Eran más de las siete cuando llegaron a Treviso, las ocho cuando consiguieron convencer a Iacovantuono para que hablara con ellos y las diez cuando, finalmente, aceptaron su negativa a tener más tratos con la policía. Lo único de toda la actividad de la noche que procuró a Brunetti una brizna, si no de satisfacción, por lo menos, de ecuanimidad, fue su propia renuncia a hacer a Iacovantuono la pregunta retórica de qué les ocurriría a los hijos de todos ellos si él no testificaba. Lo que les ocurriría era evidente, cuando menos evidente según la lectura que Brunetti hacía de los hechos: que los hijos y el padre seguirían vivos. Sintiéndose un perfecto imbécil ante el pizzaiolo que lo miraba con ojos enrojecidos, le dio su tarjeta antes de volver con Vianello al coche.
El conductor, después de tan larga espera, estaba de mal humor, por lo que Brunetti propuso parar a cenar durante el viaje de vuelta, a pesar de que comprendía que ello retrasaría su llegada a casa hasta mucho después de medianoche. Finalmente, el coche los dejaba a él y a Vianello en piazzale Roma poco antes de la una, y Brunetti, fatigado, decidió tomar un vaporetto en lugar de ir a casa andando. Él y Vianello charlaban de cosas triviales en el embarcadero y después, en la cabina, mientras la embarcación remontaba majestuosamente la vía navegable más bella del mundo.
Brunetti desembarcó en San Silvestro, indiferente al magnífico escenario de Venecia a la luz de la luna. No deseaba más que encontrarse en su cama, al lado de su mujer, y olvidarse de los ojos tristes y desengañados de Iacovantuono. Colgó el abrigo en el recibidor y recorrió el pasillo hacia el dormitorio. No había luz en las habitaciones de los chicos, pero aun así se asomó para asegurarse de que dormían.
Abrió la puerta de su dormitorio sigilosamente, con intención de desnudarse con la claridad que llegaba del pasillo, para no despertar a Paola. Precaución inútil: la cama estaba vacía. Aunque no veía luz por la rendija de debajo de la puerta del estudio, la abrió para confirmar su certeza de que ella no estaba. Tampoco estaba encendida ninguna otra lámpara de la casa, pero fue a la sala, con la leve esperanza -aunque seguro de que era una esperanza vana- de encontrar a su mujer dormida en el sofá.
En la habitación no había más luz que la lamparita roja que parpadeaba en el contestador. Tres mensajes tenía. El primero era su propia llamada, hecha desde Treviso sobre las diez, para avisar a Paola de que se retrasaría aún más de lo previsto. La segunda era de alguien que había colgado y la tercera, tal como él se temía, era de la questura, el agente Pucetti que rogaba al comisario que le llamara lo antes posible.
Así lo hizo Brunetti, al número del despacho de los agentes. Le contestaron a la segunda señal.
– Pucetti, soy el comisario Brunetti. ¿Qué sucede?
– Creo que debería venir, comisario.
– ¿Qué sucede, Pucetti? -insistió Brunetti, pero su voz no era brusca ni imperiosa sino sólo cansada.
– Es su esposa, comisario.
– ¿Qué ha pasado?
– La hemos arrestado.
– Ya. ¿Puede decirme algo más?
– Creo que es preferible que venga, señor.
– ¿Puedo hablar con ella?
– Desde luego -contestó Pucetti con un alivio audible.
Al cabo de un momento, le llegaba la voz de Paola.
– ¿Sí?
Él sintió ahora una cólera repentina. Se hace arrestar y ahora se da aires de prima donna.
– Voy para allá, Paola. ¿Has vuelto a hacerlo?
– Sí. -Nada más.
Colgó el teléfono y dejó una nota para los chicos y la luz encendida. Fue hacia la questura con más peso en el corazón que en las piernas.
Empezaba a lloviznar, en realidad, aquello más parecía licuación del aire que algo tan concreto como lluvia. Mecánicamente, se subió el cuello del abrigo mientras caminaba.
Al cabo de un cuarto de hora, Brunetti llegaba a la questura. Un agente de gesto preocupado aguardaba en la puerta, que abrió con un saludo muy formal, tal vez fuera de lugar a esta hora. Brunetti movió la cabeza de arriba abajo mirando al joven -no recordaba su apellido, pero estaba seguro de conocerlo- y subió al primer piso.
Pucetti se puso en pie y saludó cuando entró el comisario. Paola lo miró desde su asiento frente a Pucetti, pero no sonrió.
Brunetti se sentó al lado de Paola y atrajo hacia sí el formulario del arresto que tenía delante el agente. Lo leyó lentamente.
– ¿La han encontrado en campo Manin? -preguntó Brunetti.
– Sí, señor -respondió Pucetti, todavía de pie.
Brunetti, con una seña, indicó al joven que se sentara, lo que éste hizo con evidente timidez.
– ¿Había alguien más con usted?
– Sí, señor. Landi.
«Estamos copados», pensó Brunetti, empujando el formulario otra vez hacia el agente.
– ¿Y qué han hecho entonces?
– Hemos vuelto aquí y hemos pedido a la señora, a su esposa, su carta d'identitá. Cuando nos la ha dado y hemos visto quién era, Landi ha llamado al teniente Scarpa.
Eso era típico en Landi, Brunetti lo sabía.
– ¿Por qué no se ha quedado allí uno de ustedes?
– Un guardia di San Marco ha venido al oír la alarma, y lo hemos dejado allí esperando al dueño.
– Ya -dijo Brunetti-. ¿Ha venido el teniente Scarpa?
– No, señor. Él y Landi han hablado, pero no ha dado órdenes. Nos ha dejado que sigamos el procedimiento normal.
Brunetti estuvo a punto de decir que probablemente no había un procedimiento normal para el arresto de la esposa de un comisario de policía, pero se limitó a levantarse y decir, dirigiéndose a Paola por primera vez:
– Creo que podemos irnos, Paola.
Ella no contestó pero se puso en pie inmediatamente.
La llevo a casa, Pucetti. Vendremos por la mañana. Si el teniente Scarpa pregunta, ¿hará el favor de decírselo?
– Desde luego, comisario -respondió Pucetti. Fue a decir más, pero Brunetti lo atajó con un ademán.
– No hay más que decir, Pucetti. No tenía usted elección. -Lanzó una mirada a Paola-. Además, antes o después tenía que suceder. -Trató de sonreír al agente.
Cuando llegaron al pie de la escalera, encontraron al agente joven en el vestíbulo, ya con la mano en el tirador de la puerta. Brunetti hizo pasar primero a Paola, levantó una mano sin mirar al agente y salió a la noche. El aire saturado de humedad los envolvió, convirtiendo al momento su aliento en pequeñas nubes. Mientras caminaban, la desavenencia que había entre ellos era casi tan perceptible como el aliento que se condensaba en el aire.
Ninguno de los dos habló durante el trayecto a casa, ni durmió durante el resto de la noche más que en lapsos esporádicos, agitados por sueños turbulentos. A veces, gravitando entre la vigilia y los momentos de inconsciencia, sus cuerpos se encontraban, pero en el contacto fortuito no había la naturalidad que es fruto de una larga familiaridad. Por el contrario, era como el roce con un desconocido, y uno y otro se retraían. Tenían, eso sí, la delicadeza de no apartarse con brusquedad, de no sobresaltarse con horror por el contacto con aquel extraño que había invadido su cama. Quizá hubiera sido más noble dejar que la carne expresara claramente lo que había en la mente y el espíritu, pero ambos dominaban el impulso, ahogándolo por un sentido de lealtad para con el recuerdo de un amor que los dos temían que estuviera dañado o alterado.
Brunetti se obligó a esperar las campanadas de las siete de San Polo; antes no quería saltar de la cama, pero aún no habían acabado de sonar cuando ya estaba en el cuarto de baño. Se quedó mucho rato debajo de la ducha, lavando los recuerdos de la noche y de Landi y Scarpa y los pensamientos de lo que le aguardaba en el despacho aquella mañana.
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