uno de los testigos del atraco al banco de campo San Luca de la semana pasada.

Como en Venecia un atraco a un banco era un suceso insólito, éste les sirvió de distracción, y Brunetti explicó a Paola lo poco que se sabía de los hechos, a pesar de que en toda la ciudad no debía de quedar nadie que no lo hubiera leído en el diario. Tres días antes, un joven armado con una pistola había entrado en un banco, exigido dinero, se había marchado con el dinero en una mano y la pistola en la otra y había desaparecido tranquilamente en dirección a Rialto. La cámara disimulada en el techo del banco había proporcionado a la policía una imagen borrosa, pero le había permitido hacer una identificación provisional del hermano de un residente en la ciudad al que se relacionaba con la mafia. El atracador se había tapado la cara con un pañuelo al entrar en el banco, pero se lo había quitado al salir, por lo que un hombre que entraba en aquel momento había podido verle la cara claramente.

El testigo, un pizzaiolo de Treviso que iba al banco a pagar una hipoteca, había mirado atentamente al atracador, y Brunetti confiaba en que podría identificarlo por las fotos de sospechosos que había reunido la policía. Esto sería suficiente para hacer un arresto y, quizá, conseguir una condena. Y ésta era la tarea de Brunetti para aquella mañana.

Del fondo del apartamento llegó el sonido de una puerta que se abría y los pasos inconfundibles de Raffi, cargados de sueño, camino del baño y -era de esperar- del pleno conocimiento.

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