Elizabeth George - Memoria Traidora

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Intrigada por el silencio que se había originado a sus espaldas, lentamente, la mujer comenzó a darse la vuelta. De pronto, una luz brillante cegó sus ojos, dejándola inmóvil, en medio de la calle, como suele sucederle a las presas indefensas. En milésimas de segundo, el estrepitoso rugir de un motor y el chirriar de unos neumáticos le congelaron la sangre y le hicieron ver que no tendría escapatoria. Cuando el coche la derribó, su cuerpo y la misteriosa fotografía que llevaba en sus manos salieron disparados hacia el gélido aire de la noche londinense. Sin duda, se había tratado de un asesinato. Y de una frialdad estremecedora, como pudo constatar poco después la policía, cuando descubrió que el conductor no sólo la había atropellado, sino que había dado marcha atrás para pasar sobre su cuerpo inerte para rematarla.
El problema era que, a partir de ahí, las pistas, más que apuntar hacia un asesino en el presente, parecían perderse en un confuso laberinto de crímenes, mentiras, culpas y castigos que habían rodeado la extraña muerte de una niña, hacía más de dos décadas. Como si se tratara de una máquina del tiempo, el suceso se había encargado de reabrir un lejano misterio que, por errores y debilidades humanas, nunca se había terminado de cerrar. La única verdad, si es que cabía encontrar alguna certeza, tenía que yacer en un antiguo y terrible secreto. Un secreto guardado, oculto y quizá perdido en alguna suerte de su memoria traidora.

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«Según lo que me ha contado es el segundo niño de su familia que murió joven.»

«¿Qué? ¿Qué quiere decir? ¿El segundo niño?»

«El segundo hijo que se le ha muerto a su padre, Gideon. Me contó lo de Virginia…»

Los niños mueren, doctora Rose. Son cosas que pasan. Todos los días de la semana. Los niños se ponen enfermos. Los niños mueren.

Capítulo 3

– No llego a entender cómo se las ha podido arreglar la encargada del suministro de comidas, ¿y tú? -preguntó Frances Webberly-. Está claro que esta cocina es suficientemente grande para nosotros. Supongo que aunque tuviéramos lavaplatos o microondas tampoco los usaríamos. Pero los encargados del avituallamiento… están acostumbrados a todas las comodidades modernas, ¿no crees? ¡Qué sorpresa se debe de haber llevado esa pobre mujer al llegar y ver que aún vivíamos prácticamente en la Edad Media!

Malcolm Webberly, que estaba sentado a la mesa, no hizo ningún comentario. Había oído las palabras intencionadamente alegres de su esposa, pero tenía la cabeza en otra parte. A fin de evitar una conversación potencial que no quería entablar con nadie, se dispuso a cepillar los zapatos en la cocina. Supuso que Frances, que le conocía desde hacía más de treinta años y que, en consecuencia, sabía perfectamente la aversión que tenía por hacer dos cosas a la vez, lo vería ocupado en su humilde tarea y lo dejaría en paz.

Sentía un gran deseo de que le dejaran solo. Lo había estado deseando desde el preciso instante en que Eric Leach le había dicho: «Male, siento mucho llamarte tan tarde, pero tengo algo que contarte». Después le había puesto al corriente de los detalles de la muerte de Eugenie Davies. Necesitaba estar solo durante un rato para poner en orden sus sentimientos, y aunque una noche en vela junto a una esposa que roncaba ligeramente le había dado un buen número de horas para analizar cómo le habían afectado las palabras «atropellamiento y fuga», cayó en la cuenta de que lo único que había sido capaz de hacer era imaginarse a Eugenie Davies tal y como la había visto por última vez: el viento del río sacudiéndole la melena rubia y resplandeciente. Se había cubierto la cabeza con un pañuelo tan pronto como había salido de su casa, pero el pañuelo se le había aflojado durante el paseo; se lo había quitado, lo había doblado de nuevo, y en el momento en que intentaba ponérselo en la cabeza, el viento le había alborotado los mechones de pelo que le colgaban por encima de los hombros.

Él le había dicho con rapidez: «¿Por qué no te dejas el pelo suelto? El reflejo de la luz en el pelo hace que parezcas…». ¿Qué? ¿Bella?, se había preguntado. Pero en todos los años que hacía que él la conocía, ella nunca había sido una gran belleza. ¿Joven? Hacía más de diez años que ambos habían dejado de estar en la flor de la vida. Se figuró que la palabra que buscaba era, en realidad, tranquila. El reflejo del sol en el pelo hacía que pareciera tener una aureola alrededor de la cabeza, y eso le recordó a un serafín que hablaba de paz. Sin embargo, a medida que esos pensamientos le venían a la cabeza, cayó en la cuenta de que nunca había visto a Eugenie Davies en paz consigo misma y que en ese momento -a pesar del engaño de la aureola creado por la luz y el viento- aún no había encontrado la paz que tanto anhelaba.

Sin poder apartar esos pensamientos de la mente, Webberly untaba los zapatos diligentemente con betún. Mientras lo hacía, se percató de que su mujer aún le estaba hablando:

– … hizo un trabajo estupendo. Pero gracias a Dios que ya era de noche cuando llegó la pobre mujer, porque sólo Dios sabe cómo habría podido trabajar si hubiera podido ver con claridad cómo tenemos el jardín.- Frances se rió con tristeza-. No pararé hasta conseguir un estanque y unos cuantos lirios, le dije ayer por la noche a nuestra estimada lady Hillier. De hecho, ella y sir David están contemplando la posibilidad de instalar un jacuzzi en el invernadero. ¿Lo sabías? Yo le respondí que un jacuzzi en el invernadero me parecía muy buena idea y que estaba muy bien si era eso lo que querían, pero por lo que a mí respectaba, un pequeño estanque era lo que siempre había deseado. «Y un día lo tendremos», le declaré. «Si Malcolm dice que lo tendremos, así será.» Evidentemente, tendremos que avisar a alguien para que arranque las malas hierbas y para que se lleve el viejo cortacésped del jardín, pero eso no se lo dije a nuestra querida lady Hillier…

«Tu hermana Laura», pensó Webberly.

– …ya que tampoco habría comprendido de qué le estaba hablando. Ha tenido jardinero desde hace… no recuerdo cuánto tiempo hace. Pero cuando llegue el momento y tengamos el dinero, tú y yo tendremos nuestro pequeño estanque, ¿no es verdad?

– Eso espero -respondió Webberly.

Frances se relajó tras la mesa de la pequeña y abarrotada cocina y contempló el jardín desde la ventana. Se había pasado tanto rato allí en los últimos diez años que había dejado la marca del zapato en el suelo de linóleo, y había surcos en forma de dedo en la repisa de la ventana en la que se había pasado tantas horas agarrada a la madera. «¿Qué debía de pensar mientras permanecía allí hora tras hora cada día de la semana? -se preguntaba su marido-. ¿Qué intentaba hacer? ¿Por qué no lo conseguía?» Un momento más tarde obtuvo su respuesta:

– Hace un día bastante bueno -le informó-. Radio Uno ha afirmado que esta tarde volverá a llover, pero creo que se han equivocado. ¿Sabes? Creo que esta mañana voy a salir al jardín para trabajar un poco.

Webberly levantó los ojos. Frances, que según parece se dio cuenta de que él la estaba mirando, se dio la vuelta, y con una mano todavía en la repisa y la otra asiendo con fuerza la solapa de la bata, le dijo:

– Creo que hoy soy capaz de hacerlo. Malcolm, creo que hoy seré capaz.

¿Cuántas veces le había dicho eso mismo con anterioridad?, se preguntó Webberly. ¿Cien? ¿Mil? Y siempre con la misma proporción de esperanza y engaño. Malcolm, voy a trabajar en el jardín, esta tarde voy a ir paseando hasta las tiendas, no cabía duda de que se sentaría en un banco de Prebend Gardens o que llevaría a Alfíe a dar un paseo o que probaría el nuevo salón de belleza del que hablaban tan bien… tantas intenciones buenas y honestas que se convertían en nada en el último momento, cuando la puerta principal se alzaba implacable ante Frances y, por mucho que lo intentara y Dios sabe que lo hacía, ni siquiera podía levantar la mano derecha lo suficiente para asir el tirador de la puerta.

– Franje… -le dijo Webberly.

Le interrumpió con ansiedad:

– La fiesta lo ha cambiado todo. El hecho de que nuestros amigos hayan venido a casa… que hayamos estado acompañados por ellos. Me siento bien… todo lo bien que puedo estar.

La presencia de Miranda junto a la puerta de la cocina le ahorró a Webberly tener que responder. Con un «¡Ah, estáis aquí!», dejó la maleta y una pesada mochila en el suelo y se dirigió hacia los fogones, donde Afile -el pastor alemán de la familia- se estaba atiborrando de los restos de la fiesta. Le hizo una caricia enérgica entre las orejas, y como respuesta el perro se tumbó en el suelo y le ofreció el estómago para que le siguiera acariciando. Ella entendió lo que quería y, por lo tanto, se detuvo para besarle en la frente y el perro le correspondió con un babeante beso.

– ¡Cariño, eso es totalmente antihigiénico! -le advirtió Frances.

– Eso es amor de perro -le replicó Miranda-. Y, según dicen, es el más puro de todos, ¿no es verdad, Alfie?

Alfie bostezó.

Miranda se dio la vuelta y les dijo a sus padres:

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