Mientras dejaba correr el agua, comprendió que tendría que decir algo a Paola antes de salir de casa, pero no sabía qué. Decidió que eso dependería de la actitud de ella cuando volviera al dormitorio, pero ya no la encontró allí. Se la oía en la cocina, de donde llegaban los sonidos familiares del grifo, la cafetera, el roce de una silla en el suelo. Él entró en la cocina haciéndose el nudo de la corbata y vio que su mujer se había sentado en su sitio de siempre y que había dos tazas grandes en la mesa. Cuando acabó con la corbata, se inclinó y le dio un beso en el pelo.
– ¿Y eso? -preguntó ella echando hacia atrás el brazo derecho para rodearle el muslo y atraerlo hacia sí.
Él se apoyó pero no la tocó con la mano.
– La costumbre, supongo.
– ¿La costumbre? -preguntó ella, ya dispuesta a ofenderse.
– La costumbre de quererte.
– Ah -dijo ella, pero el siseo de la cafetera cortó su respuesta. Echó en las tazas el café, la leche caliente y el azúcar. Él tomó la taza pero no se sentó.
– ¿Qué pasará ahora? -preguntó ella después del primer sorbo.
– Como es tu primera falta, supongo que te multarán.
– ¿Eso es todo?
– Es suficiente -dijo Brunetti.
– ¿Y a ti?
– Depende de cómo lo presenten los periódicos. Hay unos cuantos periodistas que llevan años esperando algo así.
Antes de que él pudiera enunciar los titulares posibles, ella dijo:
– Ya sé, ya sé -ahorrándoles a ambos la retahíla.
– Pero también es posible que te conviertan en una heroína, la Rosa Luxemburg de la industria del sexo.
Los dos sonrieron, pero él no pretendía ser sarcástico.
– No es eso lo que yo busco, Guido, ya lo sabes. -Antes de que él pudiera preguntar qué era lo que buscaba, dijo-: Sólo quiero que paren. Quiero ponerlos en evidencia, avergonzarlos para que lo dejen.
– ¿Quiénes, los de las agencias de viajes?
– Sí, esa gente -dijo ella, y durante unos momentos bebió en silencio. Cuando casi había terminado el café, dejó la taza en la mesa y dijo-: Pero lo que quiero es avergonzarlos a todos.
– ¿A los hombres que practican el turismo sexual?
– Sí, a todos.
– No vas a conseguirlo, Paola. Hagas lo que hagas.
– Ya lo sé. -Apuró el café y se levantó para hacer más.
– Déjalo -dijo Brunetti-. Tomaré otra taza por el camino.
– Es temprano.
– Siempre hay algún bar.
– Sí.
Lo había, y él entró a tomar otro café, alargándolo para demorar su llegada a la questura. Compró Il Gazzettino, aun sabiendo que hasta el día siguiente no podría aparecer la noticia. De todos modos, miró la primera página de la primera sección, luego pasó a la segunda, la dedicada a las noticias locales, pero no encontró nada.
Ahora había otro agente en la puerta. Como aún no eran las ocho, la questura estaba cerrada, y el agente abrió a Brunetti y saludó.
– ¿Ha llegado Vianello? -preguntó el comisario al pasar.
– No, señor. No lo he visto.
– Cuando llegue, dígale que lo espero en mi despacho, por favor.
– Sí, señor -dijo el hombre volviendo a saludar.
Brunetti subió por la escalera de atrás. Allí se encontró con Marinoni, la mujer que acababa de volver del permiso por maternidad, pero ella sólo dijo que se había enterado de lo del hombre de Treviso y que lo sentía.
En su despacho, Brunetti colgó el abrigo, se sentó a la mesa y abrió II Gazzettino. Los consabidos magistrados que investigaban a otros magistrados, ex ministros que hacían acusaciones contra otros ex ministros, disturbios en la capital de Albania, el ministro de Sanidad que pedía una investigación de la fabricación de fármacos adulterados para países del Tercer Mundo.
Pasó a la segunda sección y, en la tercera página, encontró la noticia de la muerte de la signora Iacovantuono. «Casalinga muore cadendo per le scale (Un ama de casa muere al caer por la escalera).» Seguro.
Él lo sabía desde el día antes: la mujer cayó, el vecino la encontró al pie de la escalera, los enfermeros la declararon muerta. El entierro, mañana.
Estaba acabando de leer la noticia cuando Vianello llamó a la puerta y entró. A Brunetti le bastó con verle la cara.
– ¿Qué dicen?
– Landi se ha puesto a hablar de ello en cuanto ha empezado a llegar la gente, pero Ruberti y Bellini no han dicho ni palabra. Y los periódicos no han llamado.
– ¿Y Scarpa?
– Aún no ha llegado.
– ¿Qué dice Landi?
– Que anoche trajo a su esposa, después de que rompiera el escaparate de la agencia de viajes de campo Manin. Y que usted vino y se la llevó a casa sin cumplir con las formalidades. Se ha erigido en una especie de fiscal de pacotilla y dice que, técnicamente, la signora Brunetti es una fugitiva de la justicia.
Brunetti dobló el periódico por la mitad y luego volvió a doblarlo. Recordaba haber dicho a Pucetti que traería a su esposa por la mañana, pero no pensaba que su ausencia fuera suficiente para hacer de ella una fugitiva de la justicia.
– Ya veo -dijo. Hizo una pausa y preguntó-: ¿Cuánta gente está enterada de lo sucedido la vez anterior?
Vianello meditó la respuesta un momento:
– Oficialmente, nadie. Oficialmente, no sucedió nada.
– Eso no es lo que pregunto.
– No creo que lo sepa quien no deba saberlo -dijo Vianello, reacio a ser más explícito.
Brunetti no sabía si tenía que agradecer la discreción al sargento o a Ruberti y Bellini, y cambió de tema.
– ¿Esta mañana ha llegado algo de la policía de Treviso?
– Iacovantuono se presentó en sus oficinas y dijo que no estaba seguro de la identificación que había hecho la semana pasada. Le parece que se equivocó. Porque estaba muy asustado. Ahora recuerda que el atracador tenía el pelo rojo. Parece ser que lo recordó hace un par de días, pero aún no lo había dicho a la policía…
– ¿Hasta que su mujer murió?
Vianello tardó en contestar:
– ¿Qué haría usted, comisario, si…?
– ¿Si qué?
– Si estuviera en su lugar.
– Probablemente, también recordaría el pelo rojo.
Vianello hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta del uniforme y asintió.
– Supongo que es lo que haríamos todos, y más, teniendo hijos.
Sonó el intercomunicador.
– ¿Sí? -dijo Brunetti, descolgando el aparato. Escuchó un momento, colgó y se levantó-. Era el vicequestore. Quiere verme.
Vianello se alzó la manga para mirar el reloj.
– Las nueve y cuarto. Seguramente, eso explica lo que ha estado haciendo el teniente Scarpa.
Brunetti centró cuidadosamente el periódico en la mesa antes de salir del despacho. En el antedespacho de Patta, encontró a la signorina Elettra sentada frente a su ordenador, pero la pantalla estaba en blanco. La joven miró a Brunetti mordiéndose el labio inferior y alzando las cejas. Podía ser un gesto tanto de sorpresa como de ánimo, como el que hace un colegial al compañero que ha sido llamado al despacho del director.
Brunetti cerró los ojos un momento y sintió que sus labios se comprimían. Sin decir nada a la secretaria, llamó a la puerta y la abrió al oír gritar «Avanti».
Brunetti esperaba encontrar al vicequestore solo en su despacho, por lo que no pudo disimular la sorpresa al ver a cuatro personas: el vicequestore Patta, el teniente Scarpa, sentado a la izquierda de su superior, lugar que siempre se asigna a Judas en los cuadros de La Última Cena, y dos hombres, uno de cincuenta y tantos años y el otro unos diez años más joven. Brunetti no tuvo tiempo para observarlos detenidamente, pero sacó la impresión de que el mayor de los dos hombres llevaba el mando, aunque el otro parecía más atento a lo que se decía.
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