Retiró su mano de la mía y se ocultó la cara, sollozando.
– Jamás debí echarle a la calle. ¿Por qué coño tuve que hacer tanta alharaca con los cachorros? Peppy no se fija en ese tipo de chorradas, los ronquidos a ella ni le van ni le vienen. ¿Por qué carajos no le dejé pasar aquí unos cuantos días?
No es diamante todo lo que reluce
Cuando salí a correr a la mañana siguiente, me deslicé por la puerta de atrás. En lugar de seguir mi trayecto normal de ida y vuelta al puerto, corrí hacia el oeste por calles secundarias hasta el río. Mantuve un ritmo lento, no tanto para comprobar si me seguían como para evitar alguna torcedura de tobillo en la dura calzada -es difícil seguir a alguien que va a pie desde un coche. No creía que pudiese correr ningún peligro físico, cualquiera que fuese el rastreo que Chamfers hubiese decidido llevar conmigo; simplemente detesto que alguien meta la nariz en mi territorio.
Me pasé a ver al señor Contreras antes de subir a ducharme. Había recobrado algo de su vitalidad normal, tenía mejor color y se movía a un paso más natural que la noche anterior. Le dije que iba a acercarme a Diamond Head y le pregunté si conocía a alguien que aún trabajase allí.
– Es toda gente distinta a la de mis tiempos, cielo. Puede que haya uno o dos tipos en la línea de montaje a los que podría reconocer si los viera, pero los jefes son todos nuevos; del capataz y el jefe de taller, ni siquiera sé sus nombres. ¿Quieres que vaya contigo?
La impaciencia de su voz me hizo sonreír.
– Esta vez no. Tal vez más tarde si no hago progresos -planeaba acercarme subrepticiamente a la fábrica; me parecía que tendría más suerte si lo hacía en solitario.
Tendría incluso más éxito si el que iba tras mis pasos ayer no me seguía hasta allí. Y eso significaba prescindir de mi nave. Mi Trans Am, igual que el Ferrari de Magnum, es tan fácil de rastrear como el aceite de linaza que Sherlock Holmes derramaba para Toby.
Lotty es la única persona que conozco lo suficiente como para cambiar de coche con ella. Como el suyo es el único que siempre tiene abolladuras al primer mes de comprarlo, no me apetecía dejarle a ella mi bebé. Pero el cliente ante todo, me amonesté con severidad. Al fin y al cabo, ¿para qué estaba pagando doscientos cincuenta pavos de seguro al mes?
Mientras terminaba de vestirme, telefoneé a Lotty a la clínica y le expliqué mi problema. Me prestaba su Cressida encantada.
– No he conducido un deportivo desde aquella vez que tuve un Morgan, en 1948.
– Eso es lo que temo -repliqué.
Lotty decidió ofenderse.
– Llevo conduciendo desde antes de que tú nacieras, Victoria.
Me tragué la réplica lógica, al fin y al cabo me estaba haciendo un favor. Le dije dónde encontrar mi coche, Carol la dejaría en casa al volver del trabajo. Le lancé un beso de despedida al Trans Am al pasar junto a él camino de Belmont.
– Es sólo por un día. Sé bueno y no dejes que te rompa las marchas.
Cuando llegué a la clínica, después de cambiar de autobús un par de veces, estaba bastante segura de que no me habían seguido. Aun así, di un par de rodeos por el barrio norte en el Cressida de Lotty. Cuando decidí que no llevaba escolta, me dirigí a la avenida Kennedy y viré hacia el sur.
Además de las inevitables abolladuras de los parachoques, las marchas estaban difíciles de encontrar y los cojinetes del embrague parecían gastados. Ojalá no tuviera que salir de estampida de ningún sitio. Al menos el coche pasaba desapercibido en el barrio de Pilsen.
Diamond Head estaba al fondo de un callejón sin salida. No quería llegar con el coche hasta la puerta, donde no sólo me podían ver fácilmente, sino también podía quedar atrapada. Aparqué en la calle Treinta y dos y caminé unas cuantas manzanas en dirección norte hacia la fábrica.
Numerosos tráilers surcaban las calles laterales, llevando y sacando material de las fábricas cercanas y profundizando los hoyos del asfalto lleno de baches. Sin meterme en la carretera, subí por la orilla cubierta de hierbajos, tropezando aquí y allá en las protuberancias ocultas por las altas hierbas. Para cuando llegué a la entrada de Diamond Head estaba sudando abundantemente y maldiciéndome por haberme puesto mis mocasines en vez de mis gastadas Nikes.
Había unos cuantos coches aparcados en un cuadro de asfalto junto a la entrada. Uno era un Nissan verde último modelo, y los otros eran más pedestres: Fords, Chevrolets, y un Honda marrón. Me acerqué a examinarlo, pero no pude saber con seguridad si era el que me seguía los pasos el día anterior.
Dentro del viejo edificio de ladrillo el aire era fresco y suave. Me paré unos minutos en un pequeño vestíbulo para recuperarme del calor. Delante de mí se abría un gran vestíbulo que conducía directamente a unos viejos escalones de hierro y a un doble portón metálico.
Las puertas y los tabiques interiores debieron de hacerlos bastante macizos: tenía que esforzarme para oír cualquier ruido de actividad desde el otro lado. Diamond Head fabricaba pequeños motores de uso altamente especializado, principalmente para control de flaps de aviones. Quizá eso no implicaba el tipo de máquinas estruendosas que yo asociaba con las plantas industriales.
Intenté situar la entrada en relación con el sitio adonde Chamfers me había conducido la semana anterior. Estaba en el ala sur del edificio y las naves de carga estaban en la parte norte. La oficina de Chamfers debía de estar en alguna parte del otro lado de la escalera de hierro, frente a mí. Tendría que hacerme el circuito del local.
Las pesadas puertas metálicas estaban cerradas con llave. Pasé varios minutos probando con las dos hojas, tensando los músculos de los hombros con el esfuerzo, pero tuve que abandonar. Podía salir y repetir mi ignominiosa entrada por la nave de carga, o podía ver si la escalera de hierro conducía a algún lugar prometedor.
Había empezado a subir las escaleras, cuando vi detrás de ellas una puerta de tamaño normal. No estaba pintada, y a la tenue luz de la sala no la había visto antes. Bajé e intenté abrirla. Se abrió a la primera y me condujo al pasillo adonde daba el despacho de Chamfers.
Seis o siete puertas de oficina con cristal biselado en la parte superior se recortaban en la pared izquierda del pasillo. A la derecha, junto a la entrada que yo había utilizado, había otras dobles puertas metálicas. Las probé por curiosidad y me encontré frente a una larga sala de montaje abierta. Una docena, más o menos, de mujeres estaban sentadas junto a altas mesas poniendo tornillos o algo en las máquinas que tenían frente a ellas. Un hombre solo estaba inspeccionando una máquina con una de ellas. La sala podía fácilmente haber contenido cinco veces más gente. Parecía como si Diamond Head estuviese atravesando malos tiempos.
Cerré las puertas y proseguí por el pasillo en busca de Chamfers. O en realidad de su secretaria. Esperaba no ver para nada al director de la fábrica. Me pasé los dedos por el pelo, tratando de darme un aspecto un poco más profesional, y metí la nariz por la primera puerta que vi.
Como la mayoría de los despachos practicados en una construcción industrial, el cuarto era un minúsculo cubo, apenas suficiente para contener unos archivadores y un viejo escritorio. Un hombre de mediana edad estaba encorvado sobre un rimero de papeles, asiendo el teléfono con la mano izquierda como si al soltarlo pudiera escaparse flotando. Trataba de cubrir con unas cuantas hebras castañas las entradas de su frente, pero hacía tiempo que había renunciado a caber dentro de sus pantalones de algodón a rayas. No me pareció que formara parte del equipo que había visto el viernes con Chamfers.
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