Donna Leon - Malas artes

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Una estudiante acude al comisario Brunetti para pedirle consejo: ¿hay alguna forma legal de limpiar el buen nombre de su familia, mancillado por un crimen que cometió muchos años atrás su ya fallecido abuelo? Impresionado por su belleza e inteligencia, pero incapaz de ayudarla, Brunetti casi olvida el asunto hasta que la joven aparece asesinada en su apartamento. La investigación de este crimen transporta al infatigable comisario a la Segunda Guerra Mundial, cuando los judíos italianos fueron sistemáticamente despojados de sus obras de arte por parte de los nazis y sus colaboradores. A medida que Brunetti va desenterrando secretos de colaboracionismo, crimen organizado y explotación, se da cuenta de que se está adentrando en una época que los italianos, empezando por su propio padre y su suegro, el conde Orazio, tienen especial interés en ocultar. Los fantasmas del pasado son enemigos más peligrosos de lo que cabe imaginar.

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– Lo siento, signora, pero debe usted decirlo.

– La maté -dijo ella con voz tensa-. Me abrió la puerta y empecé a hablarle. Tengo mi orgullo, y no le dije que Maxwell me lo había pedido. Le dije que se apartara de él.

– ¿Y qué ocurrió?

– Ella me dijo que yo estaba equivocada, que mi marido no le interesaba, que me lo habían contado al revés, que era Maxwell quien la acosaba. -Aquí sonrió, confiada-. Pero él me había advertido que ella diría eso, y yo estaba preparada.

– ¿Y entonces?

– Entonces ella empezó a decir cosas terribles de él, cosas que yo no podía escuchar.

– ¿Qué cosas?

– Que sabía que eso de los papeles sobre Guzzardi era sólo un engaño de Maxwell y mi padre para conseguir dinero, que había advertido a Maxwell de que se lo diría a la signora Jacobs. -Aquí se interrumpió, y Brunetti notó cómo se le endurecía la voz al decir-: Y se inventó mentiras sobre otras chicas y sobre lo que decía de él la gente de la biblioteca.

– ¿Y qué más?

– Y entonces dijo que la sola idea de tener relaciones sexuales con él le daba asco. -Su voz se ahogó en el límite del agudo, el paroxismo de la condena, y él comprendió, sin que ella se lo dijera, que era eso lo que la había empujado a la violencia.

– ¿Y el arma, signora ?

– Ella estaba comiéndose una manzana. El cuchillo estaba en la mesa.

Como en Tosca, pensó Brunetti, y se estremeció.

– ¿Ella no gritó? -preguntó.

– No; estaba muy sorprendida para gritar. Se había vuelto un momento no sé por qué y cuando se puso otra vez de frente se lo clavé.

– Entiendo -dijo Brunetti. Decidió no pedir detalles; lo más urgente era dar la cinta a mecanografiar, para que ella firmara su confesión lo antes posible. Pero le pudo la curiosidad-. ¿Y la signora Jacobs?

– ¿La signora Jacobs? -repitió ella, sinceramente sorprendida.

Brunetti desistió de seguir preguntando y, en aquel momento, desechó la sospecha de que la signora Jacobs hubiera sido asesinada.

– No pudo soportarlo -dijo la mujer, y agregó, para sorpresa de Brunetti-: Lamento que haya muerto.

– ¿Lamenta también haber matado a la muchacha, signora ?

Ella movió la cabeza varias veces en pausada y firme negativa.

– No; en absoluto. Me alegro de haberlo hecho.

Evidentemente, ya había olvidado, o perdonado, la supuesta traición de su marido de aquella misma tarde, una falsa traición que la había catapultado a traicionarse a sí misma.

Brunetti, abrumado por la enormidad del humano desvarío y la sordidez de las humanas miserias, se puso en pie, mencionó la hora, dijo que el interrogatorio había terminado y salió de la sala, para disponer la transcripción de la confesión.

CAPÍTULO 27

Brunetti consiguió hacer firmar la confesión a la signora Ford. Se quedó en la oficina mientras la mecanógrafa la transcribía y la llevó a la mujer, que aguardaba en la sala de interrogatorios. Eleonora estampó su firma y puso la fecha. Acababa de hacerlo cuando llegó su marido, con un abogado, que entró protestando porque su cliente hubiera sido interrogada sin estar él presente. Era evidente que Ford había querido asegurarse los servicios de más de una categoría profesional, porque también traía a un médico. El doctor solicitó ver a su paciente y, después de un somero examen, dictaminó que debía ser hospitalizada inmediatamente. Aquellos dos hombres hacían a Brunetti el efecto de una pareja de recipientes para la sal y la pimienta: los dos eran altos y muy delgados; el médico, con el pelo blanco y la cara pálida; y el abogado, Filippo Boscaro, con cabellera oscura y gran bigote negro.

Brunetti preguntó cuál era la causa para la hospitalización, y el médico, que apoyaba una mano en el hombro de la signora Ford en actitud protectora, dijo que era evidente que su paciente sufría un shock y, por lo tanto, no se hallaba en condiciones de responder preguntas.

A eso, la signora Ford levantó la mirada hacia él y después hacia su marido, que se arrodilló a su lado, envolviéndole las manos con las suyas en ademán de amparo.

– No temas, Eleonora -le dijo-. Yo cuidaré de ti.

Ella se inclinó a susurrarle al oído unas palabras que Brunetti no pudo oír. Ford la besó suavemente en la mejilla y la mujer miró a Brunetti con una cara en la que resplandecía el amor triunfante. Brunetti no dijo nada, esperando a oír lo que sugeriría Ford.

El director de la biblioteca empezó a levantarse con dificultad, al no poder utilizar las manos, que tanto aprisionaban como eran aprisionadas por las de su mujer. Cuando estuvo de pie, la ayudó a levantarse a ella, sosteniéndola por la cintura. Entonces dijo al médico:

– Giulio, ¿te la llevas?

Antes de que el médico pudiera responder, Brunetti se adelantó:

– Lo siento, pero su esposa no puede marcharse, si no va con ella una agente femenina.

El médico, el abogado y el marido rivalizaron en las muestras de indignación, pero Brunetti abrió la puerta del corredor y dijo al agente que montaba guardia que hiciera subir inmediatamente a una agente femenina.

El abogado, al que Brunetti conocía de vista pero no sabía de él sino que era criminalista, dijo:

– Confío en que se dé cuenta, comisario, de que nada de lo que mi cliente haya dicho mientras estaba aquí podrá ser admitido como prueba.

– ¿Prueba de qué? -preguntó Brunetti.

– ¿Cómo dice? -dijo el abogado.

– ¿Prueba de qué? -repitió Brunetti.

El abogado, desconcertado, sólo supo decir:

– De lo que fuere.

– ¿Le parece, avvocato, que podría utilizarse como prueba de que ha estado aquí? -preguntó Brunetti afablemente-. ¿O como prueba de que sabe cuál es su nombre? -Brunetti comprendía que de nada serviría discutir con el abogado, pero no pudo resistirse a la tentación de buscarle las cosquillas.

– No sé de qué me habla, comisario -dijo Boscaro-, pero está claro que trata de provocarme.

Brunetti, que en eso no podía sino estar de acuerdo con él, miró entonces al médico:

– ¿Me da usted su nombre, dottore ? -preguntó.

– Giulio Rampazzo -dijo el hombre del pelo blanco.

– ¿Es el médico de la signora Ford?

– Soy psiquiatra -dijo el doctor Rampazzo.

– Comprendo -dijo Brunetti-. ¿Hace tiempo que la signora Ford es paciente suya?

Aquí el marido se impacientó. Ciñendo a su mujer más estrechamente con el brazo, la condujo hacia la puerta.

– Nada de esto tiene sentido. Ahora mismo voy a sacar de aquí a mi mujer.

Brunetti comprendió que no debía oponerse, y menos, estando Ford acompañado de un médico y un abogado. Pero se alegró de ver en la puerta a una mujer uniformada.

– Agente, acompáñela.

Ella saludó y dijo:

– Sí, señor -sin preguntar adonde tenía que ir con la mujer ni lo que debía hacer en su compañía.

– ¿A qué hospital la lleva, dottore ? -preguntó Brunetti. Rampazzo dudaba, procurando no mirar a Ford en busca de una indicación. Al ver esto, Brunetti dijo-: Pediré una lancha para que los lleve al Ospedale Civile. -Hizo una seña al agente que seguía allí, y lo envió a pedir la lancha.

Mientras los precedía por la escalera hacia la entrada de la questura, Brunetti buscaba la mejor manera de manejar la situación. Con un médico a su lado, que decía que la mujer se hallaba en estado de shock, Ford no tendría dificultad para sacarla de la questura, y Brunetti comprendía que sería inútil tratar de impedirlo. Por otra parte, cuanto más normal y pacífica fuera su salida, más peso se daría a su confesión, durante la cual ella se había mostrado perfectamente lúcida y coherente.

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