Donna Leon - Malas artes

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Una estudiante acude al comisario Brunetti para pedirle consejo: ¿hay alguna forma legal de limpiar el buen nombre de su familia, mancillado por un crimen que cometió muchos años atrás su ya fallecido abuelo? Impresionado por su belleza e inteligencia, pero incapaz de ayudarla, Brunetti casi olvida el asunto hasta que la joven aparece asesinada en su apartamento. La investigación de este crimen transporta al infatigable comisario a la Segunda Guerra Mundial, cuando los judíos italianos fueron sistemáticamente despojados de sus obras de arte por parte de los nazis y sus colaboradores. A medida que Brunetti va desenterrando secretos de colaboracionismo, crimen organizado y explotación, se da cuenta de que se está adentrando en una época que los italianos, empezando por su propio padre y su suegro, el conde Orazio, tienen especial interés en ocultar. Los fantasmas del pasado son enemigos más peligrosos de lo que cabe imaginar.

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Tal como Brunetti suponía, Sanpaolo salió de su despacho al cabo de unos diez minutos, vio a Brunetti, fingió no reconocerlo y se acercó a hablar con una de las secretarias. La mujer señaló a Brunetti diciendo que aquel señor deseaba hablar con él.

Sanpaolo era alto y corpulento, tenía una barba muy poblada y necesitaba un corte de pelo. Probablemente, de más joven había sido guapo, pero la buena vida le había abotargado las facciones y ensanchado la figura, y ahora, más que un notario, parecía un atleta retirado y con varios kilos de más. Brunetti pensaba que aquel hombre sería un mal embustero; los padres de familia solían serlo, aunque no sabía por qué. Quizá los coartaban las responsabilidades familiares.

– ¿Sí? -preguntó acercándose a Brunetti, con los brazos caídos, sin asomo de cortesía.

– Es sobre el testamento de la signora Hedwig Jacobs -dijo Brunetti con voz llana, sin identificarse.

– ¿Qué pasa con el testamento? -preguntó Sanpaolo, sin pedir a Brunetti que repitiera el nombre.

– Me gustaría saber cómo llegó a su poder.

– ¿A mi poder? -inquirió Sanpaolo con notable aspereza.

– Por qué lo redactó y lo legalizó usted -aclaró Brunetti.

– La signora Jacobs era clienta mía y yo redacté y di fe de su firma y de las de los dos testigos.

– ¿Quiénes son?

– ¿Con qué derecho me hace estas preguntas? -El nerviosismo de Sanpaolo se trocaba ya en impaciencia y el hombre empezaba a embravecerse. Razón de más para que Brunetti extremara su flema.

– Estoy investigando un asesinato, y el testamento de la signora Jacobs es una pieza importante para la investigación.

– ¿Cómo es eso posible?

– No estoy autorizado a revelarlo, pero le aseguro que tengo derecho a interrogarlo sobre el testamento.

– Ya veremos -dijo Sanpaolo, dando media vuelta y volviendo hacia el mostrador. Dijo unas palabras a una de las mujeres y desapareció por una puerta situada a la izquierda de la de su despacho. La mujer abrió una gran agenda negra, buscó un número y marcó. Escuchó unos momentos, dijo unas palabras, oprimió un pulsador del teléfono y colgó. Entre tanto, ninguna de las dos mujeres miró a Brunetti. Con toda naturalidad y una expresión mezcla de aburrimiento e impaciencia, Brunetti miró el reloj y, mentalmente, tomó nota de la hora: le sería de gran ayuda cuando pidiera a la signorina Elettra que comprobara las llamadas hechas por Sanpaolo.

Minutos después, se abrió la puerta del despacho y un hombre se asomó y dijo que el notario ya podía volver. La secretaria que había marcado el número le respondió que el notario acababa de recibir una llamada de América del Sur y que enseguida estaría con él. El hombre desapareció en el despacho cerrando la puerta.

Pasaron unos minutos. El hombre volvió a abrir la puerta del despacho y preguntó qué ocurría. La secretaria dijo que, si lo deseaban, les llevaría algo de beber. Sin responder a su ofrecimiento, el hombre desapareció y cerró la puerta, ahora con más fuerza.

Por fin, al cabo de diez minutos largos, Sanpaolo salió del segundo despacho. Parecía ahora un poco más bajo que al entrar. La secretaria le dijo algo, pero él agitó la mano, como para ahuyentar a un insecto impertinente.

El notario se acercó a Brunetti.

– Fui a su casa el día en que se firmó el testamento. Yo le llevé el documento y me acompañaban mis dos secretarias, que actuaron como testigos de la firma. -Hablaba en voz lo bastante alta como para que las mujeres lo oyeran, y ambas, mirando primero a Sanpaolo y después a Brunetti, movieron la cabeza afirmativamente.

– ¿Y por qué fueron ustedes a su casa? -preguntó Brunetti.

– Porque ella me llamó y me lo pidió -respondió Sanpaolo poniéndose colorado.

– ¿Ya había trabajado antes para la signora Jacobs? -preguntó Brunetti y, en aquel momento, volvió a abrirse la puerta del despacho de Sanpaolo y esta vez asomó la cabeza otro hombre.

– ¿Ya? -preguntó a Sanpaolo imperiosamente.

– Dos minutos, Carlo -dijo Sanpaolo con una amplia sonrisa que no le llegó a los ojos.

Esta vez ya hubo portazo.

Sanpaolo se volvió de nuevo hacia Brunetti, quien, con toda calma, repitió la pregunta, como si no hubiese habido interrupción.

– ¿Ya había trabajado antes para la signora Jacobs?

La respuesta tardó en llegar. Brunetti observó cómo el notario sopesaba la posibilidad de falsificar anotaciones o entradas en la agenda y abandonaba la idea.

– No.

– ¿Y por qué lo eligió a usted entre todos los notarios de la ciudad, dottor Sanpaolo?

– No lo sé.

– ¿No será que alguien lo recomendó?

– Quizá.

– ¿Su abuelo?

Sanpaolo cerró los ojos.

– Quizá.

– ¿Quizá o sí, dottore ? -inquirió Brunetti.

– Sí.

Brunetti hizo un esfuerzo para reprimir el desprecio que le inspiraba Sanpaolo por haber claudicado tan fácilmente. Comprendía que nada podía ser más perverso que desear mejores adversarios. Eso no era un juego, una especie de competición entre machos por el dominio de un territorio, sino el intento de descubrir quién le había clavado un cuchillo en el pecho a Claudia Leonardo y la había dejado desangrarse.

– Ha dicho que le llevó usted el testamento.

Sanpaolo asintió.

– ¿De quién eran los términos?

– No entiendo qué quiere decir -dijo el notario, y Brunetti supuso que estaba tan asustado de los posibles efectos de sus anteriores evasivas que ya no era capaz de coordinar ideas.

– ¿Quién le dijo los términos en los que debía redactar el testamento? -preguntó.

Nuevamente, el comisario observó cómo Sanpaolo recorría el laberinto de las consecuencias que podía acarrear una mentira. El notario miró de soslayo a las dos mujeres, ahora ostensiblemente concentradas en sus ordenadores, y Brunetti vio que estaba calculando la medida en la que ellas lo secundarían si decidía mentir y qué deberían hacer con tal fin. Y Brunetti le vio abandonar la idea.

– Mi abuelo.

– ¿Cómo?

– La víspera me llamó por teléfono, me dijo a qué hora me esperaba ella, y entonces dictó a Cinzia el texto del documento que yo llevé a la firma.

– ¿Sabía usted algo de esto antes de que su abuelo lo llamara?

– No.

– ¿Ella firmó voluntariamente?

Sanpaolo se indignó porque su anterior comportamiento hubiera podido hacer pensar a Brunetti que él era capaz de violar las reglas de su profesión.

– Por supuesto -afirmó. Se volvió y señaló a las dos mujeres, que tecleaban afanosamente en sus ordenadores-. Pregúnteles a ellas.

Y Brunetti preguntó, con lo que sorprendió tanto a las mujeres como a Sanpaolo, quizá porque era la primera vez que se dudaba de su palabra de modo tan evidente.

– ¿Es verdad eso, señoras?

Ellas levantaron la mirada de los teclados y una pareció escandalizarse.

– Sí, señor.

– Sí, señor.

Brunetti miró de nuevo a Sanpaolo.

– ¿Le dio su abuelo alguna explicación?

Sanpaolo movió la cabeza negativamente.

– No. Sólo llamó, dictó el testamento y me dijo que se lo llevara a ella al día siguiente, que lo hiciera firmar por testigos y lo anotara en mi registro.

– ¿Sin darle ninguna explicación?

Nuevamente, Sanpaolo denegó con la cabeza.

– ¿Ni usted se la pidió?

Ahora Sanpaolo no pudo disimular la sorpresa.

– Nadie pide explicaciones a mi abuelo -dijo como si estuviera en clase de catecismo y le hubieran preguntado uno de los Diez Mandamientos. La pueril simplicidad de sus palabras siguientes hizo que todo vestigio de desprecio que Brunetti pudiera sentir por él se trocara en compasión-. Al nonno no se le discute.

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