Willoughby me miró con sus inexpresivos ojos grises, pero no dijo nada. El uniformado que estaba tomando notas con aplicación consignó mi pregunta y dejó el bolígrafo en suspenso sobre su carnet para nuestro siguiente exabrupto.
Lo intenté otra vez.
– ¿Seguían aún cargando camiones con material de Paragon Steel cuando llegaron sus agentes? El director de Paragon podría tener algo que decir al respecto. Y dudo que me relacione en absoluto con la pandilla de mangantes de Diamond Head.
Chamfers y Peter Felitti se unieron en un coro de protestas. «¿Quién era yo -una fisgona, una ladrona- como para poner en cuestión sus operaciones comerciales?». Cuando apareció Dick -al fin y al cabo era el asesor de los hermanos Felitti-, empecé a pensar que iban a arrestarme mientras esos rectos ciudadanos se irían tranquilamente a la cama.
Seguramente era yo la única que tenía pinta de sinvergüenza. Además de los jirones de mi chaqueta, se me habían roto las rodilleras del vaquero al deslizarme por la calzada. Mis zapatillas estaban hechas trizas, tenía el pelo pegado al cráneo, y prefería no saber qué aspecto tenía mi cara. Puede que la justicia sea ciega, pero sí favorece una apariencia limpia y decente.
Los Felitti habían sacado a Dick de una fiesta o algo así, pero se había pasado por su casa para ponerse un austero traje azul marino. Angela Willoughby estaba francamente impresionada, tanto por sus rubias trazas como por su porte imponentemente saludable: le permitió que conferenciara en un rincón con sus clientes.
Cuando volvió comentó en tono afligido con Angela el desastre de la noche. Un subordinado se había excedido en su lealtad hacia sus jefes. Era trágico que Simon Lezak hubiese muerto en la acción, pero afortunado que yo hubiese sobrevivido.
Enseñé los dientes al oír la última frase.
– Me alegro de que pienses así, Dick. ¿Tu querido suegro te ha explicado en qué forma se excedió Simon? ¿Cómo se me echó encima para llevarme a la fábrica?
– Un celo mal entendido -murmuró Dick-. Sabían que habías irrumpido antes en la fábrica, no sabían lo lejos que podías llevar la investigación.
Salté, o al menos lo intenté -mis músculos respondieron con un lento arrastramiento-, y le cogí del brazo.
– Dick. Tenemos que hablar. No te están contando la verdad. Te van a coger a traición.
Me dedicó la sonrisa suficiente que utilizaba para enfurecerme quince años atrás.
– Después, Vic. Tengo que ocuparme de que mis clientes se vayan a su casa, y creo que tú también te alegrarías de irte.
Eran entonces cerca de las doce. Willoughby estaba precisamente autorizando a los Felitti y a Chamfers a irse con Dick, cuando apareció Conrad Rawlings. Le había dicho a Willoughby al principio que él y Terry Finchley estaban ambos metidos en el caso, pero no me había fijado si mandaba efectivamente a alguien a notificárselo. En realidad no lo había hecho: él se había enterado por alguien de su comisaría que lo había oído antes por la radio de la policía.
Rawlings echó un vistazo circular por la habitación.
– Señorita W, creí haberte dicho que me cabrearía si salías por ahí a cazar criminales sin decírmelo. Y ni siquiera me cuentas las cosas en persona. Tiene que contármelo algún extraño.
Alcé las manos para pasármelas por los sucios mechones de pelo.
– Detective Willoughby, sargento Rawlings. Creo que conociste a Dick Yarborough hace un par de años, sargento. Estos otros tipos son Peter y Jason Felitti y Milt Chamfers. Se van a casa. La detective aquí presente siente mucho haber tenido que molestar a estos importantes suburbanitas… La razón por la que no te he llamado personalmente es porque estaba imposibilitada: me secuestraron. Fui a la esquina de la Cuarenta y uno y Kedzie a recoger mi coche, y el matón favorito de los hermanos Felitti, Simon, me estaba esperando.
Dick me lanzó una mirada dura y penetrante.
– Vic, no necesitamos volver a oír esa historia. Yo me llevo a mis clientes a su casa. Lo único que puedo decir es que ya te avisé de que te ocuparas de tus asuntos.
– El caso es -proseguí, dirigiéndome a Rawlings- que estos tíos están mentalmente tan agotados, que se han olvidado de las pruebas forenses.
Dick se detuvo en su salida.
– Huellas dactilares, Dick. Ni Hulk…, perdón, Simon el Valiente, ni su acólito llevaban guantes. Me cayeron encima en la esquina de la Cuarenta y uno y Kedzie cuando yo estaba a punto de llevarme el Impala. Aunque el coche está hecho papilla, debe ser posible encontrar sus huellas en el interior. El Hulk se sentó en el asiento trasero poniéndome una pistola en la nuca. El acólito se sentó en el asiento del pasajero con otro revólver hincado en mis costillas. Así es como llegamos a Diamond Head. Me obligaron a conducir hasta allí. Sea como sea, podrán encontrar sus huellas dentro del coche.
– ¿Ha confiscado ese Impala, detective? -preguntó Conrad.
– Ha sido remolcado, sargento -dijo secamente Willoughby.
– Coja su radio y dígales que es una prueba en un caso de homicidio. Sin mencionar la agresión grave. Quiero ese trasto en el laboratorio antes de que salga el sol, detective. Llevo ya dos semanas trabajando en este caso y me sentiría bastante frustrado si lo perdiera por haber convertido la prueba en chatarra.
La expresión que puso ella hubiera derretido el acero, pero habló por su radio. Dick había palidecido durante la discusión y se puso a discutir con su suegro a media voz pero violentamente. No pude oír la conversación, pero estaba claro que empezaba a darse cuenta de que sus parientes lo estaban metiendo en un atolladero. Me lanzó una mirada que no pude descifrar, tan alejada estaba de su habitual engreimiento, y apremió a sus clientes a salir.
Mientras Willoughby se atareaba convocando a sus subordinados, Conrad me cogió de los hombros y me pidió un relato detallado de los acontecimientos de la noche. Le había hecho un breve resumen, cuando Willoughby cesó de dar órdenes para que trasladaran el Impala del depósito de la policía al laboratorio.
Conrad se volvió hacia ella.
– ¿Ha llamado a un médico para que viera a esta sospechosa, detective? -le increpó.
Willoughby perdió algo de la pose glacial con que se había hecho fuerte durante las cuatro horas del interrogatorio.
– Su vida no está en peligro. Intentaba asegurarme de que no teníamos cargos por delitos graves contra ella.
– Se lo digo yo: no los tenemos. Voy a llevarla a ver a un médico. Por si tiene algún problema con eso, le daré el número de teléfono de mi comandante de guardia.
Willoughby era demasiado profesional como para enfrascarse en una discusión con otro detective delante de una sospechosa. Yo también me habría mosqueado en su lugar, pero dadas las circunstancias no me quedaba demasiada simpatía que ofrecerle.
– Realmente, no necesito ir al hospital, sargento -le dije al salir de la comisaría-. Sólo quiero ir a casa y dormir.
– Señorita W, rara vez he visto a alguien que tuviese más pinta que tú de necesitar cirugía seria. Desde luego, podría deberse únicamente a tu elegante atuendo. Pero, a menos que te apetezca una loca persecución a pie por el South Side, no te queda otra opción, ya que no tienes coche y yo sí.
Me llevó al hospital Mount Sinai, pero ni siquiera con su autoridad pudo conseguir que me viera inmediatamente un médico: había ocho heridos por bala y tres por arma blanca antes que yo. La enfermera de guardia había pasado por presiones más fuertes de la que Conrad podía ejercer.
Mientras esperábamos le pedí a Rawlings que telefoneara al señor Contreras, que a esas horas debía de estar como un animal enjaulado, eso si no estaba intentando tomarse la justicia por su mano. A eso de las tres, después de haberme quedado dormida en la estrecha silla de plástico, me llevaron finalmente a uno de los cubículos de curaciones. Conrad observaba con ansiedad mientras el diligente interno me limpiaba las rozaduras, me ponía la antitetánica y cosía los cortes más profundos de mi abdomen. También tenía en la espalda un par de quemaduras del anticongelante. Entre todas mis desgracias generalizadas no las había advertido.
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