Sara Paretsky - Ángel guardián

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La detective Victoria Warshawski, mujer independiente, solitaria, aparentemente dura e incapaz de ordenar su vida doméstica y sentimental, vuelve a hacerse cargo de la causa de los desheredados encarnada en dos de sus vecinos: una anciana que vive sola con sus perros y cuya presencia incomoda a los nuevos residentes del barrio y el entrañable señor Contreras, que le pide su ayuda para localizar a un antiguo compañero de trabajo desaparecido cuando hacía averiguaciones sobre las condiciones de jubilación de la empresa en la que ambos trabajaban.

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– Pero papá cuenta contigo.

Finalmente dio la vuelta.

– Ya lo hemos hablado cien veces, pero no has querido escucharme. Leigh Wilton me ha advertido muy seriamente que no los represente, que eso parecería demasiado fuera de lugar, dada mi posición en la junta de Diamond Head. Les sería más perjudicial que ventajoso. Y, Teri, es que no creo en ellos. He hablado con suficientes empleados suyos como para creer que querían matar a Vic. Tu padre me indispuso contra ella: me convenció de que le hiciera unas advertencias a Vic con el pretexto de protegerme a , para que no metiera demasiado las narices en la reconversión de las pensiones. Debería haber sabido que nunca toleraría una amenaza contra su vida.

Teri se puso en pie de un salto, aflorándole bajo el colorete unas manchas encarnadas.

– ¡Sigues enamorado de ella! ¡No me lo puedo creer! Dick sonrió con lasitud.

– No estoy enamorado de ella, Teri. Supongo que debí decir que nunca toleraría que intentaran matar a nadie, independientemente de su raza, credo, sexo o entrometimiento.

Los ojos de Teri brillaban de lágrimas. Corrió hasta la puerta.

– Vuélvase solo a casa, Don Importante. Yo no voy contigo.

Me esperaba verle correr tras ella, pero se quedó inmóvil en la habitación, con los hombros encorvados, hasta mucho después de que muriera el eco del portazo.

– Lo siento, Dick. Lo siento por los tiempos difíciles que te esperan.

– Estaba seguro de que me lo restregarías por la cara y me dirías que me lo tengo merecido -sacudí la cabeza, ya que no confiaba en mi voz-. Y tendrías razón. Me lo tengo merecido. Siempre has sabido lo débil que soy. Teri…, si ha visto lo que hay debajo de mi fachada de fortaleza…, se lo ha callado. Ella me ha construido. Me ha convertido en uno de esos edificios en los que se ve al través -soltó una risotada como un ladrido-. No es que piense mucho en ti, pero sí que esperaba todos estos años que, cuando vieras lo importante que me había vuelto, lo sentirías. No que sintieras haberme dejado, sino el haberme despreciado.

Sentí que me ardían las mejillas de azoramiento.

– Soy una luchadora callejera, Dick. Cuando niña, tuve que serlo para sobrevivir, pero temo que nunca lo he superado. Alguien como Teri te va mucho más que yo. Ya verás, lo superaréis de alguna forma.

– Quizá. Quizá. Mira, fue ese jodido acuerdo sobre las pensiones lo que empezó todo. No todo, ese increíble imbécil de Jason tampoco ha ayudado nada permitiendo que su personal estafara a Paragon. Pero querer mantener secreta la reconversión…, dos hombres han muerto por eso. Y cuando se sepa…, el asunto legal está limpio, pero podría llevarnos en juicios más de una década. He hablado con Ben Loring en Paragon esta mañana. Está conforme con ayudar a reestructurar el acuerdo, comprar otra vez la anualidad y reformar el plan, si el sindicato quiere votar sobre eso. Se lo quitaríamos al Metropolitan y se lo daríamos otra vez a administrar a Seguros Ajax.

Sentí que mis hombros se aflojaban con alivio. La pensión del señor Contreras -la de todos los sindicados- me había tenido preocupada toda la semana.

– ¿Puedes hacerlo? Creí que la mayor parte del dinero estaba invertida en la bazofia de bonos de Diamond Head.

Dick asintió.

– Loring liberará una parte. Y Peter tendrá que aceptar aportar parte de las acciones de Amalgamated Portage como colateral. Él no quiere, pero se convencerá al final. Será su única opción si quiere que le absuelvan en el juicio.

– ¿Y tú?

– No sé. Le he ofrecido mi dimisión a Leigh. No quiere aceptarla. Sí está de acuerdo en que ya no necesitaremos al joven Pichea en la firma después de este año: eso debería alegrarte. Pero…, necesito una excedencia del trabajo legal, y Leigh me ha apoyado en eso, más porque no quiere que esté estorbando en la empresa que por cualquier otra razón, pero sea como sea estaré fuera seis meses. Si me voy a un ashram , te lo haré saber.

Le ofrecí acompañarle en coche hasta el tren, pero dijo que necesitaba caminar para despejarse la cabeza. Le acompañé hasta abajo.

Me cogió la mano y la sostuvo entre las suyas.

– Pasamos algunos buenos ratos juntos, ¿no, Vic? No ha sido todo peleas y desprecio, ¿verdad?

De repente recordé a Dick cuando venía conmigo cada fin de semana para hacer compañía a mi padre cuando Tony se estaba muriendo. Lo había olvidado tras el manto de amargura que había corrido sobre el pasado, pero Dick, huérfano desde los cinco años, adoraba a Tony, y lloró abiertamente ante su tumba.

– Pasamos juntos algunos ratos importantes -le apreté la mano, y luego retiré la mía-. Ahora es mejor que te vayas.

Se fue sin mirar atrás.

Lejos de casa

Las cuatro semanas que siguieron fueron un lento y largo período de descubrimientos legales, de contratar a gente para arreglar la casa de la señora Frizell, de buscar a alguien que la ayudase una vez estuviese en casa, y de trámites para que el Estado estableciera un control. Carol Alvarado se encargó de gran parte de las gestiones fastidiosas.

Llamé a Byron, el hijo de la señora Frizell, a San Francisco para informarle de cómo se encontraba su madre. La llamada le emocionó casi tanto como a ella el saber que habíamos hablado con él.

Para cuando la señora Frizell estuvo en condiciones de volver a casa, les habíamos encontrado hogar a los últimos cachorros. El señor Contreras se salió con la suya y se quedó con su preferido, un macho completamente dorado con las orejas negras. Insistió en llamarle Mitch.

El mismo día que regresó la anciana, Todd y Chrissie pusieron su casa en venta. Pese a la crisis inmobiliaria, no pensamos que tardaría mucho en venderse: habían hecho un excelente trabajo de renovación, y Lake View se había convertido en selecta zona residencial para yuppys.

Lotty y yo volvimos a hablarnos, pero ella parecía frágil, casi quebradiza. Al parecer no éramos capaces de recuperar nuestra antigua y profunda intimidad. Trabajaba con ferocidad, hasta el punto de que se estaba quedando en los huesos. Pese a su ritmo frenético, su chispa vital de siempre estaba ausente.

Cuando intenté contarle lo que le había pasado a Simon y a los otros matones que eran con toda probabilidad los que la habían atacado, se negó a escucharme. Sus heridas, o su miedo, le habían provocado repugnancia por mi trabajo. Me preocupaba que sintiera repugnancia, rechazo por todo lo que era mi vida. Hablé de ella con Carol al igual que con Max. Ambos estaban preocupados, pero no me pudieron aconsejar nada sino paciencia.

– A mí me ha perdonado -dijo Carol-. También lo hará contigo. Dale tiempo, Vic.

No dije nada, pero a mí me parecía un problema más fuerte que eso.

Probablemente el acontecimiento más sorprendente de ese período fue la tarde que apareció el hijo de Mitch Kruger. Mitch Junior resultó ser un ingeniero de petróleos, curtido por los meses pasados en el golfo Pérsico: había estado en Kuwait ayudando a relanzar la producción. Su madre había visto nuestro anuncio en uno de los periódicos de Arizona y se lo había mandado a la ciudad de Kuwait. Mitch Junior pasó por Chicago cuando volvía a su casa, para averiguar qué teníamos que decirle.

Nos agradeció nuestros esfuerzos por descubrir a los asesinos de su padre, pero añadió, abatido:

– No puedo sentirme demasiado emocionado por ello, apenas recuerdo a ese hombre. Pero me alegro de que tuviese amigos dispuestos a ayudar cuando murió.

Cuando más tarde se lo conté a Conrad, se echó a reír.

– No pongas esa cara tan desconsolada, señorita W. Al menos el tipo te ha dado las gracias. Coño, en el noventa por ciento de los casos, lo único que yo consigo son cartas de insultos por mis esfuerzos.

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