Mientras esperaba la respuesta, Brunetti estudiaba a la mujer, veía el furor contenido de sus manos, recordaba el ansia con que había ofrecido el pecho al roce accidental de la mano de su marido, y entonces se le ocurrió otra posibilidad:
– ¿Le confesó su marido que eran amantes, signora ? -preguntó con voz más suave.
Llegaron primero las lágrimas, que lo sorprendieron, porque brotaron antes de que asomara emoción alguna a la cara.
– Sí -dijo ella, volviendo a fijar la atención en la mesa.
Brunetti sabía que los perros de caza se dividen en dos grandes grupos: los que se guían por la vista y los que se fían del olfato. Ahora, como uno de estos últimos, él corría entre la hierba alta y húmeda del otoño, saltando los obstáculos que encontraba en su camino, captando a trechos el rastro de la pieza, enmascarado en otros por olores más fuertes, hasta que su mente, tras muchos rodeos, carreras y saltos en pos de la presa, lo llevó otra vez al punto de partida.
– ¿De quién fue la idea de hablar a la anciana de la posibilidad de rehabilitar el nombre de Guzzardi, signora ? ¿De su marido?
Ella hubiera tenido que aparentar sorpresa. Mirarlo con asombro y preguntarle de qué le hablaba. Él no hubiera creído en su ignorancia, pero hubiera comprendido que aún estaba lejos de darle caza.
Pero la mujer lo sorprendió preguntando:
– ¿Cómo se ha enterado?
– Eso no hace al caso. Lo que importa es que lo sé. ¿De quién fue la idea?
– De Maxwell -dijo ella-. Una de las cartas de recomendación que traía Claudia era de la signora Jacobs . Hacía, tiempo que era socia de la biblioteca, siempre estaba interesándose por Guzzardi y preguntando si habíamos recibido papeles que demostraran que él no se había quedado con los dibujos. -Calló, y Brunetti reprimió el impulso de acuciarla-. Mi padre lo conocía y decía que esas pruebas nunca se encontrarían, porque Guzzardi se lo había llevado todo. Decía que ahora valdrían una fortuna, pero que nadie sabía dónde estaban.
– ¿Nadie sabía que los tenía la signora Jacobs?
– Por supuesto que no. Nadie iba a su casa y todo el mundo sabía lo pobre que era. -Hizo una pausa y rectificó-: O creía que era.
– ¿Cómo se enteró? -preguntó Brunetti, evitando mencionar al marido directamente.
– Por Claudia. Un día, hablando de la signora Jacobs, ella se refirió a las cosas que tenía en su casa y dijo que era una lástima que no pudiera verlas nadie más. Me parece que ella era la única persona que entraba allí. -Y la mujer de la limpieza, hubiera querido decirle Brunetti. La somalí que limpiaba la casa y que era tan honrada que la anciana le daba las llaves, mientras desconfiaba del resto de la ciudad, al que mantenía alejado y en la ignorancia.
– ¿Usted cómo lo supo, signora ?
– Les oí comentarlo entre ellos. Como nunca se fijaban en mí, hablaban de todo como si yo no estuviera -explicó la mujer, y Brunetti se sorprendió de que ella lo asumiera con tanta naturalidad.
– ¿La idea de rehabilitar a Guzzardi era un medio para conseguir los dibujos? -preguntó Brunetti.
– Creo que sí. Maxwell dijo a Claudia que a la biblioteca había ido un hombre que tenía unos papeles que demostraban la inocencia de Guzzardi.
Él la miraba mientras ella trataba de recordar lo que había oído:
– ¿Propuso que la signora Jacobs diera los dibujos a cambio?
– No; sólo dijo a Claudia que había pruebas de que su abuelo era inocente y le sugirió que preguntara a la signora Jacobs qué quería hacer.
– ¿Y?
– No sé qué ocurrió después. Creo que Claudia habló con ella y que mi padre también envió a alguien. -Hablaba con tono vago, sin interés, pero de pronto levantó la mirada y dijo secamente-: Entonces lo oí hablando con Claudia por teléfono.
– ¿Y aquel día él le confesó a usted que eran amantes?
– Sí. Pero me dijo que todo había terminado, que él había cortado. Y es verdad que él le colgó el teléfono, le dijo que tuviera cuidado con lo que decía de él. Parecía muy disgustado. Entonces yo, sin darme cuenta, me moví y él me oyó. -Volvió a interrumpirse. Brunetti esperaba-. Salió del despacho y, al verme allí, me preguntó qué había oído. Yo se lo dije, le dije que no podría seguir soportando aquello… esas muchachas… que no respondía de mí si él continuaba. -Movía la cabeza de arriba abajo, volviendo a oír sus propias palabras, repitiendo la escena de celos entre ella y su marido. Al cabo de un rato, prosiguió-: Fue entonces cuando él me dijo que ella lo había tentado, que él no quería. Pero ella se había arrimado a él. Que lo había tocado. -Pronunció las palabras «tentado» y «arrimado» con repugnancia, pero al decir «tocado» su voz tembló de horror-. Y entonces me dijo que tenía miedo de lo que podía ocurrir si ella volvía, que él era un hombre y era débil. Que sólo me amaba a mí, pero que no sabía lo que ocurriría si aquella mala pécora volvía a tentarlo.
Al ver cómo se alteraba la mujer, Brunetti creyó preferible desviar momentáneamente su atención de aquellos recuerdos.
– Permítame volver a la conversación que usted oyó. ¿Su marido decía a la muchacha que, si volvía a la biblioteca y no decía nada a nadie, él no haría nada más? ¿Es así?
Ella movió la cabeza de arriba abajo.
– Debo recordarle que tiene que responder de viva voz, signora.
– Sí.
– ¿Fueron ésas sus palabras?
– Sí.
– ¿Y no podía referirse a otra cosa? ¿No lo ha pensado?
En los ojos de la mujer había sólo candor cuando respondió:
– ¡Pero si él mismo me aseguró que era eso lo que había querido decir! Que la dejaría volver y, si se comportaba debidamente, él no haría nada.
– ¿Por qué había él de querer que la muchacha volviera?
A esto la mujer sonrió, por haberse adelantado a él en formularse esta pregunta y comprender la razón.
– Él me dijo que para evitar las habladurías, que no quería que yo tuviera que soportar los comentarios de la gente. -Sonreía ante esa prueba de la consideración y, cómo no, del amor de su marido.
– Comprendo -dijo Brunetti-. Pero, cuando él le dijo que tenía miedo de su propia debilidad si ella volvía a tentarlo, ¿qué pensó usted?
– Me sentí orgullosa de él, por ser tan sincero conmigo y por lo mucho que yo significaba para él. Su confesión lo enaltecía.
– Naturalmente -murmuró Brunetti, comprendiendo lo que el marido perseguía con aquella confesión y lo bien que le había salido la jugada-. ¿Y él le pidió que hiciera usted algo? -preguntó. Como ella parecía reacia a responder, modificó la pregunta-: ¿Solicitó su ayuda?
Eso la hizo sonreír:
– Sí; quería que yo fuera a hablar con ella, para pedirle que lo dejara en paz.
– Sí; me doy cuenta de que eso había de ser lo más conveniente -dijo Brunetti. «Conveniente para sus propósitos», pensó-. ¿Y usted fue?
– No. Le dije que tenía confianza en él, que sabría ser fuerte. Pero, al cabo de unos días, me dijo que ella había vuelto a las andadas, que lo había… que lo había tocado otra vez, y que él no sabía cuánto tiempo podría resistir. -De nuevo se le quebró la voz, de horror por la indecencia de la muchacha.
– ¿Y volvió a pedirle que fuera a hablar con ella?
– No; no fue necesario. Yo misma comprendí que debía ir a hablar con ella, para pedirle que lo dejase en paz y no volviera a tentarlo.
– ¿Y?
– Y aquella noche fui a su casa -dijo ella poniendo las manos sobre la mesa con los dedos entrelazados.
– ¿Y? -preguntó Brunetti.
– Usted ya sabe lo que ocurrió -dijo la mujer, con impaciencia y desdén por tantas formalidades.
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