A fin de cuentas, no desperté a Tim Streeter. Él y su hermano ya estaban levantados, a punto de tomar un desayuno temprano antes de emprender una mudanza. Si podía esperar hasta las seis, podría traer a un grupo de cinco tipos o más a mi edificio al paso que iban a hacer la mudanza.
Estaba hambrienta. Hicimos tiempo en el restaurante abierto toda la noche donde nos habíamos parado la noche anterior. El señor Contreras, que no creía tener hambre, se despachó tres huevos fritos, patatas al horno, una loncha de jamón y cuatro tostadas. Yo me paré después de dos huevos y las patatas. Ojalá no nos atacara nadie: un estómago lleno no es la mejor preparación para una batalla.
Tim y Tom Streeter aparecieron a las seis y diez, silbando con desenfado y bromeando con sus empleados. Los chicos Streeter son, ambos, enormes, con más de un metro noventa y unos músculos como para bajar cinco pisos con un piano. Los otros tres hombres tampoco eran pequeñajos que digamos.
Dejando a dos de los empleados delante de la puerta principal, los demás dimos un rodeo por la parte de atrás. Si alguien estaba acechando en las escaleras, podríamos verlo antes de caer en la trampa. El sol ya estaba alto; era evidente que el terreno estaba despejado. Comprobamos detrás de los contenedores de basura en la entrada del sótano sólo para asegurarnos, y luego subimos hasta mi casa. Nadie había penetrado a través de mi sistema de seguridad.
Habíamos avanzado con cautela desde la entrada hasta la escalera principal, pero también estaba despejada. Utilicé mi linterna. Alguien había estado allí la noche anterior: habían dejado una bolsa de McDonald's arrugada en el suelo. Y se habían orinado en las escaleras. No sé por qué razón, eso me sulfuró más que la idea de que me estuvieran acechando.
– Son sólo vagabundos, querida -me tranquilizó el señor Contreras-. No puedes crisparte tanto sólo por un hatajo de vagabundos. Ahora vuelvo y te lo limpio.
– Usted vaya a cuidar de Peppy . Yo me ocuparé de esto.
Tim me preguntó si quería que alguien se quedara todo el día, podían arreglárselas con cuatro hombres para la mudanza si era necesario. Me froté los ojos, tratando de pensar. El agotamiento estaba empezando a recubrirme los sesos de cemento.
– No creo. No creo que pase nada durante el día. ¿Puedo llamarte esta noche? ¿Tendrías a alguien si necesitásemos un hombre más para la pelea?
Tim aceptó enseguida -últimamente el trabajo venía siendo escaso. Con la crisis, la gente compraba casas nuevas y se mudaba-. Bajamos juntos, para asegurarnos de que la casa del señor Contreras estuviera despejada. A esas alturas, apenas me quedaba la energía necesaria para volver a subir mis tres pisos. Sabía que tenía que limpiar la escalera, pero no pude forzar mi cuerpo a hacer un movimiento más. Apenas me acordé de quitarme la sobaquera y desabrocharme el sostén antes de desplomarme de través en la cama.
Cuando hablan los jefazos
Mi sueño estuvo salpicado de pesadillas sobre el peor trabajo que tuve, tratando de vender libros de Time-Life por teléfono, a principios de los setenta, con la salvedad de que en mis sueños me perseguía un implacable especialista en ventas telefónicas. En cierto momento creo que descolgué realmente el teléfono y grité: «No quiero comprar nada ahora». Lo colgué con fuerza sólo para volver a oírlo sonar.
Me incorporé en la cama. Sólo era la una y media y mi boca parecía una fábrica de bolas de algodón. Estaba sonando el teléfono. Lo miré con malevolencia, pero finalmente lo cogí.
– ¿Sí?
– ¿Es V. I. Warshawski? ¿Por qué coño me acabas de colgar? Llevo toda la mañana intentando localizarte.
– No formo parte de su plantilla, señor Loring. No me preocupa ser rápida y eficaz para complacerle.
– No me vengas con ese rollo, Warshawski. Ayer me estuviste dando bastante la tabarra, amenazándome con que los asuntos de Paragon iban a salir en la prensa si no hablaba contigo. No puedes tirar la piedra y luego dejarme colgado.
Le hice una mueca al teléfono.
– Muy bien. Hablemos.
– No por teléfono. Si sales ahora, podemos vernos en Lincolnwood dentro de media hora.
– Sí, pero hoy no tengo intención de salir de la ciudad. Puede estar aquí en media hora si sale ahora.
Le sentó fatal. Todos los jefazos odian que no saltes a la primera en cuanto dan una orden. Pero no podía abandonar mi base, aun suponiendo que mi entumecido cuerpo quisiera empezar a moverse. Entre Vinnie y Dick algo iba a suceder muy pronto. Y yo quería estar presente.
Terminé la conversación dándole a Loring las indicaciones para encontrar mi casa.
– Y por cierto, ¿cómo ha conseguido mi número de teléfono? No está en el listín.
– Ah, ¿eso? Llamé a alguna gente para indagar sobre ti y me remitieron a Daraugh Graham, de Continental Lakeside. Él me lo dio.
La sempiterna red de los jefazos ataca de nuevo.
Llegué a trompicones al cuarto de baño para cepillarme los dientes y acabar con el algodón. Si sólo tenía media hora, necesitaba más mis ejercicios que un café. Como aún no había repuesto mis zapatillas de correr, me entregué a fondo a mis tablas, trabajando mucho más con mis pesas que de costumbre. Me llevó sus buenos cuarenta minutos pero mi cabeza parecía más despejada, como si estuviese dispuesta a funcionar un poco si se la requería.
Me duché y me vestí. Rebusqué en el batiburrillo del armario del pasillo y desenterré un viejo par de zapatillas de correr. Databan de cinco o seis años atrás y estaban demasiado gastadas como para correr en serio, pero seguían siendo más cómodas que los mocasines que había estado llevando.
Como Loring seguía sin aparecer, me hice café y un tentempié. Después de los huevos fritos de las seis de la mañana, era hora de volver a un régimen más sano. Sofreí algo de tofu con espinacas y champiñones y me lo llevé al cuarto de estar junto con la Smith & Wesson. No es que me esperara en realidad un ataque por parte de Loring, pero no quería tampoco comportarme como una perfecta imbécil a esas alturas. Escondí la pipa bajo una pila de papeles sobre el sofá y me senté al lado, cruzada de piernas.
Iba por la mitad de mi tofu cuando me llamó Luke Edwards para decirme que el Trans Am estaba listo. Me hizo el lúgubre relato de lo cerca que había estado el paciente de la muerte, y de su resurrección gracias únicamente a sus heroicos esfuerzos.
– Puedes venir hoy a recogerlo, Warshawski. En realidad, espero que vengas, necesito recuperar el Impala. Tengo a alguien que quiere comprarlo.
Con un sobresalto de culpabilidad, recordé que había dejado el Impala al volver la esquina del bar de Barney, en la calle Cuarenta y uno. Con todo el tráfico de camiones que iba y venía de los almacenes de por allí, esperaba con todas mis fuerzas que el bebé de Luke aún estuviera entero. Calculé el tiempo. Si Loring llegaba pronto podría salir sobre las cuatro, pero tendría que ir hasta el sur en un transporte público, o de lo contrario me tocaría volver después a por el Nova de Rent-A-Wreck.
– No creo que pueda antes de las seis, Luke.
– Aquí tengo mucho en que ocuparme, Warshawski. Te estaré esperando.
Cuando colgó miré otra vez mi reloj. Eran ya casi las tres, supuse que Loring tenía que demostrar que podía tenerme esperando, ya que le hacía venir hasta el sur. Los egos de los jefazos son una característica de mi trabajo mucho más desagradable que los ocasionales matones.
Llamé a un amigo mío que era un importante asesor del Departamento de Trabajo, y tuve la suerte de encontrarlo en su oficina.
– Jonathan, soy V. I. Warshawski.
Hacía varios meses que no habíamos hablado. Tuvimos que pasar por el ritual de discutir de béisbol -Jonathan, que se había criado en Kansas City, tenía una lamentable afición por los Royals- antes de que le pudiera preguntar lo que quería saber. Se lo planteé como un montaje hipotético: una compañía quiere convertir el fondo de pensiones del sindicato en anualidades y embolsarse el dinero. Consigue que los responsables del convenio colectivo, debidamente elegidos, suscriban el plan.
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