Donna Leon - El peor remedio

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Un inesperado acto de vandalismo acaba de cometerse en el frío amanecer veneciano. Una mujer impecablemente vestida ha destrozado el escaparate de una agencia de viajes como protesta ante la explotación del turismo sexual en países asiáticos…
Cuando acude, el comisario Brunetti comprueba que el violento manifestante detenido en la escena del crimen no es otro que su esposa, Paola Brunetti. La crisis familiar que desencadena semejante situación somete a Brunetti a una presión extrema también en su trabajo: los jefes exigen resultados inmediatos en el esclarecimiento de un audaz robo y una muerte en extrañas circunstancias que apuntan directamente a la Mafia.
El encontronazo de su vida profesional y su vida privada, ambas en la picota, y esa inexplicable conspiración por la que Paola lo ha arriesgado todo, adoptando el peor remedio posible, le conducen a una dramática encrucijada, al encontrarse ante la historia de una mujer que pasa a la acción y del entramado mundo de la explotación humana y sexual…

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Brunetti pasó el resto de la mañana contestando el correo y escribiendo informes de dos casos que estaba llevando, en ninguno de los cuales había conseguido hasta el momento resultados satisfactorios.

Era poco más de la una cuando se levantó de la mesa y se dispuso a salir del despacho. Bajó la escalera y cruzó el vestíbulo. No había guardia en la entrada, pero esto no tenía nada de extraño a la hora del almuerzo, en que las oficinas estaban cerradas y no se permitía la entrada en el edificio. Brunetti oprimió el pulsador de apertura y empujó la pesada vidriera. El frío había penetrado en el vestíbulo, por lo que se subió el cuello y hundió la barbilla buscando la protección de la gruesa tela del abrigo. Con la cabeza inclinada, salió a la calle y se encontró en plena tormenta.

La primera señal fue un súbito fogonazo, seguido de otro y luego otro. Bajó la mirada y vio acercarse pies, cinco o seis pares, que le cortaban el paso obligándole a pararse y levantar la cabeza para ver qué se le venía encima.

Estaba rodeado por un cerco compacto de cinco hombres que sostenían micrófonos. Detrás de ellos, en un círculo más amplio, evolucionaban tres videocámaras con la luz roja encendida, apuntando hacia él.

– Comisario, ¿es verdad que tuvo que arrestar a su esposa?

– ¿Habrá juicio? ¿Su esposa ha contratado a un abogado?

– ¿Qué hay del divorcio? ¿Es verdad?

Los micrófonos se agitaban ante él, y Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo para dominar el impulso de apartarlos de un manotazo. Al advertir su evidente sorpresa, los hombres arreciaron con sus preguntas que se atropellaban impetuosamente unas a otras, de modo que él sólo podía oír palabras sueltas: «su suegro», «Mitri», «libre empresa», «obstrucción de la justicia»…

Brunetti hundió las manos en los bolsillos del abrigo, volvió a bajar la cabeza y empezó a andar. Su pecho chocó con un cuerpo, pero él siguió andando, y por dos veces notó que pisaba a alguien. «No puede marcharse así», «obligación», «derecho a la información»…

Otro cuerpo se le puso delante, pero él siguió andando, mirando al suelo, para evitar los pisotones. Dobló por la primera esquina en dirección a Santa Maria Formosa, caminando sin precipitación, para no dar la impresión de que huía. Una mano lo asió de un hombro y él se la sacudió, dominando el deseo de agarrarla y estampar a su dueño contra la pared.

Lo siguieron durante varios minutos, pero él ni aminoraba el paso ni se daba por enterado de su presencia. Bruscamente, se metió por una estrecha calle, y los periodistas, la mayoría forasteros, debieron de sentirse alarmados ante aquel vericueto angosto y lóbrego, porque ninguno lo siguió. Al otro extremo, él torció hacia la izquierda siguiendo el canal, libre ya del asedio.

Llamó a su casa desde un teléfono de campo Santa Marina y se enteró por Paola de que había un equipo de televisión estacionado delante del portal y que tres reporteros habían tratado de impedirle entrar en su casa, en su afán por entrevistarla.

– Entonces almorzaré por ahí.

– Lo siento, Guido -dijo ella-. No pensé… -Ella se interrumpió, y él no tenía nada que decir a su silencio.

No; seguramente, ella no pensó en las consecuencias de sus actos. Qué extraño, en una mujer tan inteligente como Paola.

– ¿Qué harás? -preguntó ella.

– Volver al despacho. ¿Y tú?

– No tengo clase hasta pasado mañana.

– No puedes quedarte en casa hasta entonces, Paola.

– Ay, Dios, es como estar en la cárcel, ¿verdad?

– La cárcel es peor.

– ¿Vendrás a casa? ¿Después del trabajo?

– Naturalmente.

– ¿Vendrás?

Iba a decirle que no tenía otro sitio a donde ir, pero pensó que ella podía interpretarlo mal, y respondió:

– No deseo ir a ningún otro sitio.

– Oh, Guido -suspiró ella, y luego-: Ciao, amore -y colgó.

10

Estos sentimientos, sin embargo, nada significaban a la hora de enfrentarse a la muchedumbre que lo aguardaba en la puerta de la questura a la vuelta del almuerzo. Mientras Brunetti bajaba por el Ponte dei Grechi en dirección a los representantes de la prensa allí reunidos acudían a su mente diversas metáforas avícolas: cuervos, buitres, arpías se arremolinaban frente a la questura; no faltaba más que el cadáver putrefacto a sus pies, para que el cuadro estuviera completo.

Uno de ellos lo vio y, sin advertir a sus colegas -el muy traidor-, se apartó del grupo con disimulo y se acercó a Brunetti blandiendo el micro con el brazo extendido como si fuera una vara para arrear ganado.

– Comisario Brunetti -empezó desde varios metros de distancia-, ¿piensa el dottor Mitri demandar a su esposa?

Brunetti se paró y dijo sonriendo:

– Eso tendría que preguntárselo al dottor Mitri, imagino. -Mientras hablaba, observó que la jauría, al notar la ausencia del compañero, se volvía con una especie de espasmo colectivo hacia las voces que sonaban a su espalda. Al momento, se dispersaron y corrieron hacia él extendiendo los micrófonos, para captar cualquier palabra que pudiera haber quedado flotando alrededor de Brunetti.

Durante la estampida, uno de los cámaras tropezó con un cable y cayó de cara estrellando el aparato contra el suelo. El objetivo saltó y se fue rodando, como una lata de refresco que hubiera recibido un puntapié, hasta el borde del canal. Todos se habían quedado en suspenso, paralizados por la sorpresa o por otros sentimientos, observando su avance hacia los escalones que bajaban al agua. Se acercó al escalón superior, rodó mansamente por el borde, rebotó en el segundo y el tercero y, con un suave chapoteo, se hundió en las aguas verdes del canal.

Brunetti aprovechó el momento de distracción general para reanudar su marcha hacia la puerta principal de la questura, pero los periodistas reaccionaron rápidamente y se adelantaron para cerrarle el paso.

– ¿Piensa presentar la dimisión?

– ¿Es cierto que su esposa ya había sido detenida anteriormente?

– ¿…no llegó a juicio?

Con su sonrisa más sintética, Brunetti avanzaba sin empujar, pero sin dejar que sus cuerpos le impidieran alcanzar el objetivo. Cuando ya llegaba, se abrió la puerta y salieron Vianello y Pucetti, que se situaron uno a cada lado, con los brazos extendidos, para impedir la entrada a los reporteros.

Brunetti entró, seguido de Vianello y Pucetti.

– Vaya salvajes -dijo Vianello con la espalda apoyada en la vidriera. A diferencia de Orfeo, Brunetti no miró atrás y tampoco habló sino que empezó a subir la escalera. Oyó pasos a su espalda y al volverse vio a Vianello que subía los peldaños de dos en dos.

– Quiere verle.

Todavía con el abrigo puesto, Brunetti se dirigió al despacho de Patta. La signorina Elettra tenía Il Gazzettino del día abierto encima de la mesa.

Brunetti miró el diario y vio, en la página uno de la sección local, una foto suya tomada años atrás, y otra de Paola, la misma de la carta d'identitá. La signorina Elettra levantó la cabeza y dijo:

– Si tan famoso se hace, tendré que pedirle un autógrafo.

– ¿Es eso lo que quiere el vicequestore? -sonrió el comisario.

– No; me parece que él quiere su cabeza.

– Me lo figuraba -dijo Brunetti llamando a la puerta con los nudillos.

Sonó la voz de Patta en tono apocalíptico. Cuánto más fácil no sería todo si pudieran prescindir de tanto melodrama y acabar de una vez, pensó Brunetti. Al entrar en el despacho, le vino a la memoria un pasaje de Anna Bolena de Donizetti: «Si quienes me juzgan son los que ya me han condenado, no tengo esperanza.» Santo Dios, mira quién habla de melodrama.

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