Donna Leon - Malas artes

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Una estudiante acude al comisario Brunetti para pedirle consejo: ¿hay alguna forma legal de limpiar el buen nombre de su familia, mancillado por un crimen que cometió muchos años atrás su ya fallecido abuelo? Impresionado por su belleza e inteligencia, pero incapaz de ayudarla, Brunetti casi olvida el asunto hasta que la joven aparece asesinada en su apartamento. La investigación de este crimen transporta al infatigable comisario a la Segunda Guerra Mundial, cuando los judíos italianos fueron sistemáticamente despojados de sus obras de arte por parte de los nazis y sus colaboradores. A medida que Brunetti va desenterrando secretos de colaboracionismo, crimen organizado y explotación, se da cuenta de que se está adentrando en una época que los italianos, empezando por su propio padre y su suegro, el conde Orazio, tienen especial interés en ocultar. Los fantasmas del pasado son enemigos más peligrosos de lo que cabe imaginar.

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CAPÍTULO 26

Aunque Ford trató de intimidar a Brunetti con bravatas, insistiendo en que no tenía derecho a arrestar a su esposa, ella no ofreció resistencia y dijo que estaba dispuesta a acompañarlo. Brunetti la llevó hacia la puerta, mientras Ford los seguía, lanzando a su espalda amenazas y nombres de gente importante. En el rellano de la escalera estaba Vianello, apoyado en la pared, con la americana desabrochada, revelando -por lo menos, para la mirada experta de Brunetti- la pistola en su funda.

Brunetti no sabía qué podía decir a Vianello, porque no estaba seguro de que lo que acababa de oír de labios de la signora Ford constituyera una confesión de asesinato. No había más testigo que Ford, que negaría haber oído lo que ella decía, o mantendría que había dicho algo totalmente distinto. Por lo tanto, era necesario hacerle repetir su confesión en presencia de Vianello o, mejor, llevarla a la questura y grabar su confesión en casete o en una cinta de vídeo. Brunetti sabía que toda acusación basada sólo en su palabra sería desestimada por cualquier magistrado.

– He pedido una lancha, comisario -dijo Vianello al verlos-. Ya no puede tardar.

Brunetti asintió, como si la decisión de Vianello fuera lo más natural del mundo.

– ¿Dónde parará? -preguntó.

– Al extremo de la calle -dijo Vianello.

– No puede hacer eso -insistió Ford, que se situó en lo alto de la escalera, cerrando el paso a Brunetti-. Mi suegro conoce al pretore. Lo despedirán por esto.

Brunetti no tuvo que decir ni una palabra. Vianello se acercó a Ford, dijo: «Permesso» y, casi levantándolo en vilo, dejó expedita la escalera, para que bajaran la mujer y Brunetti. El comisario no volvió la cabeza, pero oyó al inglés discutir, luego gritar y, finalmente, gruñir y forcejear inútilmente para apartar a Vianello de lo alto de la escalera y seguir a su mujer.

Lucía el sol, a pesar de que, en noviembre, hubiera debido hacer mucho más frío. Al salir del edificio, Brunetti oyó un motor a su derecha y hacia él condujo a la silenciosa mujer. Una lancha de la policía se detenía junto a las escaleras del extremo de la calle. Cuando ellos se acercaron, un agente de uniforme puso una plancha entre la borda y el embarcadero y los ayudó a subir a bordo.

Brunetti hizo bajar a la mujer a la cabina. No sabía si hablarle o esperar a que lo hiciera ella. La curiosidad que sentía hacía más difícil guardar silencio, pero optó por callar y, sentados uno frente a otro, viajaron hacia la questura sin decir nada.

Cuando llegaron, el comisario llevó a la mujer a una de las pequeñas salas de interrogatorios. Una vez allí, le notificó que todo cuanto ambos dijeran sería grabado. La condujo a una silla situada a un lado de la mesa, se sentó frente a ella, dio sus nombres y la fecha y le preguntó si deseaba tener consigo a un abogado mientras hablaba. Ella hizo un ademán negativo, pero él repitió la pregunta hasta que ella dijo:

– No; no quiero abogado.

Ella miraba en silencio la superficie de la mesa, en la que, a lo largo de muchos años, la gente había grabado iniciales, palabras y dibujos. Resiguió unas iniciales con el índice de la mano derecha y, finalmente, levantó la mirada. Tenía manchas rojas en la cara y los párpados hinchados de llorar.

– ¿Es verdad que Claudia Leonardo trabajaba en la biblioteca de la que usted es directora? -preguntó el comisario. Le pareció más prudente evitar toda alusión al marido hasta que fueran entrando en materia.

Ella asintió.

– Lo siento, signora -dijo él suavizando la expresión sin llegar a sonreír-, pero debe usted decir algo, para que lo recoja la grabación.

Ella miró en derredor, buscando los micrófonos, pero no pudo identificarlos porque los dos estaban montados en la pared y se confundían con interruptores del alumbrado.

– ¿Trabajaba Claudia Leonardo en la Biblioteca della Patria? -preguntó él nuevamente.

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo hacía que ella trabajaba allí cuando usted la conoció?

– No mucho.

– ¿Podría describirme cómo la conoció? Me refiero a las circunstancias.

Ella cerró la mano derecha y, con la uña del pulgar, se puso a raspar la mugre acumulada durante años en una de las letras grabadas en la mesa. Brunetti la vio sacar un fino rizo de lo que parecía cera negra, que barrió al suelo con la mano. Entonces miró al comisario.

– Yo había bajado a buscar un libro y ella se acercó y me preguntó si podía ayudarme. No sabía quién era yo.

– ¿Cuál fue su primera impresión, signora ?

Ella se encogió de hombros por toda respuesta, pero, antes de que Brunetti pudiera recordarle los micrófonos, dijo:

– Ninguna impresión en particular… -Y entonces, quizá recordando dónde estaban y por qué, se irguió en la silla, miró a Brunetti y dijo, con voz un poco más firme-: Parecía una buena muchacha. -Recalcó «parecía»-. Bien educada, y respetuosa, cuando le dije quién era yo.

– ¿Cree que ésa es una descripción exacta del carácter de la joven? -preguntó Brunetti.

Ella respondió sin pensar ni un instante:

– En absoluto. De ninguna manera, después de lo que le hizo a mi marido.

– Pero al principio, ¿qué pensaba usted?

Brunetti vio que ella tenía que vencer una fuerte resistencia para contestar, y al fin dijo:

– Estaba equivocada. Tardé en darme cuenta de la verdad.

Abandonando el intento de hacerle describir su primera impresión de la muchacha, Brunetti preguntó:

– ¿De qué se dio cuenta?

– Vi que estaba, que estaba, que estaba… -Se atascó en la frase y su voz se apagó. Miró la inicial de la mesa, sacó un poco más de mugre y finalmente dijo-: Que estaba interesada por mi marido.

– ¿Interesada de una manera impropia? -apuntó Brunetti.

– Sí.

– ¿Había ocurrido antes, que las mujeres se interesaran por su marido? -Le pareció preferible formular la pregunta de ese modo, haciendo recaer la culpa en las mujeres, al menos, por el momento, hasta que ella se mostrara más resignada a aceptar la palmaria verdad.

Ella asintió y luego, rápidamente, dijo con voz muy alta y nerviosa:

– Sí.

– ¿Ocurría con frecuencia?

– No lo sé.

– ¿Con anteriores empleadas de la biblioteca?

– Sí. Con la última.

– ¿Qué sucedió?

– Yo lo supe. Él me explicó lo que había sucedido, que ella era… bien, que era inmoral. La envié de vuelta a Génova, de donde había venido.

– ¿Y también se enteró de lo de Claudia?

– Sí.

– ¿Puede decirme cómo?

– Le oí hablar con ella por teléfono.

– ¿Oyó lo que le decía? -Ella movió la cabeza afirmativamente, y él preguntó-: ¿Escuchó la conversación o sólo lo que decía él?

– Sólo lo que decía él. Estaba en su despacho, pero tenía abierta la puerta, y podía oírlo.

– ¿Qué le decía?

– Que, si ella quería seguir trabajando en la biblioteca, no volvería a ocurrir. -Él la vio retroceder en el tiempo y escuchar las palabras de su marido-. Le decía que, si olvidaba lo sucedido y no lo decía a nadie, él le prometía no hacer nada más.

– ¿Y usted pensó que eso quería decir que era Claudia Leonardo la que acosaba a su marido? -preguntó Brunetti, sin dejar que el escepticismo sonara en su voz, pero intrigado porque ella hubiera podido dar esa interpretación a semejantes palabras.

– Desde luego.

– ¿Y aún lo cree?

La mujer dijo entonces con áspera vehemencia, retirando la mano de las iniciales entrelazadas de la mesa:

– Ella era su amante.

– ¿Quién le dijo a usted que ella fuera su amante?

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