Donna Leon - El peor remedio

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Un inesperado acto de vandalismo acaba de cometerse en el frío amanecer veneciano. Una mujer impecablemente vestida ha destrozado el escaparate de una agencia de viajes como protesta ante la explotación del turismo sexual en países asiáticos…
Cuando acude, el comisario Brunetti comprueba que el violento manifestante detenido en la escena del crimen no es otro que su esposa, Paola Brunetti. La crisis familiar que desencadena semejante situación somete a Brunetti a una presión extrema también en su trabajo: los jefes exigen resultados inmediatos en el esclarecimiento de un audaz robo y una muerte en extrañas circunstancias que apuntan directamente a la Mafia.
El encontronazo de su vida profesional y su vida privada, ambas en la picota, y esa inexplicable conspiración por la que Paola lo ha arriesgado todo, adoptando el peor remedio posible, le conducen a una dramática encrucijada, al encontrarse ante la historia de una mujer que pasa a la acción y del entramado mundo de la explotación humana y sexual…

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– De eso tendrá que encargarse mi esposa.

Vianello asintió, se puso en pie y, sin decir más, salió del despacho.

Cuando el sargento hubo salido, Brunetti se levantó y empezó a pasearse entre el armario y la ventana. La signorina Elettra estaba repasando las cuentas bancarias de dos hombres que no habían hecho nada más que denunciar un delito y sugerir la solución más favorable para la persona que prácticamente se jactaba de haberlo cometido. Se habían tomado la molestia de venir a la questura y habían ofrecido un compromiso que evitaría a la culpable las consecuencias judiciales de su acción. Y Brunetti se mantendría con los brazos cruzados mientras se investigaban sus finanzas por unos medios que probablemente eran tan ilegales como el delito del que uno de ellos había sido víctima.

No cabía la menor duda de que lo que había hecho Paola era ilegal. Se paró al advertir que ella nunca había negado que fuera ilegal. Sencillamente, no le importaba. Él había dedicado su vida a defender el concepto de la legalidad, y ahora su mujer se permitía escupir sobre ese concepto como si fuera un convencionalismo estúpido que no la vinculaba en absoluto, simplemente, porque no estaba de acuerdo con él. Sintió que se aceleraban los latidos de su corazón mientras despertaba la cólera que estaba latente en su interior desde hacía varios días. Ella actuaba por capricho, a impulsos de una definición autofabricada de la conducta correcta, y él, simplemente, tenía que limitarse a admirar boquiabierto tan noble proceder mientras su carrera se iba al garete.

Brunetti se pilló a sí mismo dejándose arrastrar hacia esta actitud y frenó antes de empezar a lamentarse del efecto que todo esto tendría en su posición respecto de sus colegas en la questura y el coste para su autoestima. De modo que, al llegar a este punto, tuvo que darse a sí mismo la respuesta que había dado a Mitri: él no podía hacerse responsable de la conducta de su esposa.

Ahora bien, esta explicación en poco o nada contribuyó a calmar su cólera. Siguió paseando y, como también este medio resultara inútil, bajó al despacho de la signorina Elettra.

– El vicequestore ha salido a almorzar -le informó ella con una sonrisa al verle entrar, pero no dijo más, manteniéndose a la expectativa, para sondear el humor de Brunetti.

– ¿Se ha ido con ellos?

La joven asintió.

Signorina -empezó el comisario, y se interrumpió, buscando las palabras-. No creo necesario que siga usted haciendo preguntas acerca de esos hombres. -Al ver que ella iba a protestar, agregó, anticipándose a sus objeciones-. No hay indicios de que alguno de ellos haya cometido delitos, y me parece que sería poco ético empezar a investigarlos. Especialmente, dadas las circunstancias. -Dejó que ella imaginara cuáles eran las circunstancias.

– Comprendo, comisario.

– No le pido que comprenda, sólo digo que no debe usted empezar a indagar en sus finanzas.

– No, señor -dijo ella volviéndose hacia el ordenador y encendiendo el monitor.

Signorina -insistió él con voz átona y, cuando ella desvió la mirada de la pantalla, prosiguió-: Hablo en serio, no quiero que se hagan más preguntas acerca de esas personas.

– Pues no se harán, comisario -dijo ella sonriendo con radiante falsedad, y puso los codos encima de la mesa apoyando el mentón en los dedos entrelazados como una soubrette de película francesa barata-. ¿Eso es todo, comisario, o hay algo que yo pueda hacer?

Él dio media vuelta sin contestar y se dirigió hacia la escalera, pero antes de llegar a ella cambió de idea y salió de la questura. Subió por el muelle hacia la iglesia griega, cruzó el puente y entró en el bar que quedaba enfrente.

Buon giorno, commissario -saludó el camarero-. Cosa desidera?

Sin saber qué pedir, Brunetti miró el reloj. Había perdido la noción del tiempo y le sorprendió ver que era casi mediodía.

Un'ombra -respondió y, cuando el hombre le sirvió el vasito de vino blanco, lo vació de un trago, sin saborearlo. El vino no arregló nada, y el buen sentido le dijo que un segundo vaso arreglaría menos aún. Dejó mil liras en el mostrador y volvió a la questura. Sin hablar con nadie, subió a su despacho, se puso el abrigo y se fue a casa.

Durante el almuerzo, se hizo evidente que Paola había contado a los chicos lo sucedido. La confusión de Chiara era evidente, mientras que Raffi miraba a su madre con interés, quizá hasta con curiosidad. Nadie habló del tema, y la comida transcurrió en relativa calma. Normalmente, Brunetti hubiera disfrutado con los tagliatelle frescos con porcini, pero hoy apenas los probó. Como tampoco saboreó los spezzatini con melanzane frito que siguieron. Después de comer, Chiara fue a su clase de piano y Raffi a casa de un amigo a estudiar matemáticas.

Una vez a solas, mientras tomaban café, él con grappa y ella solo y muy dulce, con los platos y las fuentes todavía en la mesa, él preguntó:

– ¿Vas a contratar a un abogado?

– Esta mañana he hablado con mi padre.

– ¿Y qué te ha dicho?

– ¿Te refieres a antes o después del bufido?

Brunetti no pudo menos que sonreír. «Bufido» era una palabra que, ni con un alarde de imaginación, se le hubiera ocurrido asociar a su suegro. La incongruencia lo divirtió.

– Después, supongo.

– Me ha dicho que era una idiota.

Brunetti recordó que ésta había sido la respuesta que, hacía veinte años, dio a su hija el conde cuando ella le comunicó su decisión de casarse con él.

– ¿Y después?

– Que contratara a Senno.

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo al oír el nombre del mejor penalista de la ciudad.

– Quizá sea excesivo.

– Senno es muy bueno para defender a violadores y asesinos, niños ricos que pegan a sus amiguitas y a las amiguitas que son pilladas vendiendo heroína para pagarse el hábito. No me parece que tú estés en esa categoría.

– No sé si tomarlo como un cumplido.

Brunetti se encogió de hombros. Él tampoco lo sabía.

En vista de que Paola no decía más, le preguntó:

– ¿Piensas contratarlo?

– Nunca contrataría a un hombre como él.

Brunetti se acercó la botella de grappa y se sirvió un poco más en la taza vacía. La hizo girar y la bebió de un trago. Dejando en el aire la última frase de Paola, preguntó:

– ¿A quién piensas contratar?

Ella se encogió de hombros.

– Esperaré a ver cuál es la acusación antes de decidir.

Él pensó en tomar otra grappa, pero enseguida descubrió que no le apetecía. Sin ofrecerse a ayudar a fregar los cacharros, ni siquiera a llevarlos al fregadero, Brunetti se levantó y arrimó su silla a la mesa. Miró el reloj y esta vez le sorprendió que fuera tan temprano: aún faltaban unos minutos para las dos.

– Me echaré un rato -dijo.

Ella asintió, se levantó y empezó a apilar los platos.

Él se fue por el pasillo hasta el dormitorio, se quitó los zapatos y se sentó en la cama, sintiéndose muy cansado. Se tumbó con las manos en la nuca y cerró los ojos. De la cocina llegaba rumor de agua, entrechocar de platos, el cencerreo de una sartén. Descruzó los dedos y se tapó los ojos con el antebrazo. Pensó en sus días de colegio, cuando se escondía en su cuarto si llevaba a casa malas notas, y se echaba en la cama, temiendo el enfado de su padre y la decepción de su madre.

El recuerdo lo envolvió en sus tentáculos y lo arrastró consigo. Luego sintió que algo se movía a su lado y notó un peso y enseguida calor en el pecho. Primero le llegó el olor y luego la caricia de su pelo en la cara, y aspiró aquella combinación de jabón y salud que los años habían grabado en su memoria. Levantó el brazo que tenía sobre los ojos y, sin molestarse en abrir los párpados, le rodeó los hombros. Sacó el otro brazo de debajo de la cabeza y enlazó las manos en la espalda de ella.

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