Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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– Eso ahora no importa. Dame las llaves del coche.

Las sacó del bolsillo de atrás de sus vaqueros. Las llevé a la cocina junto con los paños usados. El suelo estaba como si allí se hubiera librado una batalla. Limpié toda la sangre que pude para no resbalar cuando sacara a Geraldine y eché los paños en el fregadero: ya se harían cargo de ellos cuando abrieran el refugio en mayo.

Había dejado la cartera junto a la puerta trasera cuando entramos… ¿hacía veinte días o sólo veinte minutos? Guardé el zapato y la media de Geraldine en la cartera y llamé a Benji para que se diera prisa.

– Voy a buscar el coche. Tú baja tus cosas y las de Catherine. Y luego necesito que me ayudes a llevar a la señora Graham.

El zumbido de los oídos comenzaba a ceder. Cuando salí, oí el viento de nuevo azotando las ramas. Volví a abrir las puertas del cobertizo y puse en marcha el Range Rover. Ya pensaría en algún otro momento cómo volver para recoger el Satura de Marc.

El motor del Rover se encendió con un rugido que me hizo saltar, pero luego marchaba con tanta suavidad que no lo oía. Era una sensación rara estar a esa altura del suelo y resultaba difícil calcular las distancias a los lados. Avancé lenta y cuidadosamente para no rayar el coche de Marc ni estrellarme contra la puerta del cobertizo.

Cuando salté del Rover para cerrar las puertas, volví a sentir el zumbido en los oídos. Sacudí la cabeza con impaciencia, intentando librarme de aquello. El zumbido se hizo más fuerte. No eran mis oídos; era un vehículo para nieve que pasó por el refugio y delante de la puerta de la casita. Una robusta figura con pelo oscuro y envuelta en un anorak negro saltó de él.

– ¡Renee! -grité contra el viento.

Al oír mi voz se giró rápidamente.

– ¡La detective! Debería haber imaginado que la encontraría con mi nieta. Sabía que usted me mentía respecto al chico árabe. Lo utilizó para atraer a mi nieta y sacarla de casa, ¿no es así?

– Una buena historia, Renee, pero no la imprima todavía -grité.

Estaba a unos tres metros de ella cuando disparó. Me tiré al suelo, haciendo esfuerzos por sacar la pistola de la chaqueta. Antes de que yo pudiera disparar, abrió la puerta de la casa y entró.

Al volver a la cocina vi a Catherine al pie de la escalera, Renee un par de escalones más arriba.

Catherine agarraba a su abuela con el brazo sano.

– No, abuela, nadie me forzó a venir; fue idea mía, no de V.I. ni de Benji. Yo lo secuestré a él, él no me ha obligado a hacer nada.

– Catherine, esto se llama el síndrome de Estocolmo; conozco muy bien su efecto en las personas. No me sorprende, después de la semana que has pasado, y de la herida, y de la anestesia que tienes todavía en el organismo. Sal y espérame en el Rover; estaré contigo de inmediato.

Catherine se volvió hacia mí llorando a lágrima viva.

– Dígaselo, dígaselo usted a mi abuela. ¡Que Benji vino conmigo, que él no me obligó, que usted no me obligó! Abuela, abuela, no pasa nada -gritó.

– Catherine, vete al Rover. Estás estorbando. -Renee bajó para apuntarme con el arma-. ¡Usted! ¡Tire la pistola! ¡Ahora mismo! Empújela con el pie bajo la mesa.

No podía arriesgarme a dispararle sin herir a Catherine. Tiré la pistola y la empujé bajo la mesa de la cocina.

Los ojos de Catherine eran un par de agujeros negros en su cara blanca.

– Abuela. No lo comprendes. V.I. vino aquí para ayudarme. Es una amiga.

– La que no comprendes eres tú, Catherine. Te has involucrado en algo que te viene demasiado grande.

Catherine se escabulló por debajo del brazo de Renee y subió la escalera. Su abuela me disparó; fue un disparo temerario que hizo que me cayera al suelo. Corrió detrás de su nieta. Cuando logré arrastrarme bajo la mesa para recuperar la pistola y me puse de pie, Renee y Catherine estaban en lo alto de la escalera.

Oí gritar a Benji.

– No, no hice nada, nada a Catterine, no la toqué, ¡no dispare!

Y a Catherine.

– No puedes, no puedes dispararle. Es mi amigo. ¡Abuela, no! -Y luego volvió a sonar la pistola.

Subí corriendo la escalera, pero antes de llegar arriba, apareció Renee y me disparó. Cayeron sobre mí fragmentos de yeso que me cegaron, y me pegué a la pared. Entre el polvo que me había caído en los ojos, distinguí las piernas de Renee y el movimiento de su mano. Intenté disparar. Sus piernas retrocedieron, pero hizo fuego otra vez. En cuclillas y apretada contra la pared, subí por la escalera y disparé dos veces para hacerla retroceder.

Las piernas de Renee súbitamente se encogieron. Su revólver cayó ruidosamente por la escalera. Ascendí los últimos tres peldaños con paso inseguro. En el rellano superior, Geraldine Graham estaba junto a Renee, con la máscara de Gabón aferrada entre sus manos artríticas. Temblaba, y le manaba sangre del pie a través del paño, pero se esforzaba por sonreír.

– Vaya a ver a los chicos -dijo.

Benji y Catherine yacían en un montón de abrigos y sangre. Unas flores sangrientas soltaban pétalos a su alrededor. Al principio no sabía cuál de ellos estaba herido, porque estaban entrelazados, pero cuando me arrodillé para tocarlos, los dedos de Catherine estaban calientes y los de Benji helados, su pulso era apenas un hilo. Abrió los ojos, dijo algo en árabe y luego, en inglés, añadió:

– Vi a la abuela la semana pasada. Conduciendo una cosa parecida a la de hoy, una cosa que no era un coche, como hoy, la vi desde la ventana, ella puso al hombre en el agua.

– ¡Shhh! Ya lo sé. Ahora ¡shhh! Catherine, suéltalo. Voy a llevarlo al hospital.

Logré separar los dedos de ella del frío costado de Benji.

– Trae los abrigos para que podamos mantenerlo caliente.

Lo levanté; un chico delgado, una pluma entre mis brazos.

– Agárrate. Agárrate a mí, Benji.

Catherine me siguió lo bastante cerca como para tocar a Benji con la mano sana. En la cocina fui empujando con el pie la pistola de Renee, hasta arrojarla a la nieve cuando salí. Antes de que llegáramos al Rover, Benji murió entre mis brazos.

54

SUEÑO POCO NATURAL

Ansiaba dormir más que cualquier otra cosa en el mundo. Ansiaba un baño, una cama y poder olvidar, pero en cambio tuve que ver a la policía de Eagle River y al comisario del condado de Vilas, que intentaban darle sentido a lo que no lo tenía.

Cuando Catherine y yo regresamos a la casa con el cuerpo de Benji, lo deposité sobre la mesa del comedor, un catafalco, si se le podía llamar así, una capilla ardiente. Catherine se negó a abandonarlo, aunque temblaba tan violentamente que no podía dejar la mano quieta en la frente de Benji.

Fui al salón en busca de las mantas con las que antes habíamos tapado a Geraldine. Cuando volví con ellas al comedor, Catherine se había subido a la mesa y sostenía la cabeza de Benji en su regazo. La envolví en las mantas, pero sus temblores no cesaron.

Saqué el móvil de la cartera y me colgué el micrófono del cuello. Mientras localizaba al servicio local de emergencias, pasé los brazos alrededor de Catherine, intentando frotarla para darle calor. Cuando finalmente pude conectarme con la operadora del condado, lo peor de sus temblores había cedido, pero la habitación estaba llena del pegajoso aroma de su miedo, y de su orina.

Una sombra en el salón me hizo soltarla y correr hacia el umbral abovedado. Era Geraldine, no Renee, haciendo uso de su extraordinaria voluntad para bajar la escalera con el pie herido. Me miró a mí y luego a Catherine, temblando entre las mantas, luego se le acercó cojeando y le echó su abrigo de marta por encima de los hombros. La arropé con él lo mejor que pude. No se movió ni me miró a mí, tenía los ojos fijos en el infinito, y la cabeza de Benji en el regazo.

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