Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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Posner había llegado y, por lo que podía oír, lo había hecho pisando a fondo. Y Durham se había presentado, al parecer, para arengar a sus tropas en persona. No era de extrañar que la calle estuviese atestada. Desrizándome entre la multitud subí por la escalera que llevaba hasta el andén del metro en Adams para poder ver qué era lo que estaba pasando.

Capítulo 28

Pelea entre (ex) amantes

El ascensor me llevó hasta la planta sesenta y tres tan deprisa que se me taponaron los oídos pero apenas fui consciente del malestar. ¡Paul Radbuka con Joseph Posner! Pero ¿por qué me sorprendía? En cierto modo era lógico. Eran dos hombres obsesionados por los recuerdos de la guerra y por su identidad judía. Nada podía ser más natural que verlos juntos.

El ordenanza de la planta de los directivos ya se había marchado. Me acerqué a la ventana que tenía detrás de su consola de caoba, desde donde podía ver más allá del Art Institute hasta el lago. El azul claro se perdía en el horizonte entre las nubes, de modo que no podía distinguir dónde acababa el agua y dónde empezaba el cielo. Casi parecía algo artificial, aquel horizonte, como si un pintor hubiese empezado a sobrepintar un cielo blancuzco y hubiera perdido luego el interés por la obra.

Tenía que estar en casa de los Rossy a las ocho. Eran las cinco. Me preguntaba si podría seguir a Radbuka desde allí hasta su casa, aunque, tal vez, aquella noche se fuera a la casa de Posner. A lo mejor había encontrado una familia que le acogiera y le alimentara como parecía que necesitaba. A lo mejor empezaba a dejar a Max en paz.

– ¡Vic! Pero ¿qué estás haciendo aquí fuera? Me has llamado desde el almacén hace quince minutos.

La voz de enfado e inquietud de Ralph me devolvió al presente. Estaba en mangas de camisa, ion el nudo de la corbata flojo y, bajo la fachada de enojo, sus ojos reflejaban preocupación.

– Estoy admirando la vista. Sería maravilloso dejar toda esta agitación y caminar hacia el horizonte, ¿verdad? Yo sé por qué estoy molesta con Connie Ingram, pero no tengo la menor idea de por qué estás tú tan alterado.

– ¿Qué has hecho con la microficha?

U la lá, vishti banko.

– ¿Qué demonios quiere decir eso? -dijo apretando los labios.

– Tu pregunta tampoco tiene sentido para mí. No conozco a ninguna microficha ni personalmente ni de oídas, o sea que será mejor que empieces por el principio -al llegar a ese punto frené en seco-. ¡No me digas que la microficha de los Sommers se ha dañado!

– Muy bien, Vic, la inocencia sorprendida. Casi me convences.

Entonces perdí la calma, le empujé y me dirigí a apretar el botón del ascensor.

– ¿Adonde vas?

– A mi casa -dije escupiendo las palabras-. Quería preguntarte por qué Connie Ingram fue la última persona que vio a Howard Fepple con vida y por qué le había hecho pensar a Fepple que sería una cita erótica y por qué tras esa cita erótica Fepple fue hallado muerto y por qué el expediente de los Sommers que había en la agencia se ha esfumado. Pero no tengo ninguna necesidad de aguantar que me sigas lanzando mierda encima. Puedo hacerle esas preguntas directamente a la policía. Créeme, hablarán con esa señorita, doña Lealtad a la Empresa, y obtendrán las respuestas de un modo muy persuasivo.

Oí que el ascensor paraba detrás de mí. Antes de poder subirme en él, Ralph me agarró por el brazo.

– Ya que estás aquí, concédeme otros dos minutos. Quiero que hables con una persona de mi Departamento.

– Si pierdo la oportunidad de seguir a un tipo que está en la manifestación, me convertiré en una detective bastante enfadada, así que al grano, Ralph, ¿vale? Y eso me lleva a otra pregunta: ¿por qué estás tan obsesionado con la maldita microficha cuando tu edificio está sitiado?

Pasó por alto mi pregunta y se dirigió caminando muy deprisa por las alfombras de color rosa hasta su despacho. Denise, su secretaría, seguía en su puesto. Connie Ingram y una mujer negra, desconocida para mí, estaban sentadas, muy derechas, en las sillas tubulares. Cuando Ralph entró, lo miraron nerviosas.

Ralph me presentó a la desconocida, Karen Bigelow, la supervisora de Connie en el Departamento de Reclamaciones.

– Simplemente cuéntale a Vic lo que me has contado a mí, Karen.

Ella asintió con la cabeza y se volvió hacia mí.

– Ya estoy informada de todo lo del asunto Sommers. La semana pasada estuve de vacaciones, pero Connie ya me ha explicado que tuvo que dejarle el expediente al señor Rossy y que una detective privada podría intentar sonsacarle datos confidenciales de la empresa, así que cuando la detective, o sea usted, apareció pidiendo ver la ficha, Connie vino directamente a decírmelo. A ninguna de nosotras nos sorprendió demasiado. Como ya sabe, aquí, Connie, se mantuvo firme, pero se quedó preocupada y fue a ver la microficha. La correspondiente al expediente de los Sommers no estaba. No es que alguien la estuviera revisando o algo así. Es que había desaparecido. Y creo entender que usted estuvo sola en la planta durante un rato, señora.

Yo puse mi mejor sonrisa.

– Ya veo, pero tengo que confesarles que no sé dónde se guardan las fichas, en caso contrario podrían tener motivos fundados para sospechar de mí. Para ustedes, que se conocen al dedillo esa madriguera donde trabajan en la planta treinta y nueve, todo es coser y cantar, pero para un extraño ése es un lugar impenetrable. Aunque puede hacer algo muy sencillo: comprueben las huellas dactilares. Las mías figuran en los archivos del Ministerio del Interior porque tengo una licencia de detective y porque soy agente jurado ante los tribunales. Llamen a la policía, traten este asunto como un auténtico robo.

Se hizo un silencio en el despacho. Un minuto después Ralph dijo:

– Sí hubieras abierto ese armario, habrías limpiado las huellas, Vic.

– Mayor razón para buscarlas. Si hay otras huellas, aparte de las de Connie, lo que resulta lógico porque ha estado revisando los cajones, o eso dice, comprobarán que yo no he estado allí.

– ¿Qué quiere decir con lo de «o eso dice», señorita detective? -preguntó Karen Bigelow fulminándome con la mirada.

– Pues eso mismo, señorita supervisora, que no sé qué clase de juego se trae Ajax con la reclamación de la familia Sommers, pero es un juego en el que las apuestas están muy altas ahora que un hombre ha sido asesinado. La madre de Fepple me dio una llave para entrar en la agencia. He estado allí hoy para ver si podía encontrar algo en su agenda de citas.

Hice una pausa para mirar a Connie Ingram, pero su rostro redondo no reflejaba ninguna inquietud especial.

– Quienquiera que matase a Howard Fepple birló el expediente y su agenda electrónica de bolsillo. Pero no se le ocurrió borrar la cita de la agenda del ordenador, o le dio más asco que a mí acercarse al ordenador puesto que estaba cubierto de sangre y de restos de sesos.

Tanto Karen Bigelow como Connie se estremecieron al oírlo, lo cual sólo probaba que no les gustaba la idea de mezclar ordenadores, sangre y sesos.

– Bueno, a ver si averiguan quién tenía una cita con Howard Fepple el viernes pasado por la noche. ¡La joven Connie Ingram, aquí presente!

Su boca se abrió con un gigantesco «Oh» de protesta.

– Jamás. Yo jamás he tenido una cita para verlo. Si puso eso en su agenda, estaba mintiendo.

– Está claro que alguien miente -dije yo-. Yo estuve con él el viernes por la tarde y alguien muy rebuscado le proporcionó un método simple pero ingenioso para darme esquinazo. Esa misma persona volvió a entrar con él, mezclada entre un grupo de parejas que iban a clase de Lamaze y, luego, también salió entre ellos. Probablemente después de haberle matado. Connie Ingram era el único nombre que figuraba en las citas del viernes y, a su lado, había escrito dice que quiere hablar sobre Sommers, pero me parece que está cachonda -saqué la hoja impresa de mi bolso y se la pasé por delante de las narices.

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