Metí el Saturn en el cobertizo, cerrando la puerta pero sin girar la llave, por si acaso necesitábamos salir deprisa. Cuando me reuní con Geraldine, le dije que se mantuviera detrás de mí mientras entrábamos.
– Necesito tener ambas manos libres para enfrentarme a lo que sea que encontremos tras cruzar esa puerta. Y voy a sacar el revólver, así que no se pegue a mi espalda.
Me dio la llave. Igual que en el cobertizo, aquí tampoco habían cambiado la cerradura. Era un viejo cerrojo que retrocedió dando un chasquido. Con la pistola en la mano derecha, avancé encorvada, giré el picaporte y entré.
Una aguda voz juvenil exclamó:
– Si da un paso más, le acribillo.
MUERTE INMERECIDA
Era Catherine, y su voz temblaba por el miedo. No la veía. No podía determinar lo lejos que estaba ni en qué posición se encontraba. Ni qué clase de arma tenía.
– No seas ridícula -dije, irritada-. Geraldine Graham está conmigo. Aunque pudieras acertarme a oscuras, la señora Graham se lo contaría a tus abuelos y a tu padre, y lo pasarías fatal evitando los tribunales para delincuentes juveniles, por no hablar de la escuela de Washington. ¿Está aquí Benji?
– ¡Es usted! -Su voz vibró de… ¿contrariedad?, ¿rabia?-. ¡Le ordené que se mantuviera lejos de mí!
– Cierra el pico, Catherine. -Me arrastré hacia delante, buscando a tientas una silla que me sirviera de escudo-. No me interesan tus pataletas en absoluto. ¿Te imaginas como una especie de heroína, viviendo en los bosques del norte y cazando ratas almizcleras o cualquier otro animal para sobrevivir? ¿Qué pasará cuando el personal del refugio venga a prepararlo para la temporada? ¿También les dispararás?
Tropecé con un taburete. Detrás de mí oía los pasos lentos y torpes de Geraldine.
– Antes de eso, pensaremos en algo mejor. Tenemos un mes. Váyase, a menos que ya les haya dicho a la abuela y a mi padre dónde estoy.
Cuando mis sentidos se adaptaron al entorno, me di cuenta de que ella estaba más arriba que yo, probablemente en alguna escalera trasera, la de la servidumbre, que la mente de Geraldine había pasado por alto al recordar la disposición de la casa.
– No hay secretos en New Solway, querida. La señora Graham me dijo que era probable que estuvieras aquí, donde pasaste todos aquellos días dorados de tu infancia con tu abuelo. Por esa misma razón, tu abuela probablemente haya adivinado que estás aquí, y me atrevería a decir que tu padre también. Así que baja el rifle y ven conmigo antes de que aparezca tu familia. No querrás que tu abuela te encuentre así, ¿verdad? No con Benji. Deja que te lleve a casa, y que lleve a Benji a Chicago, donde pueda hacer un trato sobre su seguridad.
Catherine se echó a llorar con incontrolables sollozos de frustración, de agotamiento, de adolescencia. Oí que Benji le susurraba palabras en voz baja, imposibles de entender por encima del llanto.
Me moví en la oscuridad siguiendo sus sollozos tan rápido como pude. De pronto se abrió delante de mí el hueco de la escalera, oscuridad dentro de la oscuridad. Subí, palpando con la mano izquierda los peldaños, pero sosteniendo, por si acaso, la pistola con la derecha. Quince peldaños y toqué el metal del cañón. Lo agarré y tiré de él hacia un lado. Catherine apretó el gatillo.
El ruido resultó atronador en un espacio tan pequeño. El impacto de la detonación me hizo perder el equilibrio. Di con la espalda en el pasamanos. Debajo de mí, Geraldine lanzó un grito. Por encima del zumbido de los oídos oí el golpe de su cuerpo contra el suelo y el ruego de Benji: «Catherine, Catherine, ¿por qué estás disparando?».
– Uno de vosotros, que encienda la luz -dije con brusquedad.
Después de un momento, se hizo la luz en el rellano superior. Vi a Geraldine tirada al pie de la escalera. Arranqué el rifle de las manos de Catherine y bajé corriendo. La sangre cubría el pie y la pierna de Geraldine y formaba un charco debajo de ella.
Le puse el seguro a mi Smith & Wesson y la guardé en el bolsillo de la chaqueta. Con la luz del hueco de la escalera encontré el interruptor de la cocina. Necesitaba toallas, agua, jabón… un milagro. Rebusqué en los cajones, encontré un montón de paños y volví corriendo hacia la anciana.
Por lo que yo deducía, la bala le había rozado un lado del pie izquierdo. Quizá tuviese un hueso roto del empeine, pero al explorar el resto de la pierna no descubrí otras heridas.
Abrí los grifos del fregadero. Salió agua; un calentador siseó al ponerse en funcionamiento. Catherine dijo algo, pero el zumbido de los oídos era todavía demasiado fuerte; no la oí. Mientras escurría los paños, apareció a mi lado.
– ¿Está…? ¿La he matado?
– No. Le has dado en el pie.
– Lo siento -dijo en voz baja-. Lo siento mucho. No se mueve. ¿Está segura de que no… ha muerto?
– Está inconsciente. Espero que por el susto, y no por haberse golpeado la cabeza. Voy a vendarle el pie; tú consigue amoníaco. Mira debajo del fregadero. Si no lo encuentras ahí, busca una despensa. ¡Benji! -grité hacia las escaleras-. Baja unas mantas.
Le alcé la falda a Geraldine. Llevaba unas medias de nailon anticuadas sujetas a un liguero. Le quité la media y le limpié la pierna. Rompí uno de los paños y le envolví el pie con él. Ahora teníamos a una anciana inmovilizada, una adolescente desequilibrada y un egipcio fugitivo. Y una detective que no podía más del agotamiento. Tenía que mantenerme despierta, tenía que mantenerme alerta para que todos pudiéramos irnos a un lugar más seguro. Y había que hacerlo deprisa.
Benji apareció con dos mantas antes de que Catherine encontrara amoníaco. Le pedí que me ayudara a envolver a Geraldine y a llevarla al salón, donde tanteé con una mano en busca del interruptor. Cuando logré encender una lámpara, vi que aquella gran habitación estaba llena de muebles y objetos inútiles. Había un sofá contra la pared del fondo bajo una serie de ventanas que daban al lago. Tumbamos a Geraldine allí. Al estirarle las piernas, vi una de las máscaras de Kylie Ballantine sobre la chimenea.
Volví a la cocina corriendo, donde Catherine buscaba sin éxito en los cajones. Abrí una puerta esquinera y encontré un estante lleno de productos de limpieza. Lejía, cera para muebles y, ¡bingo!, amoníaco para uso doméstico. Volé al salón, vertí un poco del líquido en un paño y se lo puse a Geraldine cerca de la nariz. Estornudó y apartó la cabeza del olor. Abrió los ojos y parpadeó.
– ¿Lisa? Lisa, ¿qué pasa…? Ah, es usted, joven.
– Sí. -Cerré los ojos brevemente, rebosante de alivio al ver que me reconocía-. ¿Recuerda dónde estamos?
– En la casita. La nieta de Calvin. ¿Qué ha pasado?
– Disparé un veintidós, señora Graham. Le disparé a usted. No quer… Lo siento mucho. -Catherine apareció detrás de mi hombro izquierdo.
– Con palabras dulces no se fabrican caramelos -dijo Geraldine-. Nos has causado a todos…
– Sí, muchos problemas -la interrumpí-. Tenemos que salir de aquí, Catherine. Muy deprisa. Geraldine, perdón, señora Graham, voy a dejarla aquí un minuto mientras traigo el Range Rover de Catherine hasta la puerta. No me gusta la idea de que viaje con esa herida, pero creo que podríamos acostarla en el Rover. ¡Benji!
El muchacho apareció en la entrada del salón.
– Ve arriba y recoge todo lo que hayáis traído. Catherine, siéntate y no hagas nada durante dos minutos. No llores, no huyas, no le dispares a nadie.
Se resistió un segundo, pero enseguida sonrió débilmente y se dejó caer en un sillón, de cara al lago, acariciándose el brazo vendado.
– Benji y yo abrimos las llaves del gas y el agua. Él sabe dónde están.
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