Sara Paretsky - Ángel guardián

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La detective Victoria Warshawski, mujer independiente, solitaria, aparentemente dura e incapaz de ordenar su vida doméstica y sentimental, vuelve a hacerse cargo de la causa de los desheredados encarnada en dos de sus vecinos: una anciana que vive sola con sus perros y cuya presencia incomoda a los nuevos residentes del barrio y el entrañable señor Contreras, que le pide su ayuda para localizar a un antiguo compañero de trabajo desaparecido cuando hacía averiguaciones sobre las condiciones de jubilación de la empresa en la que ambos trabajaban.

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Sacudió la cabeza con impotencia.

– Siempre hemos recibido informes completos de sus interventores. Y estaban respaldados por un bufete de abogados muy reputado. A mí no me gustaba, pero nunca pensé…

– Un detective les hubiera dicho enseguida que el importante socio que manejaba las ventas era el yerno del hermano de Jason Felitti. Entonces se habrían empezado a preocupar por el conflicto de intereses.

– Está bien. Contrataré a un detective para el caso. ¿Cuánto cobras?

– Cincuenta dólares a la hora y todos los gastos extras.

– Cobras demasiado barato, Warshawski. Pero puede que te contrate.

Le enseñé los dientes.

– Y puede que yo esté disponible.

– Lo siento, lo siento, lo he expresado mal. En serio, hablaré con la junta mañana. Ahora te toca a ti. ¿Qué era eso que te interesaba tanto? ¿Ese hombre muerto que mencionaste el otro día?

– Exacto -le hice una concisa descripción de Mitch Kruger y de Eddie Mohr, y de lo que me había enterado esa noche por los archivos de Dick.

– Jason Felitti no ha hecho más que trapicheos -dijo Loring cuando terminé-. Era demasiado ignorante para urdir un verdadero plan. Me sacaba mercancías y las robaba, estafó al sindicato con su fondo de pensiones, le endosaba los bonos a una asociación benéfica…, todo eso no son más que forcejeos.

– Sí. No es ningún cerebro del crimen. Ni siquiera un as de la bancarrota, como sospeché originalmente. Sólo un torpe incompetente que quería demostrar que era tan grande como su hermano. El problema está en que no sé por dónde puedo pillarles para acusarles de asesinato. Y eso me preocupa más que su problema de rapiña. También me preocupa lo del fondo de pensiones. No me gusta que a la gente inocente que no tiene nada que ver la despojen de sus derechos.

A Loring, por supuesto, sólo le preocupaba proteger los intereses de Paragon. Quería que lo dejara todo y que elaborara un plan de vigilancia para conseguir las pruebas definitivas de que Diamond Head estaba revendiendo la materia prima de Paragon. Tal y como se presentaban las cosas, sólo tenía pruebas de que cargaban camiones con cobre a media noche, no de que lo revendieran ni de que estuvieran implicados los directivos de Diamond Head.

Le dejé argumentar su caso mientras buscaba respuestas a mis propios problemas, pero a las cuatro y media lo acompañé a la puerta.

– Ha tardado tanto en llegar que me ha retrasado todo mi horario. Necesito ponerme en marcha. Puede llamarme mañana después de hablar con su junta.

– Entonces, ¿llevarás el caso si aprueban que te contrate?

– No lo sé. Pero no lo puedo discutir hasta saber si es un cliente serio o no.

No le gustó, pero cuando vio que no iba a cambiar de parecer se fue por fin, arrugando la cara de asco por el hedor de las escaleras. Me quedé el tiempo suficiente como para enfundarme la Smith & Wesson antes de dirigirme al tren de cercanías.

Santa Stevenson y el camión

Me detuve al bajar para hacerle saber al señor Contreras adónde iba. En tanto que socio de pleno derecho en la lucha contra el delito, merecía saberlo. Además, el hecho de que alguien hubiese estado espiando en la escalera la noche anterior me hacía ser más precavida que de costumbre. Quería que controlara el tráfico en el edificio aún más rigurosamente de lo habitual.

– Puede que Vinnie deje a algún matón por aquí. Mantenga ojo avizor. No se exponga innecesariamente, pero si ve subir a unos extraños al tercero, llame a la pasma. Es decir, llame a Conrad -le di el número particular de Rawlings así como el número de la comisaría y me marché antes de que empezara a agobiarme con acusaciones sobre mi intimidad con un agente.

Durante el lento trayecto en tren hacia el sur me estuve preguntando qué hacer respecto a los Pichea, a Vinnie y a la señora Frizell. Aunque demostrara que Vinnie y Chrissie habían engatusado a la señora Frizell para que comprara algunos de los inútiles bonos de Diamond Head, no estaba segura de que el fiscal del Estado considerara aquello lo bastante corrupto como para quitarles a los Pichea su tutela. Me pregunté si sería posible convencer al extraño y distante hijo de la señora Frizell de que entablara una demanda. Ya que sus principales rivales en el afecto de ella, los perros, estaban fuera de juego, quizá quisiera al menos proteger su propia magra herencia.

El tren me dejó en la Treinta y dos y Kedzie a eso de las cinco y media. Había más de tres kilómetros de allí al bar de Barney, pero me apetecía un largo paseo para desentumecerme el cuerpo. Unos nubarrones habían empezado a ocultar el sol cuando hice el transbordo en el centro, pero creí poder caminar lo bastante rápido como para llegar antes que la tormenta.

Después de recorrer unas cuantas manzanas bajo el polvo que levantaban los camiones en la estrecha carretera, empecé a dudar del valor higiénico de la caminata. A mis viejas Tigers tampoco les quedaba todo el espesor de suela que hubiese deseado. Empezaron a dolerme los pies. Cada vez que llegaba a una parada de autobús, esperaba unos minutos para ver si se acercaba alguno detrás de los camiones. Pasaban un montón de autobuses en dirección al norte, pero debían de caer por el borde de la tierra cuando llegaban a Congress: ninguno de ellos volvía hacia el sur.

Apenas divisaba el letrero de Barney's cuando estalló la lluvia. Recorrí a todo tren las dos últimas manzanas y doblé la esquina de la Cuarenta y uno.

La lluvia y mis pies doloridos me tenían atontada. Había un camión aparcado en doble fila al otro lado de la calle, con el motor en marcha. Le eché un rápido vistazo, abrí el Impala, y me dispuse a subirme al asiento del conductor.

Un movimiento procedente del camión me sobresaltó y me apresuré a subirme, intentando sacar la Smith & Wesson. Mi error consistió en querer hacer las dos cosas a la vez. Abrieron la puerta de un tirón y me pusieron una pistola en la sien mientras yo seguía intentando sacar mi propia arma. Con cuidado de no mover la cabeza, giré los ojos hasta donde pude. Ante mi vista estaba Hulk.

No habló ni se movió. Mi estómago dio un vuelco. Me alegré de haberle metido sólo medio plato de tofu. Eso reducía la posibilidad de una humillación total. Oí un estallido de cristales a mi derecha. Me volví involuntariamente y sentí el cañón de la pistola en mi cuello.

Uno de los colegas de Hulk había roto el cristal del lado del pasajero y estaba quitando tranquilamente el seguro de la puerta. También él llevaba una pipa. Después de hundírmela en el costado, el Hulk subió al asiento de atrás. Estúpidamente, lo único que se me ocurrió fue lo cabreado que se iba a poner Luke cuando viera la ventanilla rota del coche que quería vender.

– Arranca -gruñó el Hulk.

– Sus deseos son órdenes. ¿Hacia dónde, oh mi rey? -pese a tener la boca seca y el estómago revuelto, la voz no me tembló. Todos esos años ejercitando el control de la respiración, pese a las críticas de mi madre, servían en caso de crisis.

– Hasta la esquina y luego a la izquierda -dijo el Hulk.

Giré a la izquierda por Albany.

– ¿Volvemos a casa de Eddie Mohr?

– ¡Tú a callar! -un trozo de metal se pegó a mi nuca-. Ahí, en la esquina.

– A Diamond Head, entonces.

– He dicho que a callar. A la izquierda por Archer.

Nos dirigíamos a la fábrica. La lluvia empezaba a colarse por la ventanilla rota, empapando al hombre a mi lado, y también el salpicadero. Otra cosa más que iba a cabrear a Luke.

Si lo que pensaban era llevarme a la fábrica para poder matarme sin testigos, no me parecía que tuviera ninguna oportunidad. Ojalá hubiese visto a Lotty antes de ir allí. Ojalá no hubiese pasado las dos últimas semanas atemorizada por mi culpa. Y ojalá no tuviera que pasar mis últimos momentos llena de terror.

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