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Elizabeth George: Licenciado en asesinato

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Elizabeth George Licenciado en asesinato

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Deborah, la mujer del mejor amigo del inspector Thomas Lynley, descubre el cadáver -desnudo y con señales de tortura de un joven estudiante. Todas las sospechas conducen a Bredgar Chambers, un viejo y sombrío internado. Allí, Lynley descubrirá una enrarecida atmósfera de frustración, desarraigo y soterrada perversidad entre estudiantes. Pero, esencialmente, descubrirá que todo ello puede resolverse de un plumazo con el asesinato o el suicidio…

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No quería pensar en ello. Abrió la puerta del coche, cogió la cámara y el trípode, y se encaminó hacia la puerta del cementerio. Observó que se hallaba dividido en dos secciones y que, en mitad de un sendero curvo de hormigón, había otra puerta y un segundo cementerio.

Pese a la época, finales de marzo, el aire era frío, como si impidiera de forma deliberada la llegada de la primavera. Los pájaros trinaban de vez en cuando desde los árboles, pero el cementerio se hallaba en un silencio sólo roto por el zumbido apagado de los aviones que aterrizaban o despegaban de Heathrow. Daba la impresión de que Thomas Grey había elegido el lugar ideal para componer su poema y dormir el sueño eterno.

Deborah cerró la primera puerta a su espalda y caminó por el sendero, flanqueado de rosales. De ellos empezaban a nacer prietos brotes, ramas delgadas y hojas tiernas, pero esta regeneración primaveral contrastaba con la zona en que los árboles crecían. Nadie cuidaba este cementerio exterior. Hierba sin cortar, piedras caídas al azar, formando extraños ángulos.

Deborah pasó bajo la segunda puerta. Estaba más ornamentada que la primera y, tal vez con la esperanza de alejar a los gamberros de la delicada greca de roble que reseguía la línea del dintel (o incluso del cementerio y la iglesia), contaba con un proyector sujeto a una viga. Una protección inútil, por cuanto el foco estaba roto y el suelo sembrado de cristales.

Una vez en el cementerio interior, Deborah buscó la tumba de Thomas Grey, su última responsabilidad fotográfica. Sin embargo, casi al instante, mientras procedía a una veloz inspección de los monumentos y las lápidas, vio un rastro de plumas.

Parecía obra de un adivino, una repulsiva colección de plumas color ceniza. En contraste con la hierba impoluta, semejaban diminutas volutas de humo que, en lugar de elevarse y desaparecer en el cielo, hubieran adquirido sustancia. No obstante, el número de plumas y la inequívoca violencia con que estaban diseminadas, sugería una desesperada lucha por la vida. Deborah recorrió el corto tramo que la separaba del contendiente derrotado.

El cadáver del ave se encontraba a unos setenta centímetros de la valla de tejo que separaba ambos cementerios. Deborah se quedó rígida al verlo. Aunque sabía lo que iba a ver, la brutalidad de aquella muerte la abrumó de una pena tan intensa y tan absolutamente absurda, se dijo, que las lágrimas nublaron por un instante su visión. Todo cuanto quedaba del ave era una frágil caja torácica empapada de sangre, cubierta de una coraza de plumón manchada, insustancial e inadecuada. Faltaba la cabeza. Habían cercenado las patas y las garras. El animal podía haber sido un pichón o una paloma, pero ahora no era más que una carcasa, en otro tiempo habitada por una vida fugaz.

Cuan breve. Con cuánta rapidez se extinguía.

– ¡No!

Deborah sintió la angustia que crecía en su interior y supo que carecía de la voluntad necesaria para rechazarla. Se obligó a pensar en otra cosa… en enterrar el ave, en ahuyentar a las escurridizas hormigas del borde dentado de una costilla rota, pero el esfuerzo fue en vano. El soneto de Hopkins, susurrado de súbito frente a la creciente oleada de tristeza, era una armadura insuficiente. Así que lloró, contemplando la imagen desdibujada del ave muerta, rezando para deshacerse pronto de sus penas.

Durante cuatro semanas, el trabajo había obrado los efectos de un calmante. Se aferró a él, apartándose del ave y sujetando su equipo con manos repentinamente frías.

El trabajo exigía una serie de fotografías que plasmaran el fragmento literario que las había inspirado. Desde finales de febrero, Deborah había explorado el Yorkshire de las Brontë, embelesándose ante Ponde Hall y High Whitens. Había preparado cámara y trípode para un examen a la luz de la luna de la abadía de Tintern. Había fotografiado las Cobb y, en especial, los Dientes de la Abuela, desde donde Louisa Musgrove efectuó su salto fatal. Había vagado por la palestra de Ashby de la Zouch, tomado asiento en las gradas, contemplado las idas y venidas en la sala de bombear de Bath, paseado por las calles de Dorchester, buscando la lenta mano del destino que había destruido a Michael Henchard, y experimentado el hechizo de Hill Top Farm.

En cada caso, tanto el lugar en sí como sus investigaciones en la literatura que había generado, fueron motivo de inspiración para su cámara. Sin embargo, mientras paseaba la vista por este último lugar y divisaba las dos estructuras que, a juzgar por su proximidad a la iglesia, debían ser las tumbas que había venido a inspeccionar, sintió una punzada de irritación. ¿Cómo demonios iba a lograr que algo tan excesivamente mundano pareciera atractivo?, pensó.

Los sepulcros eran idénticos, construidos de ladrillo y rematada la parte superior con losas de piedra cubiertas de líquenes. El único detalle decorativo lo habían aportado doscientos años de visitantes, que habían grabado sus nombres en los ladrillos. Deborah suspiró, dio un paso atrás y examinó la iglesia.

Carecía de excelencias artísticas. El edificio luchaba consigo mismo, dos períodos arquitectónicos diferentes se habían fusionado para formar un todo. Sencillas ventanas Tudor del siglo XV, encastadas en un muro de ladrillos rojos descoloridos, coexistían con la estructura perpendicular de una ventana de arco de punto cercana, encajada en la creta y el pedernal más antiguos del presbiterio normando. El efecto ni siquiera podía calificarse de pintoresco.

Deborah frunció el ceño.

– Qué desastre -murmuró.

Extrajo del estuche de la cámara el tosco manuscrito del libro que ilustrarían sus fotografías, esparció unas páginas sobre la tumba de Thomas Grey y pasó varios minutos leyendo no sólo la «Elegía escrita en el cementerio de una iglesia», sino también la interpretación del poema proporcionada por el rector de Cambridge a quien pertenecía el manuscrito. Sus ojos se detuvieron pensativamente, con creciente comprensión, en la undécima estancia del poema, demorándose en ella.

¿Puede urna historiada o fiesta jubilosa
llamar de vuelta a su mansión al ánima efímera?
¿Puede la voz del honor estimular al polvo silencioso,
o la lisonja aplacar el duro y frío oído de la muerte?

o la lisonja aplacar el duro y frío oído de la muerte?

o la lisonja aplacar el duro y frío oído de la muerte?

Levantó la vista, viendo la tumba como Grey pretendía que la viera, sabiendo que sus fotos debían reflejar la sencillez de la vida que el poeta trataba de exaltar con sus palabras. Apartó los papeles y dispuso el trípode.

No se trataba de nada exquisito ni inteligente; sólo fotografías que empleaban luz y oscuridad, ángulo y profundidad para plasmar la inocencia y belleza de un anochecer en la campiña. Se esforzó por capturar la humildad del entorno donde dormían los rudos antepasados del villorrio en que había nacido Grey, completando su catálogo de impresiones con una foto del tejo bajo el cual, obviamente, el poeta había escrito los versos.

Cuando terminó, se apartó de su equipo y miró hacia el este, hacia Londres. Ya no había nada que la retuviera. Ya no tenía excusas para seguir alejada de su hogar. Pero necesitaba prepararse antes de enfrentarse a su marido. Pensó que tal vez lo lograría en el interior de la iglesia.

Se sintió martirizada al ver la pieza central de la nave, aquel objeto sobre el que había posado los ojos en cuanto cerró la puerta a sus espaldas. Era una pila bautismal octogonal de mármol, empequeñecida bajo el techo arqueado de madera. A cada lado de la pila había complicadas entalladuras, y dos altos candeleros de peltre se erguían detrás, aguardando el momento de ser encendidos para la ceremonia que daría otro hijo a la Cristiandad.

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