Donna Leon - Malas artes

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Una estudiante acude al comisario Brunetti para pedirle consejo: ¿hay alguna forma legal de limpiar el buen nombre de su familia, mancillado por un crimen que cometió muchos años atrás su ya fallecido abuelo? Impresionado por su belleza e inteligencia, pero incapaz de ayudarla, Brunetti casi olvida el asunto hasta que la joven aparece asesinada en su apartamento. La investigación de este crimen transporta al infatigable comisario a la Segunda Guerra Mundial, cuando los judíos italianos fueron sistemáticamente despojados de sus obras de arte por parte de los nazis y sus colaboradores. A medida que Brunetti va desenterrando secretos de colaboracionismo, crimen organizado y explotación, se da cuenta de que se está adentrando en una época que los italianos, empezando por su propio padre y su suegro, el conde Orazio, tienen especial interés en ocultar. Los fantasmas del pasado son enemigos más peligrosos de lo que cabe imaginar.

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– A la questura, a solicitar una orden de un magistrado para que su esposa sea conducida allí para ser interrogada.

– Usted no puede hacer eso -dijo Ford con voz aún más fuerte.

Brunetti giró sobre sí mismo y dio un paso hacia adelante, con una cólera tan evidente que el otro hombre retrocedió.

– Lo que yo puedo y lo que no puedo hacer, signor Ford, lo determina la ley, no su conveniencia. Y hablaré con su esposa. -Dio la espalda al inglés, para dejar claro que no tenía más que decir. Pensaba que Ford lo llamaría y se rendiría, pero no fue así, y Brunetti salió a la sala de lectura, donde Vianello estaba apoyado en una de las mesas, con un libro abierto en la mano. Los dos hicieron como si no se conocieran y Vianello enseguida volvió a mirar el texto.

Brunetti ya estaba en la puerta de la escalera cuando Ford salió del despacho.

– Espere -gritó al hombre que se alejaba. Brunetti se paró, giró el cuerpo a medias pero no hizo ademán de volver a entrar en la sala de lectura.

– Comisario -dijo Ford, con voz serena, pero aún con restos de un tinte de cólera en la cara-. Quizá podamos hablar. -Lanzó una mirada a los dos viejos, que, rápidamente, bajaron la cabeza hacia sus lecturas. Vianello permanecía ajeno a todos.

El inglés extendió una mano en ademán conciliador.

– Comisario, pase a mi despacho y hablemos.

Brunetti, esforzándose por mostrar desgana, se movía con deliberada lentitud. Al pasar junto a Vianello, señaló disimuladamente con el dedo a los dos hombres, y el inspector asintió. Brunetti siguió al inglés a su despacho, esperó a que el otro cerrara la puerta y se sentó en la misma silla que había ocupado la otra vez. En esta ocasión, Ford se parapetó detrás de la mesa.

Brunetti callaba: la experiencia le había enseñado que el silencio era una táctica eficaz para hacer hablar a la gente.

Al fin, Ford dijo:

– Creo que puedo explicarlo. -Frente al tenaz silencio de Brunetti, prosiguió-: Aquella muchacha era una coqueta de mucho cuidado. -Observó cómo reaccionaba Brunetti a eso y, al ver que parecía interesado, prosiguió-: Desde luego, el día en que vino a pedir permiso para usar la biblioteca, yo no podía adivinarlo. Parecía muy formal. Y lo fue, hasta que consiguió el trabajo. Entonces empezó.

– ¿Qué empezó? -preguntó Brunetti con un tono que sugería que estaba intrigado y bien dispuesto.

– Oh, a buscar excusas para entrar a preguntarme por determinados documentos o a pedirme que la ayudara a buscar un libro que decía que le habían solicitado. -Esbozó una leve sonrisa que probablemente quería ser entre picara y tímida pero que a Brunetti le pareció, sencillamente, zorruna-. Supongo que al principio me halagaba, ya sabe a lo que me refiero, que buscara mi ayuda y mi consejo. Pero no tardé en darme cuenta de lo simples que eran muchas de sus preguntas y lo… lo desproporcionado de su agradecimiento. -Aquí se interrumpió, como si no supiera cómo continuar: un gentleman, ante el dilema de mentir o decir la verdad a costa de la reputación de una joven.

Bajo la mirada de Brunetti, Ford pareció vencer los escrúpulos de una falsa caballerosidad y optar por la verdad.

– Su conducta llegó a hacerse francamente desvergonzada. Al final no tuve más remedio que dejarla marchar.

– ¿Lo que significa…?

– Tuve que pedirle que dejara la biblioteca.

– ¿Quiere decir despedirla?

– No exactamente -sonrió Ford-. Oficialmente, ella no trabajaba aquí. Verá, no era lo que se dice una empleada. Era voluntaria, y por eso era más fácil pedirle que se marchara. -Bajó la cabeza pero siguió hablando-. Aun así resultaba embarazoso pedirle que se fuera. -Al ver que Brunetti parecía desconcertado, explicó-: No quería herir sus sentimientos.

Brunetti no dudaba de que la marcha de Claudia de la biblioteca habría resultado embarazosa, pero no estaba seguro de que la explicación que acababa de oír describiera con fidelidad su causa. Se pellizcó el labio inferior entre el pulgar, el índice y el mayor y se sumió en lo que quería parecer una actitud contemplativa.

– ¿Su esposa estaba al corriente?

Ford dudó antes de contestar, aunque sólo un momento; pero, para Brunetti, lo revelador era la duda en sí, no su duración.

– Yo no le dije nada, si a eso se refiere -dijo Ford, dando a entender que la pregunta le parecía indiscreta. Brunetti, en lugar de hacerle observar que no había contestado, se limitó a esperar y, finalmente, el inglés agregó-: Me temo que lo notara. Eleonora es muy observadora. -Con semejante marido, no le faltarían motivos, pensó Brunetti.

– ¿Usted nunca habló con su esposa acerca de la muchacha? -preguntó el comisario.

– Por supuesto que no -protestó el ofendido caballero-. Al principio, quizá le dijera algo, que era trabajadora, pero como en realidad la muchacha no me interesaba, eso fue todo, probablemente.

– ¿Trabajaba Claudia también para su esposa, o cuando su esposa estaba en la biblioteca?

– Ah -dijo Ford con una sonrisa fácil-. Me parece que no se lo he dicho. Las funciones de mi esposa son de carácter puramente administrativo. Es decir, ella se encarga de los trámites burocráticos y de todo el papeleo con las oficinas municipales y regionales que se interesan por nuestras actividades. -Probó otra pequeña sonrisa-. Como es italiana y, concretamente, veneciana, sabe desenvolverse. Yo, siendo extranjero, me vería completamente desvalido.

Brunetti sonrió a su vez, pensando que, entre todos los adjetivos que podían aplicarse al señor Ford, nunca figuraría el de «desvalido».

– ¿Y qué hace usted, signore?

– Me ocupo de la gestión diaria de la biblioteca -dijo Ford.

– Comprendo -respondió Brunetti, aceptando finalmente las conclusiones de Vianello sobre los verdaderos fines de la institución.

Ford guardó silencio, con la sombra de una sonrisa todavía en los labios. Cuando se hizo evidente que el inglés no pensaba agregar nada más, Brunetti se puso en pie diciendo:

– Lo siento, pero aún he de hablar con su esposa.

– Eso será un trastorno para ella.

– ¿Por qué?

La respuesta tardó en llegar.

– Ella apreciaba mucho a Claudia, y estoy seguro de que hablar de su muerte la apenará profundamente.

Brunetti no preguntó a Ford cómo podía su esposa apreciar tanto a una muchacha con la que, según él mismo acababa de decir, apenas había tenido tratos.

– Lamento mucho tener que insistir, signore; pero me es imprescindible hablar con ella.

El comisario vio a Ford sopesar los posibles costes de oponerse a su petición. El hombre había dicho que no estaba familiarizado con la burocracia italiana, pero todo el que hubiera vivido varios años en el país sabría que, antes o después, la mujer tendría que hablar con la policía. Brunetti esperaba pacientemente, dando a Ford tiempo de sobra para tomar una decisión. Finalmente, el hombre levantó la mirada y dijo:

– De acuerdo. Pero permita que yo hable antes con ella.

– Eso no es posible, lo siento -dijo Brunetti pausadamente.

– Sólo para decirle que no tiene nada que temer -agregó Ford.

– Yo procuraré hacer que así lo comprenda -dijo Brunetti, y la firmeza del tono parecía desmentir la cortesía de las palabras.

– De acuerdo -dijo Ford levantándose, y fue hacia la puerta del despacho.

Una vez más, Brunetti cruzó la sala de lectura. Los dos viejos se habían ido, y ahora Vianello estaba sentado a una de las mesas, con el libro delante, tan absorto en la lectura que no levantó la cabeza cuando los dos hombres salieron del despacho de Ford. Pero sí golpeó con la punta del bolígrafo una hoja de papel que estaba al lado del libro y que parecía contener dos nombres y direcciones.

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