Donna Leon - El peor remedio

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Un inesperado acto de vandalismo acaba de cometerse en el frío amanecer veneciano. Una mujer impecablemente vestida ha destrozado el escaparate de una agencia de viajes como protesta ante la explotación del turismo sexual en países asiáticos…
Cuando acude, el comisario Brunetti comprueba que el violento manifestante detenido en la escena del crimen no es otro que su esposa, Paola Brunetti. La crisis familiar que desencadena semejante situación somete a Brunetti a una presión extrema también en su trabajo: los jefes exigen resultados inmediatos en el esclarecimiento de un audaz robo y una muerte en extrañas circunstancias que apuntan directamente a la Mafia.
El encontronazo de su vida profesional y su vida privada, ambas en la picota, y esa inexplicable conspiración por la que Paola lo ha arriesgado todo, adoptando el peor remedio posible, le conducen a una dramática encrucijada, al encontrarse ante la historia de una mujer que pasa a la acción y del entramado mundo de la explotación humana y sexual…

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Al poco rato, los dos dormían y, cuando despertaron, nada había cambiado.

9

El día siguiente fue tranquilo, en la questura las cosas se mantuvieron dentro de una relativa normalidad. Patta ordenó que se trajera a Venecia a Iacovantuono para interrogarlo acerca de su negativa a testificar, y así se hizo. Brunetti se lo encontró acompañado de dos policías con metralleta que lo conducían al despacho de Patta. El pizzaiolo miró a Brunetti a los ojos, pero no dio señales de reconocerlo sino que mantuvo la cara congelada en esa máscara de ignorancia que los italianos han aprendido a adoptar frente a la autoridad.

Al ver sus ojos tristes, Brunetti se preguntó si saber la verdad de lo ocurrido supondría alguna diferencia. Tanto si a su esposa la había asesinado la Mafia como si eso era sólo lo que creía Iacovantuono, a sus ojos, el Estado y sus órganos eran impotentes para protegerlo de la amenaza de un poder mucho mayor.

Todos estos pensamientos se agolparon en la cabeza de Brunetti al ver subir la escalera al hombrecillo, pero eran muy confusos como para poder expresarlos, ni aun a sí mismo, con palabras, por lo que todo lo que pudo hacer fue saludar con un movimiento de la cabeza al hombre que, entre los corpulentos policías, parecía aún más pequeño.

Mientras seguía subiendo la escalera, Brunetti recordó el mito de Orfeo y Eurídice, el hombre que perdió a su esposa por mirar atrás para asegurarse de que ella lo seguía, quebrantando la prohibición de los dioses, con lo que la condenó a permanecer para siempre en el Hades. Los dioses que gobiernan Italia habían ordenado a Iacovantuono no mirar, él desobedeció y ellos le quitaron a su esposa para siempre.

Afortunadamente, Vianello estaba esperándolo en lo alto de la escalera y su presencia distrajo a Brunetti de sus cavilaciones.

– Comisario -dijo el sargento al verlo llegar-, se ha recibido una llamada de una mujer de Treviso. Dice que vive en la misma casa que los Iacovantuono, el mismo edificio habrá querido decir.

Brunetti pasó por delante del sargento indicándole con un movimiento de la cabeza que lo siguiera y precediéndole por el pasillo hasta su despacho. Mientras colgaba el abrigo en el armadio, el comisario preguntó:

– ¿Qué ha dicho esa mujer?

– Que se peleaban.

Pensando en su propio matrimonio, Brunetti dijo:

– Mucha gente se pelea.

– Él le pegaba.

– ¿Y ella cómo lo sabe? -preguntó Brunetti con inmediata curiosidad.

– Ha dicho que la mujer bajaba a su casa a llorar.

– ¿Y nunca llamó a la policía?

– ¿Quién?

– La signora Iacovantuono.

– No lo sé, yo sólo he hablado con esta mujer -empezó Vianello mirando una notita que tenía en la mano-. Signora Grassi, hace diez minutos. Acababa de colgar cuando ha entrado usted. Ha dicho que él es muy conocido en el vecindario.

– ¿Por qué?

– Por problemas con los vecinos: grita a sus hijos.

– ¿Y eso de los malos tratos a la mujer? -preguntó Brunetti sentándose detrás de su escritorio. Mientras hablaba, atrajo hacia sí un montoncito de papeles y sobres, pero no empezó a mirarlos.

– No lo sé. Aún no. No ha habido tiempo de preguntar.

– No es nuestra jurisdicción -dijo Brunetti.

– Ya lo sé. Pero ha dicho Pucetti que esta mañana iban a traerlo porque el vicequestore quería hablarle del atraco al banco.

– Sí; lo he visto en la escalera. -Brunetti miraba el sobre de encima de todo, tan abstraído en lo que Vianello acababa de decirle que lo único que percibía era un rectángulo verde pálido. Poco a poco, fue perfilándose el dibujo: un soldado galo con su esposa agonizante a los pies y la espada clavada en el propio cuerpo. «Roma, Museo Nazionale Romano», se leía en un borde lateral y en el otro: «Galatea suicida.» En la base, un número: «750».

– ¿Seguro de vida? -preguntó Brunetti finalmente.

– No lo sé, comisario. Acabo de hablar con ella.

Brunetti se levantó.

– Se lo preguntaré a él -dijo y salió del despacho solo, camino de la escalera que lo llevaría al despacho de Patta, en la planta inferior.

El antedespacho estaba vacío, y pequeñas tostadoras evolucionaban lentamente por la pantalla del ordenador de la signorina Elettra. Brunetti llamó a la puerta de Patta y oyó la voz de su jefe autorizándolo a entrar.

Dentro, la escena familiar: Patta, detrás de un escritorio vacío, lo que lo hacía aún más intimidatorio. Iacovantuono estaba sentado en el borde de la silla, asiendo nerviosamente los lados del asiento, con los codos pegados al cuerpo, sustentándolo.

Patta miró a Brunetti con gesto imperturbable.

– ¿Sí? -preguntó-. ¿Qué ocurre?

– Me gustaría hacer una pregunta al signor Iacovantuono -respondió Brunetti.

– Me parece que perderá el tiempo, comisario -dijo Patta y, alzando el tono de voz-: como yo he perdido el mío. El signor Iacovantuono parece haber olvidado lo que ocurrió en el banco. -Se inclinó hacia su visitante, aunque sería más exacto decir «se cernió» y dejó caer el puño en la mesa no con violencia pero sí con la fuerza suficiente como para que se le abriera la mano, apuntando con cuatro dedos a Iacovantuono. -En vista de que el cocinero no reaccionaba, Patta miró a Brunetti-: ¿Qué quiere preguntarle, comisario? ¿Si recuerda haber visto a Stefano Gentile en el banco? ¿Si recuerda la primera descripción que nos hizo? ¿Si recuerda haber identificado a Gentile por la foto? -Patta se recostó en el respaldo manteniendo la mano en el aire, todavía con los dedos extendidos hacia Iacovantuono-. No; no creo que recuerde nada de eso. Le sugiero que no pierda el tiempo.

– No es eso lo que deseo preguntarle -dijo Brunetti con voz suave, en contraste con la histriónica cólera de su jefe.

Iacovantuono miró al comisario.

– Bien, ¿de qué se trata? -apremió Patta.

– Me gustaría saber -empezó Brunetti dirigiéndose a Iacovantuono y desentendiéndose por completo de Patta- si su esposa estaba asegurada.

Iacovantuono abrió mucho los ojos con auténtica extrañeza.

– ¿Asegurada? -preguntó.

Brunetti asintió.

– Si tenía un seguro de vida.

Iacovantuono miró a Patta y, al no encontrar allí ninguna explicación, se volvió otra vez hacia Brunetti.

– No lo sé.

– Gracias. -Brunetti dio media vuelta para marcharse.

– ¿Eso era todo? -preguntó Patta a su espalda con irritación.

– Sí, señor -dijo Brunetti volviéndose hacia Patta pero mirando a Iacovantuono. El hombre seguía sentado en el borde de la silla, pero ahora tenía las manos juntas en el regazo y la cabeza baja, como si estuviera examinándolas.

Brunetti salió del despacho. Las tostadoras proseguían su interminable migración hacia la derecha, lemmings de la técnica, empeñados en la autodestrucción.

Al entrar en su despacho, Brunetti encontró esperándolo a Vianello, que se había acercado a la ventana y contemplaba el jardín del otro lado del canal y la fachada de la iglesia de San Lorenzo. El sargento, al oír abrirse la puerta, se volvió.

– ¿Y bien? -dijo cuando Brunetti hubo entrado.

– Le pregunté lo del seguro.

– ¿Y bien? -repitió Vianello.

– No lo sabe. -Vianello no hizo comentario y Brunetti preguntó-: ¿Nadia tiene una póliza de seguro?

– No. -Y, al cabo de un momento, Vianello agregó-: Por lo menos, que yo sepa. -Los dos meditaron un momento y el sargento preguntó-: ¿Qué va a hacer, comisario?

– Lo único que puedo hacer es comunicarlo a los de Treviso. -Entonces cayó en la cuenta-. ¿Por qué había de llamarnos a nosotros esa mujer? -preguntó a Vianello levantando una mano hacia la boca.

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