– ¿No cabe otra explicación? -preguntó Vianello.
– Desde luego -concedió Brunetti, que tampoco lo creía.
– ¿Así que la hija de Filipetto es uno de los directores de la biblioteca? -preguntó Vianello.
– Eso dice el marido. ¿Por qué?
Vianello aflojó el paso y miró a Brunetti, curioso por averiguar si él había hecho la misma deducción. Como Brunetti no decía nada, preguntó:
– ¿No lo ves?
– No. ¿El qué?
– Ese nombre, «Biblioteca della Patria», les permite conseguir dinero de los dos lados. Esos ancianos, cualquiera que fuera el bando en el que lucharon durante la guerra, harán sus donativos a la biblioteca, convencidos de que representa sus ideales. -El inspector calló, pero Brunetti sentía que seguía reflexionando. Finalmente, agregó-: Y, seguramente, estará registrada como institución benéfica, por lo que nadie irá a preguntar adónde va el dinero. -Vianello, resopló con fuerza.
– No puedes estar seguro -dijo Brunetti.
– Pues lo estoy: es una Filipetto.
Dicho esto, Vianello calló y acomodó su paso al de Brunetti, mientras caminaban a lo largo de los estrechos canales de Castello, en dirección a San Pietro di Castello y la biblioteca. Cuando llegaron, Brunetti advirtió algo en lo que no se había fijado la otra vez: una placa colocada al lado de la puerta, indicando el horario. Pulsó el timbre y, segundos después, el portone se abrió y ellos entraron.
La puerta de lo alto de la escalera no tenía el cerrojo puesto y pudieron entrar en la sala de lectura sin llamar. No se veía a Ford, y el despacho estaba cerrado. Había un anciano, encorvado y un poco desaseado, sentado a una de las largas mesas, con un libro abierto a la luz de la lámpara, y otro, de pie frente a la vitrina, mirando los cuadernos expuestos. Incluso a distancia, Brunetti percibió el olor que acompaña a algunos viejos: a ropa agria y a piel sin lavar. Imposible adivinar cuál de ellos lo despedía, quizá los dos.
Ninguno miró a los recién llegados. Brunetti se acercó al anciano que estaba junto a la vitrina y entonces el hombre levantó la cabeza.
Poniendo buen cuidado en hablar en veneciano, Brunetti dijo, sin preámbulos:
– Da gusto ver que alguien conserva el respeto por el pasado. -Y agitaba la mano hacia lo alto, señalando lo que parecía una bandera de regimiento.
El anciano sonrió y asintió, pero no dijo nada.
– Mi padre estuvo en África y en Rusia -explicó Brunetti.
– ¿Y volvió? -preguntó el anciano. Su acento era puro Castello, y seguramente quien no fuera veneciano no hubiera entendido lo que decía.
– Sí.
– Eso está bien. Mi hermano, no. Fue traicionado por los aliados. Como todos nosotros. Embaucaron al rey para que se rindiera. De lo contrario, hubiéramos seguido peleando y hubiéramos vencido. -Miró en derredor y agregó-: Por lo menos aquí, eso se sabe.
– Sin duda -convino Brunetti, pensando en las ideas de Vianello acerca de los fines para los que se utilizaba la biblioteca-. Y nosotros viviríamos en un país mejor -terminó poniendo en la voz toda la fuerza de su convicción.
– Tendríamos disciplina -dijo el anciano.
– Y orden -terció el hombre de la mesa, hablando también en dialecto.
– Aquella jovencita estúpida no comprendía estas cosas -dijo Brunetti con la voz cargada de desdén-. Siempre despotricando contra el pasado, y contra el Duce, y diciendo que hay que abrir las puertas a esos inmigrantes que nos están inundando por todas partes, para robarnos los puestos de trabajo. Cuando queramos recordar, ya no habrá sitio para nosotros. -No se molestaba en buscar la coherencia: bastaban tópicos y prejuicios.
El que estaba a su lado lanzó un bufido de aprobación.
– No me explico cómo él la dejaba trabajar aquí -dijo Brunetti señalando la puerta del despacho de Ford con un movimiento de la cabeza-. No era la clase de… -empezó a decir cuando el de la mesa lo interrumpió.
– Ya sabemos cómo es él -dijo con una sonrisa sardónica-. Todo fue verle las tetas y perder la cabeza. No le quitaba la vista de encima, como a la otra, a ésa sí que le miraba las tetas, hasta que su mujer la echó a la calle.
– Sabe Dios lo que harían, en su despacho -dijo el de la vitrina, con una voz estremecida por secretas esperanzas.
– Menos mal que su mujer se enteró también de lo de ésta -dijo Brunetti, contento de que la santidad de la familia hubiera quedado a salvo de las tentaciones que crean las jóvenes faltas de moral.
– ¿Sí? -preguntó el de la mesa con curiosidad.
– Naturalmente. No tenías más que ver cómo la miraba pasear el culito por aquí, con aquel pantalón tan prieto -dijo el otro.
– Sé muy bien lo que yo hubiera hecho con aquel culito -dijo el de la mesa poniendo las manos debajo del tablero y moviéndolas arriba y abajo con un ademán que quería ser jocoso y Brunetti encontró obsceno. Pensó en el espíritu de Claudia, confiando en que sabría perdonarlos, a él y a aquella pareja de carcamales chiflados, por escupir en su tumba.
– ¿Está el director? -preguntó Brunetti como si el motivo de su visita lo obligara a interrumpir tan fascinante conversación.
Los dos hombres asintieron. El de la mesa puso las manos a la vista y las usó para apoyar en ellas la cabeza. Al ver que había perdido la atención del auditorio, volvió a las páginas del libro.
Brunetti hizo un rápido gesto, indicando a Vianello que se quedara en la sala de lectura, y se acercó a la puerta del despacho de Ford. Llamó con los nudillos y dentro sonó una voz que decía:
– Avanti.
El comisario abrió la puerta y entró.
– Ah, comisario -dijo Ford poniéndose en pie-. Es un placer volver a verlo. -Se acercó con la mano extendida y Brunetti alargó la suya sonriendo-. ¿Está ya más cerca de descubrir al responsable de la muerte de Claudia? -preguntó el hombre agitando arriba y abajo la mano de Brunetti.
– Me parece que ya tengo una idea de quién es el responsable de su muerte, que no es lo mismo que saber quién la mató -dijo Brunetti con una calma olímpica que lo sorprendió a él mismo.
Ford le soltó la mano y preguntó:
– ¿Qué quiere decir?
– Exactamente lo que he dicho, signore. No hay que ir muy lejos para hallar el motivo de su muerte, ni tampoco a la persona que la mató. Es sólo que no puedo relacionar lo uno con lo otro. Aún no, por lo menos.
– No entiendo nada -dijo Ford, retrocediendo ante Brunetti, hasta quedar al lado de la mesa, como si la solidez de su madera pudiera servir de apoyo a sus palabras.
– Quizá su esposa lo entienda. ¿Está ella aquí, signore ?
– ¿De qué quiere hablar con mi esposa?
– Del mismo asunto, signor Ford: de la muerte de Claudia Leonardo.
– Qué absurdo. ¿Cómo va a saber algo mi esposa?
– Eso, ¿cómo? -preguntó Brunetti, y añadió-: Su esposa es codirectora de la biblioteca, ¿verdad?
– Sí, desde luego.
– Usted no me lo dijo cuando estuve aquí la otra vez.
– Sí; le dije que mi esposa era codirectora.
– Pero no me dijo quién es su esposa, signor Ford.
– Mi esposa es mi esposa. ¿Qué más podía decirle? -insistió Ford.
Durante un momento, Brunetti pensó en cuál sería la reacción de Paola, si le oyera a él decir eso de ella. Pero abandonó esa especulación y volvió a preguntar:
– ¿Está ella aquí?
– Eso no es asunto suyo.
– Cualquier cosa que tenga que ver con la muerte de Claudia Leonardo es asunto mío.
– No puede hablar con ella -casi gritó Ford.
Brunetti, sin decir nada, dio un paso atrás y media vuelta, y fue hacia la puerta.
– ¿Adónde va?
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