Había en la inhibición de Brunetti de decidir por Paola un componente de desafío, sin duda, pero, al pensarlo fríamente, descubrió que, ni aun deseándolo, hubiera podido responder de otro modo.
Mitri se había presentado en el despacho de Patta acompañado de un abogado, al que Brunetti conocía vagamente de oídas. Le parecía recordar que Zambino se ocupaba generalmente de litigios corporativos, la mayoría, entre empresas importantes del continente. Quizá él aún residía en la ciudad, pero eran tan pocas las sociedades que quedaban en Venecia que, por lo menos profesionalmente, se había visto obligado a seguir el éxodo al continente.
– ¿Por qué hacerse acompañar de un abogado de empresa a una reunión con la policía? ¿Por qué hacerle intervenir en un caso que era o podía ser un asunto criminal? Zambino -recordaba Brunetti- tenía fama de hombre duro, por lo que no debían de faltarle los enemigos. Pese a su fama, durante todo el tiempo en que Brunetti estuvo en el despacho de Patta, el abogado no había despegado los labios.
Brunetti llamó a la primera planta y pidió a Vianello que subiera. Al cabo de unos minutos, entró el sargento y el comisario le indicó que se sentara.
– ¿Qué sabe de un tal dottor Paolo Mitri y del avvocato Giuliano Zambino?
Vianello ya debía de estar familiarizado con los nombres, porque su respuesta fue inmediata.
– Zambino vive en Dorsoduro, no muy lejos de la Salute. Un gran apartamento, unos trescientos metros. Está especializado en asesoría de empresas. La mayoría de sus clientes están en el continente: químicas, petroquímicas, farmacéuticas y una fábrica de maquinaria pesada para movimiento de tierras. A una de las químicas para las que trabaja la pillaron hace tres años vertiendo arsénico en la laguna y él consiguió que se librara con una multa de tres millones de liras y la promesa de no volver a hacerlo.
Brunetti esperó hasta que el sargento acabó de hablar, preguntándose si la fuente de datos sería la signorina Elettra.
– ¿Y Mitri? -El comisario advirtió que el sargento trataba de disimular el orgullo por haber conseguido tan pronto toda esta información.
– Al salir de la universidad -prosiguió el sargento animadamente-, empezó a trabajar en un laboratorio de farmacia. Es químico, pero dejó de ejercer cuando adquirió la primera fábrica y luego otras dos. Durante los últimos años ha diversificado sus actividades y además de varias fábricas tiene esa agencia de viajes, dos agencias de la propiedad inmobiliaria y se dice que es el principal accionista de la cadena de restaurantes de comida rápida que abrió el año pasado.
– ¿Algún problema con la policía?
– No, señor -dijo Vianello-. Ninguno de los dos.
– ¿Podría deberse a negligencia?
– ¿De parte de quién?
– Nuestra.
El sargento reflexionó.
– Podría ser. Hay mucho de eso.
– Podríamos echar un vistazo, ¿no?
– La signorina Elettra ya está hablando con sus bancos.
– ¿Hablando?
Por toda respuesta, Vianello extendió las manos sobre la mesa e hizo como si tecleara.
– ¿Cuánto hace que tiene la agencia de viajes? -preguntó Brunetti.
– Cinco o seis años, creo.
– Me gustaría saber desde cuándo organizan esos viajes -dijo Brunetti.
– Recuerdo haber visto carteles anunciándolos hace años en la agencia que utilizamos en Castello -dijo Vianello-. Me sorprendió que una semana en Tailandia costara tan poco. Pregunté a Nadia y ella me explicó lo que era. Por eso desde entonces observo los escaparates de las agencias de viajes. -Vianello no explicó la razón ni Brunetti la preguntó.
– ¿Qué otros sitios se anuncian?
– ¿Para los viajes?
– Sí.
– Generalmente, Tailandia, pero también van a Filipinas. Y a Cuba. Y, desde hace un par de años, a Birmania y a Cambodia.
– ¿Qué dicen los anuncios? -preguntó Brunetti, que nunca les había prestado atención.
– Antes eran muy claros: «En pleno distrito de la luz roja, amable compañía, sueños hechos realidad…», cosas así. Pero ahora, con la nueva ley, todo está en clave: «Personal del hotel servicial, cerca de zona nocturna de diversión, camareras atentas.» Pero es lo mismo: montones de putas al servicio de clientes muy comodones para salir a la calle a buscarlas.
Brunetti no tenía ni idea de cómo Paola se había enterado de esto ni de lo que sabía acerca de la agencia de Mitri.
– ¿Mitri también pone anuncios de ésos?
Vianello se encogió de hombros.
– Supongo. Todos los que andan metidos en el negocio utilizan el mismo lenguaje. Al cabo de un tiempo, aprendes a leer entre líneas. No obstante, también organizan viajes lícitos: las Maldivas, las Seychelles, dondequiera que haya diversiones baratas y mucho sol.
Durante un momento, Brunetti temió que Vianello, al que hacía años habían extirpado de la espalda un tumor maligno y desde entonces no perdía ocasión de predicar contra los peligros del sol, se enfrascara en su tópico favorito, pero el sargento dijo tan sólo:
– He preguntado por él. Abajo. Para ver si los chicos sabían algo.
– ¿Y?
Vianello denegó con la cabeza.
– Nada. Como si no existiera.
– Bien, lo que hace no es ilegal -dijo Brunetti.
– Ya sé que no es ilegal -dijo Vianello-. Pero tendría que serlo. -Y, sin dar a Brunetti tiempo de replicar, agregó-: Ya sé que hacer las leyes no es tarea nuestra. Probablemente, ni siquiera, cuestionarlas. Pero no habría que permitir que esa gente enviara por ahí a hombres mayores a practicar el sexo con niños.
Vistas así las cosas, no había réplica posible. Pero, ante la ley, lo único que hacía la agencia de viajes era facilitar billetes de avión y reservas de hotel. Lo que el viajero hiciera una vez allí era asunto suyo. Brunetti recordó entonces el curso de Lógica que había seguido en la universidad y de cómo lo entusiasmaba su simplicidad prácticamente matemática. Todos los hombres son mortales. Giovanni es hombre. Por lo tanto, Giovanni es mortal. Recordaba que había reglas para comprobar la validez de un silogismo, algo sobre un término mayor y un término medio: tenían que encontrarse en un lugar determinado y no podía haber muchos que fueran negativos.
Los detalles se habían esfumado, se habían volatilizado junto con todos aquellos otros hechos, estadísticas y principios básicos que se habían fugado de su memoria durante las décadas transcurridas desde que terminó sus exámenes y fue admitido en las filas de los licenciados en derecho. Aun a esta distancia, recordaba la gran seguridad que le había infundido saber que había leyes incuestionables que podían utilizarse para determinar la validez de conclusiones, leyes cuya rectitud podía demostrarse, leyes que se basaban en la verdad.
Los años habían debilitado aquella seguridad. Ahora la verdad parecía ser patrimonio de los que podían gritar más o contratar a mejores abogados. Y no había silogismo que pudiera resistir la elocuencia de una pistola, de un puñal, o de cualquiera de las otras formas de argumentación que poblaban su vida profesional.
Ahuyentó estas reflexiones y volvió a concentrar la atención en Vianello, que en aquel momento terminaba una frase:
– ¿… un abogado?
– Perdón, ¿decía? Estaba pensando en otra cosa.
– Preguntaba si había pensado en buscar a un abogado.
Desde el momento en que había salido del despacho de Patta, Brunetti había estado zafándose de esta idea. Del mismo modo en que no había querido responder por su esposa ante aquellos hombres, se había resistido a planear una estrategia para hacer frente a las consecuencias judiciales de la conducta de Paola. Aunque conocía a la mayoría de abogados penalistas de la ciudad y mantenía bastante buenas relaciones con muchos de ellos, su trato era meramente profesional. Sin darse cuenta, empezó a repasar la lista, tratando de recordar el nombre del que había ganado un caso de asesinato hacía dos años. Desechó la idea.
Читать дальше