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Donna Leon: El peor remedio

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Donna Leon El peor remedio

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Un inesperado acto de vandalismo acaba de cometerse en el frío amanecer veneciano. Una mujer impecablemente vestida ha destrozado el escaparate de una agencia de viajes como protesta ante la explotación del turismo sexual en países asiáticos… Cuando acude, el comisario Brunetti comprueba que el violento manifestante detenido en la escena del crimen no es otro que su esposa, Paola Brunetti. La crisis familiar que desencadena semejante situación somete a Brunetti a una presión extrema también en su trabajo: los jefes exigen resultados inmediatos en el esclarecimiento de un audaz robo y una muerte en extrañas circunstancias que apuntan directamente a la Mafia. El encontronazo de su vida profesional y su vida privada, ambas en la picota, y esa inexplicable conspiración por la que Paola lo ha arriesgado todo, adoptando el peor remedio posible, le conducen a una dramática encrucijada, al encontrarse ante la historia de una mujer que pasa a la acción y del entramado mundo de la explotación humana y sexual…

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– Alguien ha arrojado una piedra contra el escaparate -dijo la mujer.

– ¿Qué aspecto tenía el individuo?

– No era un hombre -respondió ella.

– ¿Una mujer? -interrumpió el segundo policía, y ella tuvo que hacer un esfuerzo para no preguntarle si existía otra alternativa que ella desconocía. Nada de bromas. Nada de bromas. No habría más bromas, hasta que todo esto terminara.

– Sí, una mujer.

Asaeteando con la mirada a su compañero, el primer policía prosiguió con sus preguntas:

– ¿Qué aspecto tenía?

– Poco más de cuarenta años, pelo rubio hasta los hombros.

La mujer llevaba el pelo metido dentro del pañuelo del cuello, por lo que el policía aún no reaccionó.

– ¿Cómo vestía? -preguntó.

– Abrigo beige y botas marrones.

Él observó el color de su abrigo y le miró los pies.

– Nada de bromas, signora. Queremos saber qué aspecto tenía.

Ella lo miró de frente y, a la luz de las farolas, él descubrió en sus ojos el brillo de una secreta exaltación.

– Nada de bromas, agente. Ya le he dicho cómo vestía.

– Es que se describe usted a sí misma, signora. -Nuevamente, la profunda aversión que siempre había sentido ella por el melodrama le impidió responder: «Tú lo has dicho», y se limitó a asentir con un movimiento de la cabeza.

– ¿Ha sido usted? -preguntó el primer policía, sin disimular el asombro.

Ella volvió a asentir.

El otro policía remachó:

– ¿Usted ha arrojado una piedra a ese escaparate?

Una vez más, ella movió la cabeza de arriba abajo.

Por tácito acuerdo, los dos hombres se alejaron andando hacia atrás hasta que ella no pudiera oírles, sin dejar de observarla. Juntaron las cabezas y deliberaron en voz baja. Luego, uno sacó el móvil y marcó el número de la questura. Encima de ellos, se abrió bruscamente una ventana y apareció una cabeza que se retiró al momento. La ventana se cerró con un golpe seco.

El policía estuvo hablando varios minutos, dio la información que tenía y dijo que ya habían detenido a la persona responsable. Cuando el sargento de guardia les dijo que lo llevaran inmediatamente, el agente no se molestó en corregirle. Cerró el teléfono y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

– Dice Danieli que la llevemos -dijo a su compañero.

– ¿Eso quiere decir que yo tengo que quedarme? -preguntó el otro, sin disimular la irritación que le causaba verse obligado a aguantar el frío.

– Puedes esperar dentro. Danieli llamará al dueño. Creo que vive por aquí cerca. -Dio el teléfono a su compañero-. Si no viniera, llama.

El segundo policía, tratando de poner a mal tiempo buena cara, tomó el teléfono con una sonrisa.

– Lo esperaré. Pero la próxima vez, me tocará a mí acompañar al detenido.

Su compañero asintió con una sonrisa. Restablecida la armonía, se acercaron a la mujer que durante su larga conversación había permanecido sentada en el pilar, contemplando el escaparate destrozado y los fragmentos de vidrio esparcidos en el suelo formando una especie de arco iris incoloro.

– Venga conmigo -dijo el primer policía.

En silencio, ella se levantó del pilar y empezó a andar hacia la embocadura de una estrecha calle situada a la izquierda del escaparate. Ninguno de los policías reparó en la circunstancia de que ella parecía saber por dónde se llegaba antes a la questura.

Diez minutos tardaron, y ninguno de los dos dijo nada durante este tiempo. Si alguna de las pocas personas que los vieron se hubiera fijado en ellos mientras cruzaban la dormida explanada de la piazza San Marco y la estrecha calle que conducía a San Lorenzo y la questura, hubiera visto a una mujer atractiva y bien vestida en compañía de un policía de uniforme. Una imagen insólita, a las cuatro de la mañana, pero quizá habían entrado ladrones en su casa o la habían llamado para que identificara a un niño fugado.

No había nadie esperando para abrirles la puerta, por lo que el policía tuvo que llamar varias veces al timbre antes de que de la sala de guardia situada a mano derecha de la entrada apareciera la cara soñolienta de un joven agente. Al verlos, se retiró, para reaparecer segundos después poniéndose la chaqueta, y abrió la puerta murmurando una disculpa.

– Nadie me ha avisado de que venías, Ruberti -dijo. El otro rechazó la disculpa con un ademán, pero luego le indicó con una seña que volviera a la cama, recordando lo que es ser nuevo en el cuerpo y estar aturdido por el sueño.

El agente llevó a la mujer al primer piso, a la oficina de los policías de uniforme. Abrió la puerta y la sostuvo cortésmente para que entrara ella. Luego la siguió y se sentó ante un escritorio. Del cajón de mano derecha sacó un grueso bloc de formularios, lo puso encima de la mesa con un golpe seco, miró a la mujer y con un ademán la invitó a sentarse en la silla que estaba frente a él.

Mientras ella se sentaba y se desabrochaba el abrigo, él rellenó la parte superior del formulario con la fecha, la hora y su nombre y graduación. Al llegar a la casilla de «Delito» vaciló un momento y escribió: «Vandalismo.»

Miró a la mujer y entonces, por primera vez, la vio claramente. Le llamó la atención algo que le pareció incongruente, absurdo: en ella, todo -la ropa, el pelo y hasta la manera de sentarse- denotaba una seguridad que sólo da el dinero, el mucho dinero. «Ojalá no esté loca», rogó en silencio.

– ¿Tiene su carta d'identitá, signora?.

Ella asintió y metió la mano en la bolsa. A él no se le ocurrió ni por asomo que pudiera haber peligro en permitir que una mujer a la que acababa de arrestar por un delito de cierta violencia metiera la mano en una bolsa grande.

La mano salió de la bolsa asiendo una cartera de piel. Ella la abrió y extrajo el documento beige de identidad. Lo desdobló, le dio la vuelta y lo puso encima de la mesa, delante de él.

El policía miró la foto, vio que debía de haber sido tomada hacía años, cuando ella era todavía una auténtica belleza y leyó el nombre.

– ¿Paola Brunetti? -No daba crédito a lo que veía.

Ella asintió.

– ¡Joder, si es usted la esposa de Brunetti!

2

Cuando sonó el teléfono, Brunetti estaba tumbado en la playa, con el antebrazo sobre los ojos, para protegerlos de la arena que levantaban los hipopótamos al bailar. Es decir, en el mundo de los sueños, Brunetti estaba en una playa, a la que sin duda había ido huyendo del calor de la discusión que había mantenido con Paola días atrás, y los hipopótamos eran la imagen que le había quedado en el subconsciente, del medio que había utilizado para zafarse de la polémica, uniéndose a Chiara en la sala para ver la segunda parte de Fantasía.

Seis veces sonó el teléfono antes de que Brunetti reconociera la señal y se acercara al borde de la cama para descolgarlo.

– ¿Sí? -dijo, embrutecido por el sueño inquieto que invariablemente le producía un conflicto pendiente de resolver con Paola.

– ¿El comisario Brunetti? -preguntó una voz masculina.

– Un momento. -Brunetti dejó el teléfono y encendió la luz. Volvió a echarse y se subió las mantas sobre el hombro derecho. Entonces miró a Paola, para comprobar que no la había destapado. La otra mitad de la cama estaba vacía. Habría ido al baño o a la cocina a beber un vaso de agua o, si aún estaba nerviosa por la discusión lo mismo que él, un vaso de leche caliente con miel. Le pediría disculpas cuando volviera, disculpas por lo que le había dicho y por esta llamada intempestiva, a pesar de que no la había despertado. Alargó la mano hacia el teléfono.

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