Elizabeth George - Licenciado en asesinato

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Deborah, la mujer del mejor amigo del inspector Thomas Lynley, descubre el cadáver -desnudo y con señales de tortura de un joven estudiante. Todas las sospechas conducen a Bredgar Chambers, un viejo y sombrío internado. Allí, Lynley descubrirá una enrarecida atmósfera de frustración, desarraigo y soterrada perversidad entre estudiantes. Pero, esencialmente, descubrirá que todo ello puede resolverse de un plumazo con el asesinato o el suicidio…

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– En ese caso, repasaremos por última vez tus declaraciones -dijo el policía-. Sólo para asegurarnos de que hemos anotado correctamente todos los datos, ¿de acuerdo? -trató de darle a sus palabras el tono de una pregunta, pero nadie dudó acerca de lo que se avecinaba.

El aspecto general de Cecilia traslucía que le iba a ser imposible soportar otro tira y afloja con la policía. Parecía agotada, rendida. Cruzó los brazos y bajó la cabeza para examinarlos, como si su presencia la sorprendiera. Su mano derecha empezó a moverse sobre su codo izquierdo; arriba, abajo, alrededor, como parodiando una caricia.

– Creo que no puedo ayudarles más de lo que he hecho -quiso aparentar paciencia, pero todo el mundo percibió su esfuerzo-. La casa está alejada de la carretera, como han podido comprobar por ustedes mismos. No he oído nada. No oigo nada desde hace días. Y no he visto nada, por descontado. Nada sospechoso. Ni la menor insinuación de que un niño… un niño… -no pudo continuar. Su mano dejó de acariciar el codo por un momento, y luego prosiguió.

El segundo policía escribía aplicadamente con un lápiz. Si ya había anotado estas declaraciones de la muchacha, no dio muestras de haberlas oído antes.

– Sin embargo, comprenderás por qué necesitamos preguntarte esto -dijo el sargento-. Tu casa es la más próxima a la iglesia. Si alguien tuvo la ocasión de ver u oír los movimientos del asesino, ésa eres tú. O tus padres. ¿Dices que no están aquí ahora?

– Son mis padres adoptivos -corrigió la chica-. El señor y la señora Streader. Están en Londres. Volverán esta noche.

– ¿Estuvieron aquí el viernes y el sábado?

La muchacha desvió la vista hacia la repisa de la chimenea, donde descansaban una serie de fotos. Tres eran de adultos, tal vez los hijos de los Streader.

– Se fueron a Londres ayer por la mañana. Han pasado el fin de semana ayudando a su hija a instalarse en su nuevo piso.

– Debes de sentirte muy sola aquí, ¿verdad?

– Justo como me gusta estar, sargento -replicó ella-. Era una contestación extrañamente adulta, que implicaba más aceptación apática de un hecho que seguridad.

El desánimo que encerraba la respuesta impulsó a St. James a preguntarse por la presencia de la chica en esa casa. Era bastante confortable, equipada para vivir a gusto, al margen de las modas. Los muebles de la sala eran de buena calidad; una gruesa alfombra de lana cubría el suelo, y las paredes estaban decoradas con acuarelas. La chimenea de piedra sostenía una cesta de flores de seda, dispuestas con más entusiasmo que sentido artístico. Había un televisor grande y un vídeo en el estante inferior. Montones de libros y revistas se veían por todas partes, suficientes para distraer el tiempo libre de cualquiera. Sin embargo, la chica había admitido que era una extraña, aunque las fotos lo desmintieran, y la apatía con que hablaba daba a entender que era una extraña en cualquier parte.

– Pero oyes los ruidos de la carretera, ¿no es cierto? -insistió el sargento-. Desde aquí se pueden oír los coches que pasan.

Todos escucharon para verificar el hecho. Como en respuesta, un camión rugió a su paso.

– Ni siquiera te das cuenta -replicó la muchacha-. Las calles siempre están llenas de coches.

– Ya lo creo -sonrió el sargento.

– Usted insinúa que hubo un coche implicado en el caso. ¿Cómo lo sabe? Ha dicho que el cadáver de ese chico estaba en un campo, detrás de la iglesia. Me parece que pudo llegar allí de diversas maneras, y yo, o los Streader, o cualquier otro vecino, no me habría dado cuenta aunque hubiera estado vigilando todo el fin de semana.

– ¿De diversas maneras? -preguntó el sargento con tono afable, interesado por el comentario.

– A través del campo de atrás, aprovechando la granja, o a través del campo de Grey, muy próximo a la iglesia.

– ¿Reparó en algo que refuerce esta teoría, señora St. James? -preguntó el sargento.

– ¿Yo? -Deborah parecía aturdida-. No, pero tampoco busqué nada. No pensé. Vine para fotografiar el cementerio y estaba preocupada. Sólo me acuerdo del cuerpo. Y de la postura. Tirado allí como un saco de harina.

– Sí, tirado.

El sargento se miró las manos y no dijo nada más. El estómago de alguien emitió un gruñido, y aunque el otro policía no levantó la cabeza pareció avergonzado. Como si el ruido le hubiera recordado dónde estaban, qué hacían y cuánto tiempo le habían dedicado, el sargento se puso en pie. Los demás le imitaron.

– Mañana tendremos preparadas sus declaraciones para que las firmen -dijo el sargento a las mujeres. Se despidió con un movimiento de la cabeza y se marchó.

Su compañero le siguió. La puerta se cerró al cabo de un momento.

St. James miró a su esposa y comprendió que Deborah no quería dejar sola a Cecilia, como si la hora anterior las hubiera unido de una forma misteriosa.

– Yo… Muchas gracias -le dijo Deborah. Llevada por un impulso, quiso coger la mano de la muchacha, pero ésta se apartó bruscamente, como movida por un acto reflejo. Pareció arrepentirse al instante. Deborah siguió hablando-. Por lo visto, te he causado un sinfín de problemas al venir a utilizar tu teléfono.

– Ésta es la casa más cercana -contestó Cecilia-. Nos habrían interrogado igualmente, como a la mayoría de los vecinos. Usted no tuvo la culpa.

– Tal vez. Sí. Bien, gracias, en cualquier caso. Quizá puedas descansar un poco ahora.

St. James observó que la chica tragaba saliva y se protegía el cuerpo con los brazos.

– Descansar -repitió, como si nunca hubiera pensado en ello.

Salieron de la casa, cruzaron el camino particular y se dirigieron a la carretera. St. James se dio cuenta de que su mujer caminaba separada de él por un metro de distancia. Su largo cabello impedía que le viera la cara. Pensó en decir algo. Por primera vez desde que estaban casados se sentía alejado de ella, como si el mes de ausencia hubiera levantado entre ambos una barrera infranqueable.

– Deborah, mi amor -sus palabras la detuvieron junto a la puerta de hierro forjado. Deborah extendió una mano y aferró un barrote-. Deja que comparta tu dolor.

– Lo peor fue encontrarle de aquella manera. Nadie espera ver el cadáver desnudo de un niño debajo de un árbol.

– No estoy hablando del cementerio, y lo sabes muy bien -Deborah apartó el rostro. Levantó la mano como para hacerle callar, pero luego la dejó caer a un costado. Fue un movimiento falto de fuerza, y St. James sintió remordimientos por haberle permitido marcharse sola tan poco tiempo después de perder el niño. Por más que se obstinara en cumplir su contrato, tenía que haber insistido en que alargara la convalecencia. Le tocó el hombro y rozó su cabello con la mano-. Mi amor, sólo tienes veinticuatro años. Nos queda mucho tiempo por delante. El médico…

– No quiero… -soltó el barrote de hierro forjado y cruzó la calle a toda prisa. Él la alcanzó junto al coche-. Por favor, Simon, por favor. No puedo. No insistas.

– Sé lo que te pasa, Deborah, ¿no lo entiendes?

– Por favor.

Escuchó sus sollozos. Hicieron mella en su determinación, como siempre.

– Bien, deja que te lleve a casa. Volveremos a buscar tu coche mañana.

– No -ella se irguió y le dirigió una sonrisa temblorosa-. Estoy bien. Hemos de convencer a la policía de que me deje llegar al Austin. Mañana estaremos demasiado ocupados para volver aquí.

– No me gusta la idea…

– Estoy bien. De veras.

Simon se dio cuenta de que ella deseaba mantenerse alejada de él. Tras un mes de separación, consideraba que la continua necesidad de aislamiento que demostraba Deborah constituía la peor consecuencia del golpe sufrido.

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