Elizabeth George - El Precio Del Engaño

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Una lánguida ciudad de la costa de Essex se convierte en un hervidero tras el asesinato de un inmigrante de origen asiático. El racismo, siempre latente en situaciones de inestabilidad social, se dispara. Y poco a poco irá aflorando un universo de inmigración ilegal, racismo, celos, honor, violación, relaciones homosexuales y conflictos humanos. En esta novela cobra particular protagonismo la sargento Barbara Havers, ayudante del inspector Linley y opuesta a su superior, al que critica desde sus maneras hasta sus métodos de investigación. Pero ambos tienen algo en común: una extraordinaria agudeza para comprender la complejidad de las motivaciones humanas. Una novela soberbia por su fuerza y profundo realismo social.

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– ¿Habrías sabido quién era? -preguntó la niña-. ¿Di suficientes explicaciones para que supieras quién era? No sabía muy bien qué decir, pero me pareció suficiente.

– Lo has hecho muy bien -dijo Barbara-. Me ha gustado lo del piso de la planta baja. Me va bien saber dónde puedo encontrar tu dinero cuando lo necesite para comprar cigarrillos.

Hadiyyah lanzó una risita.

– ¡Tú no harías eso, Barbara Havers!

– No me pongas a prueba, mocosa -repuso Barbara.

Fue a la mesa y buscó el paquete de Players que guardaba en el bolso. Encendió un cigarrillo y dio un respingo cuando sintió una punzada en el pulmón.

– Eso es malo para ti -comentó Hadiyyah.

– Ya me lo habías dicho antes.

Barbara dejó el cigarrillo en el borde de un cenicero, en el que había ocho colillas apagadas.

– Si no te importa, Hadiyyah, he de desembarazarme de esta parafernalia. Estoy que ardo.

La niña no pareció captar la indirecta y se limitó a asentir.

– Tienes calor. Se te ha puesto la cara colorada. -Se retorció sobre la cama para ponerse más cómoda.

– Bueno, estamos entre chicas, ¿no? -suspiró Barbara.

Se acercó al armario, se quitó el vestido por la cabeza y exhibió su pecho vendado.

– ¿Has tenido un accidente?

– Sí, más o menos.

– ¿Te has roto algo? ¿Por eso vas vendada?

– La nariz y tres costillas.

– Debe de doler muchísimo. ¿Aún te duele? ¿Quieres que te ayude a cambiarte la ropa?

– Gracias. Me las arreglaré.

Barbara envió de una patada sus escarpines al interior del armario y se quitó las medias. Debajo de un impermeable negro de plástico encontró unos pantalones morunos púrpura. Se los embutió y completó su indumentaria con una arrugada camiseta rosa. Delante llevaba la leyenda «Cock Robin se lo merecía». Ataviada de tal guisa, se volvió hacia la pequeña, que estaba hojeando las páginas de una novela que había en la mesa contigua a la cama. La noche anterior, Barbara había llegado a la parte en que el salvaje lascivo del título había superado los límites de la resistencia humana al ver las firmes, jóvenes y convenientemente desnudas nalgas de la heroína, cuando entraba en el río para darse un baño. Barbara opinaba que Khalidah Hadiyyah no necesitaba averiguar lo que sucedía a continuación. Dio unos pasos y se apoderó del libro.

– ¿Qué es un miembro tumescente? -preguntó Hadiyyah con ceño.

– Pregúntaselo a tu padre. No. Pensándolo bien, mejor que no lo hagas. -No se imaginaba al solemne padre de Hadiyyah respondiendo a semejante pregunta con el mismo aplomo que ella era capaz de reunir-. Es el tamborilero oficial de una sociedad secreta -explicó-. Él es el miembro tumescente. Los demás miembros cantan.

Hadiyyah asintió con aire pensativo.

– Pero aquí pone que ella le tocó su…

– ¿Vamos a tomar ese helado? -se apresuró a replicar Barbara-. ¿Puedo aceptar la invitación ahora mismo? Me apetece uno de fresa. ¿Y a ti?

– Por eso he venido a verte. -La niña bajó de la cama y enlazó las manos a su espalda-. He de aplazar la invitación, pero no de forma indefinida -explicó-. Sólo de momento.

– Oh.

Barbara se preguntó por qué experimentaba decepción. Era absurdo, porque la perspectiva de ir a tomar un helado en compañía de una niña de ocho años no era un acontecimiento merecedor de figurar con letras de oro en su agenda.

– Papá y yo nos vamos. Sólo por unos días. Nos vamos ahora mismo, pero como había telefoneado para invitarte a un helado, pensé que debía avisarte sobre el retraso. Por si tú me llamabas. Para eso he venido.

– Claro, claro.

Barbara recuperó su cigarrillo y se sentó en una de las dos sillas a juego con la mesa. Aún no había abierto el correo del día anterior, que permanecía sobre un ejemplar atrasado del Daily Mail; encima del montón había un sobre con la inscripción «¿Buscas el amor?». Como todo el mundo, pensó con sarcasmo, y se puso el cigarrillo entre los labios.

– No te importa, ¿verdad? -preguntó Hadiyyah, angustiada-. Papá me dio permiso para venir a decírtelo. No quería que pensaras que te había dejado plantada. Eso sería horrible, ¿verdad?

Una fina arruga apareció entre las gruesas cejas negras de Hadiyyah. Barbara observó que el peso de la preocupación se posaba sobre sus pequeños hombros, y pensó en cómo la vida moldea a las personas hasta convertirlas en lo que son. Ninguna niña de ocho años, con el pelo todavía recogido en trenzas, debería preocuparse tanto por los demás.

– Claro que no me importa -dijo Barbara-, pero no pienso perdonarte la invitación. Cuando está en juego un helado de fresa, jamás dejo abandonada a una amiga.

El rostro de Hadiyyah se iluminó. Dio un pequeño brinco.

– Iremos cuando papá y yo volvamos. Sólo estaremos fuera unos días. Muy pocos. Papá y yo. Juntos. ¿Ya te lo he dicho?

– Sí.

– No lo sabía cuando te telefoneé. Resulta que papá recibió una llamada telefónica y dijo «¿Qué? ¿Qué? ¿Cuándo ha pasado?», y enseguida dijo que nos íbamos a la playa. Imagínate. -Enlazó las manos sobre su pecho huesudo-. Nunca he visto el mar. ¿Y tú?

¿El mar?, pensó Barbara. Oh, sí, ya lo creo. Cabañas de playa enmohecidas, loción bronceadora. Bañadores mojados que le escocían en la entrepierna. Había pasado todos los veranos de su infancia en la playa, con la intención de broncearse, y sólo había conseguido que se le cayera la piel a tiras, aparte de un montón de pecas.

– Hace tiempo que no voy -contestó Barbara.

Hadiyyah se precipitó hacia ella.

– ¿Por qué no vienes con nosotros? ¿Por qué no vienes? ¡Sería muy divertido!

– No creo que…

– Ya lo creo que sí. Haríamos castillos en la arena y nos bañaríamos. Jugaríamos a «tú la llevas». Correríamos por la playa. Si consiguiésemos una cometa, hasta podríamos…

– Hadiyyah, ¿ya has conseguido decir lo que querías?

La niña enmudeció al instante y se volvió hacia la puerta. Su padre estaba en el umbral y la observaba con seriedad.

– Dijiste que sólo necesitarías un minuto -siguió el hombre-. Y hay un momento en que una breve visita a una amiga se convierte en un abuso de su hospitalidad.

– No me está molestando -dijo Barbara.

Taymullah Azhar pareció verla, más que reparar en su presencia, por primera vez. Enderezó los hombros, el único indicio de su sorpresa.

– ¿Qué te ha pasado, Barbara? -preguntó en voz baja-. ¿Has tenido un accidente?

– Barbara se ha roto la nariz -informó Hadiyyah, y se acercó a su padre. El brazo de él la rodeó por el hombro-. Y tres costillas. Está toda vendada, papá. Le dije que debería venir con nosotros a la playa. Le sentaría bien, ¿no crees?

El rostro de Azhar se ensombreció ante aquella sugerencia.

– Una invitación muy amable, Hadiyyah -se apresuró a decir Barbara-, pero mis días de ir a la playa están completamente kaput . ¿Un viaje repentino? -preguntó al padre.

– Recibió una llamada telefónica… -empezó la niña.

– Hadiyyah -interrumpió Azhar-, ¿ya te has despedido de tu amiga?

– Le dije que no sabíamos lo del viaje hasta que entraste y dijiste…

Barbara vio que la mano de Azhar apretaba el hombro de su hija.

– Has dejado la maleta abierta sobre tu cama -dijo-. Ve a ponerla en el coche ahora mismo.

Hadiyyah bajó la cabeza, obediente.

– Adiós, Barbara -dijo, y salió por la puerta. Su padre dedicó una leve reverencia a Barbara e hizo ademán de seguirla.

– Azhar -dijo ella. El hombre se volvió-. ¿Quieres un cigarrillo antes de irte? -Extendió el paquete y le miró a los ojos-. ¿Uno para el camino?

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