– Bueno, si estás decidida, pequeña, creo que prefiero ir ahora mismo y terminar con ello.
Asentí con la cabeza.
– Me he traído las llaves del coche por si acaso. ¿Está listo para salir?
– Sí, supongo que sí. Lo único quizá es que voy a sacar primero a la princesa.
Mientras esperaba a que el señor Contreras realizara la laboriosa tarea de asegurar su puerta delantera, de pronto me acordé de la llamada de teléfono que me había despertado. Si hubiese perdido a alguien a quien estuviera siguiendo, eso es lo que yo haría: llamar a su casa para ver si contestaba. Si mis colegas habían reemprendido su tarea, ¿tenía alguna importancia que me siguieran hasta el depósito? Si pertenecían a Diamond Head eso no tenía ningún interés para ellos.
– ¿Qué han dicho que te haya hecho pensar que podía ser Mitch? -me preguntó el señor Contreras una vez instalados en el Trans Am.
Sacudí la cabeza.
– No lo sé. Sólo que me pareció posible. Yo estuve por allí el viernes mirando el canal de saneamiento. Diamond Head está enfrente; la pensión de la señora Polter tampoco está tan lejos de allí. Sencillamente me figuré que podía haber sucedido de alguna manera, que él estuviera borracho y que cayera desde la orilla buscando su camino por las inmediaciones de la propiedad de Diamond Head.
– No digo que estés equivocada, pero Mitch y yo hemos trabajado allí durante cuarenta años, poco más o menos. Conoce el lugar.
– Tiene razón. Estoy segura de que tiene razón -me abstuve de recordarle que hacía más de una década que habían salido de allí. Yo no hubiera podido encontrar el camino en los alrededores de la oficina del defensor público estando borracha y en la oscuridad, después de todos esos años. Y probablemente, tampoco estando sobria.
Giré a la derecha por Diversey sin poner el intermitente y miré por el retrovisor. Al cabo de un par de segundos otro par de luces me imitó dando vuelta a la esquina. No era un Honda. Tal vez era otra persona que bajaba por Racine hacia Diversey, o tal vez se habían percatado de que tenía calado al Honda y habían cambiado de coche. En Ashland el segundo coche dejó pasar delante de él a unos cuantos coches que se incorporaron a la calle, pero seguía todavía tras de mí cuatro manzanas más adelante, cuando puse rumbo al sur por Damen.
El señor Contreras seguía divagando sobre algunas de sus aventuras de borrachos en Diamond Head, pretendiendo demostrar que uno no se caería al caldo aunque estuviera como una cuba. Me pregunté si debía decirle que nos seguían; le distraería de su preocupación y le prepararía para la pelea, si se terciaba. Aunque mis amigos nos seguían con suficiente descuido como para invitarme a una confrontación, yo no quería provocarla. Entregarme a mis impulsos violentos sólo me había traído desgracias en los últimos cuatro días. No estaba dispuesta a aumentar mis problemas enfrentándome a unos patanes sin estar en mi mejor forma física ni mental. Dejé que el señor Contreras siguiera perorando, cerciorándome regularmente de que no nos iban a encajonar ni ponerse a disparar.
El depósito se encontraba inquietantemente cerca del hospital del condado de Cook, justo en el lado opuesto de Damen. Un paso lógico entre la cirugía y la autopsia. Al entrar en el estacionamiento junto al cubo de hormigón que albergaba a los muertos eché un vistazo al otro lado de la calle, preguntándome qué estaría haciendo la señora Frizell. ¿Seguiría tendida como un cadáver en su cama? ¿O estaría intentando recuperarse para regresar a casa con Bruce ?
Apagué el motor, pero no salí hasta que el coche que nos venía siguiendo prosiguió por Harrison en dirección este. En la oscuridad era imposible saber qué modelo era: algo bastante pequeño y moderno, entre un Toyota y un Dodge.
Una ambulancia se había detenido junto a las grandes puertas metálicas que ostentaban el rótulo de ENTREGAS. En realidad, era exactamente igual que las naves de descarga de Diamond Head y las plantas vecinas que había visto el viernes. Aquí se trataba de cadáveres en lugar de motores, pero los encargados manejaban las cargas con el mismo desenfado y familiaridad.
Esperé con el señor Contreras a que alguien pulsara el botón que abría la puerta principal. Mantenían cerrados los locales incluso durante el día. No sé si los forenses necesitaban protegerse de los afligidos y enloquecidos parientes de los muertos, o si el condado temía que alguien escapara con alguna prueba en un caso de asesinato. Finalmente uno de los guardas se dignó escuchar el timbre y liberar el pestillo.
Nos acercamos al alto mostrador que había nada más entrar. Aunque llevaba cinco minutos viéndonos a través del cristal blindado, el empleado de guardia prosiguió su conversación con dos mujeres en bata blanca apoyadas en una puerta cerca de él.
Carraspeé fuerte.
– He venido a tratar de identificar un cadáver.
El encargado nos miró por fin.
– ¿Nombre?
– Yo soy V. I. Warshawski. Él es Salvatore Contreras.
– No el suyo -replicó impacientemente el hombre-. La persona que han venido a identificar.
El señor Contreras empezó a decir «Mitch Kruger», pero le interrumpí.
– El hombre que han sacado del canal de saneamiento esta mañana. Es posible que sepamos quién es.
El empleado me miró con desconfianza. Finalmente descolgó el teléfono que tenía frente a él y mantuvo una conversación en voz baja, tapando el micrófono con la mano.
Cuando terminó señaló unas sillas de plástico sujetas por una cadena a la pared.
– Siéntense. Vendrá alguien dentro de un minuto.
El minuto se alargó hasta veinte, mientras a mi lado se consumía el señor Contreras.
– ¿Qué sucede, hija? ¿Cómo es que no podemos simplemente ir a mirar? Esta espera me está destrozando los nervios. Me recuerda cuando Clara estaba en el hospital dando a luz a Ruthie, me hicieron esperar en un sitio que parecía un depósito -soltó una risita tímida que pareció un ladrido-, de hecho, era igual. Igualito que este sitio. Esperando a que te digan si las noticias son buenas o malas. La dejas encinta y luego a ella le salen mal las cosas, y tienes que cargar con ese peso el resto de tu vida.
No cesó su parloteo nervioso hasta que el encargado volvió a abrir la puerta y entraron un par de ayudantes del sheriff. El estómago se me encogió. La pasma de Chicago puede ser jodida en su trato, pero la mayoría son buenos profesionales. Demasiadas nóminas del condado para las fuerzas de la ley van a parar donde no deben, y eso no les convierte en compañeros fáciles en la búsqueda de la verdad y la justicia.
El empleado giró la cabeza hacia nosotros y los ayudantes se acercaron. Ambos eran blancos, jóvenes, y tenían esa cara cuadrada y mezquina que se te pone cuando te dan sin restricción demasiado poder. Leí sus placas: Hendricks y Jaworski. Nunca he podido recordar quién era quién.
– Así que ustedes dos creen que saben algo -era el de la etiqueta «Hendricks». Su tono agresivo situó la escena.
– No sabemos si sabemos algo o no -terció exasperado el señor Contreras-. Lo único que queremos es la oportunidad de mirar un cadáver, en vez de pasarnos aquí toda la noche esperando a que alguien tenga la bondad de prestarnos atención. Mi viejo amigo, Mitch Kruger, ha desaparecido desde hace una semana, y aquí, mi vecina, ha estado intentando buscarlo. Cuando ha oído la noticia por la radio ha pensado que quizá era él.
Estaba largando mucho más de lo que yo hubiera hecho en esas circunstancias, pero no lo detuve. Lo que menos me apetecía era que pareciese que el señor Contreras y yo teníamos algo que ocultar. Mantuve una expresión solemne y seria: sólo una vecina con buen corazón que ayudaba a los ancianos cuando habían extraviado a sus amigos.
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