Sara Paretsky - Marcas de Fuego

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Varios hoteles se incendian en el Chicago de las muchas razas e infinitas tramas. Nadie sabe por qué. ¿Algo huele a corrupción? Victoria Warshawski, la elegante, dura y original detective protagonista de las novelas de Sara Paretsky, jamás rehúye una causa noble, sobre todo si se trata de evitar la explotación de cualquier minoría étnica y de esa gran mayoría marginada que constituyen las mujeres.

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– No te está haciendo nada Ernie. Escúchala; te mantendrá la mente ocupada. Le pedí a Elena que repitiera un episodio particularmente intrincado, donde estaban implicados mi tío Peter, un perro y las flores del jardín del vecino. No supe cuánto tiempo había pasado cuando oí que volvía a subir el montacargas. No debió de ser mucho tiempo, pero en la oscuridad, junto al herido y la charlatana me parecieron horas.

Convencí a Elena de que dejara de hablar y se ocultara conmigo tras uno de los pilares.

– No hagas ruido, tía. Puede que vuelvan para liquidarnos y no vamos a ponérselo más fácil ayudándoles a encontrarnos.

– Claro, Vicki. Tú sabes lo que haces. Lo que tú digas. Nunca he tenido tanto miedo en mi vida como cuando el chico de los ojos fabulosos me pilló en la tienda de licores.

Le tapé la boca con la mano.

– Calla de una vez ahora, querida. Ya me lo contarás después.

El montacargas gimió al detenerse. Tenía las manos ateridas de frío. Me costaba recordar cuál era la derecha y cuál era la izquierda. Hice cuentas mentalmente con dificultad, tratando de recordar cuántos tiros quedaban en el cargador. Procuré reprimir el temblor de mi mano derecha, para que todos ellos fueran útiles.

Esperé a oír el ruido de las puertas al abrirse y el ruido de pasos sobre el cemento. Después de un minuto de silencio, me asomé por el borde del pilar. No se veía la caja dentro del hueco. Me esforcé por oír entre el ruido del viento en las vigas y los nerviosos susurros de Elena. Finalmente me separé de ella en la oscuridad, ignorando su gritito lastimero.

A mi izquierda vi por fin un vacilante punto de luz. Me acerqué cautelosamente a él, sin apoyar el peso en el pie que avanzaba, hasta estar segura de que no había algún agujero inesperado.

La luz volvió a parpadear y se apagó. Ernie había mencionado una escala en el hueco de la escalera. Debía de ser Cray o algún otro compinche que quería pillarnos por sorpresa desde atrás.

Mis ojos se habían acostumbrado tanto a la oscuridad que veía el hueco de la escalera frente a mí como una mancha más oscura en la noche negra. Me tumbé boca abajo y esperé a que la sombra volviera a cambiar: una mancha que trepaba hacia arriba por un lado. Cuando apareció una mano, le aticé con todas mis fuerzas con la culata de la Smith & Wesson.

Cray soltó un grito pero se apoyó en la escala, sacó la otra mano y disparó. La bala se perdió en la noche pero yo me eché atrás, alejándome del hueco, mientras él se izaba con una mano hasta la plataforma.

Apunté a la oscura sombra frente a mí y disparé. En mi extraña postura boca abajo, el retroceso me sacudió violentamente el hombro derecho. Caí de lado pero conseguí no soltar la pistola. Me cegó una luz y rodé instintivamente cuando disparó.

No sé cómo conseguí ponerme en pie y refugiarme tras un pilar. Cray siguió alumbrando durante unos instantes y luego se dio cuenta, cuando volví a disparar, de que le convertía en tan buen blanco como a mí. Cuando apagó la luz, me arrastré sobre las rodillas y los codos hasta el siguiente pilar. Me quedé allí y escuché. Elena se había puesto otra vez a hablar en voz baja, apenas audible con el viento.

– Puedes hacerte con la vieja, Cray -le indicó Ernie con un hilillo de voz-. Está ahí farfullando. Puedes encontrarla por el bisbiseo.

Elena gimió pero fue incapaz de quedarse callada.

– ¿Sigues ahí, Wunsch? -le contestó Cray-. Aguanta, te bajaré enseguida.

Cray se puso a avanzar en círculo para rodearme por detrás. No podía seguir sus movimientos. Estaba cansada y desorientada y me pegué a mi pilar renunciando a adivinar su siguiente movimiento. De pronto lanzó un grito, un tal aullido de pánico que el corazón se me echó a latir con violencia.

– ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estás? -le llamó Ernie.

Desde el centro de la plataforma seguía oyendo los gritos de Cray, amortiguados por la distancia. Se había caído por el hueco de la grúa, pero las redes de seguridad colocadas a su alrededor le habían salvado.

Capítulo 46

En la balanza de la justicia

Me cuesta mucho recordar el resto de aquella noche. Conseguí quién sabe cómo bajar por los tablones que comunicaban la plataforma con el piso de abajo. Los brazos me temblaban tan violentamente que no sé cómo lo hice: más a fuerza de voluntad que de músculos. Y pude subir el montacargas, tras una penosa serie de intentos y errores. No era ya fácil de manejar en las mejores condiciones; con una sola mano era de lo más jodido. Y puse a Elena y a Ernie en la caja y bajamos hasta la planta baja.

Furey estaba allí esperando, pero se le habían unido algunos guiris de uniforme. Uno de ellos que pasaba por allí había oído los disparos y se había acercado corriendo a la obra. Estaban haciéndole compañía a Furey hasta que bajara el montacargas. Pasé buena parte de lo que quedaba de la noche en un calabozo de la calle Once: estaba esposada y Furey les convenció de que me había resistido a ser arrestada.

Furey se fue al hospital a que le curaran la rodilla. Se había quedado valientemente en la obra como castigo expiatorio esperando a que sus compinches bajaran: había tenido la mala suerte de que el coche patrulla apareciese antes.

No pude convencer a los guiris que me detuvieron de que había otro hombre arriba del edificio, en las redes de la grúa, y de que él tenía la llave de mis esposas. Después de un rato dejé de intentarlo. No dije nada excepto mi nombre. Cuando cerraron la puerta del calabozo, me eché en el suelo y me dormí, ignorando el clamor de los borrachos a mi alrededor.

Me despertaron al cabo de unas dos horas. Estaba tan adormilada y desorientada que ni siquiera intenté preguntar adonde íbamos: supuse que íbamos a la audiencia matutina del juzgado. Pero en lugar de eso me hicieron subir al tercer piso, a la sección de homicidios, al despacho del rincón donde Bob Mallory estaba sentado detrás de su mesa. Tenía los ojos rojos por falta de sueño, pero se había afeitado y su corbata estaba pulcramente anudada.

– ¿Hay alguna razón para que siga esposada? -preguntó Bobby.

Los hombres que me escoltaban no sabían nada de eso. Les habían dicho que era peligrosa y que me mantuvieran bajo llave.

– Vamos, quitádselas antes de que le haga un informe a vuestro comandante.

No volvió a decir nada hasta que encontraron una llave que quisiera abrir esas esposas. Cuando estuve libre, frotándome las muñecas doloridas, me empezó a dar la paliza con una amargura mordaz. Se echó la perorata de que seguía jugando a policías, que le echaba a perder a sus mejores hombres, que armaba tal follón en su departamento que ya nadie sabía lo que tenía que hacer. Lo dejé desahogarse conmigo, demasiado cansada, demasiado dolorida, demasiado abrumada por su furia, para intentar formular una respuesta. Cuando por fin quedó agotado, se sentó en silencio, corriéndole las lágrimas por su rojizo rostro.

– ¿Puedo irme ya? -le pregunté con un hilo de voz-. ¿O sigo estando acusada?

– Vete. Vete -su voz era un ronco rugido. Se cubrió la cara con la mano derecha y agitó la izquierda en el aire como para sacarme de la habitación.

– Los chicos estos no han querido escucharme, pero hay un hombre llamado Cray atrapado en lo alto del edificio Rapelec. Se cayó en las redes que rodean la grúa -me levanté-. ¿Puedes decirme dónde está mi tía?

– Lárgate, Vicki. Esta noche no puedo soportar el sonido de tu voz.

Cuando salí de su despacho y alcancé la puerta de la calle Once, Lotty me estaba esperando. Caí en sus brazos, más allá de toda sorpresa o interrogante.

Capítulo 47

En el nido de Lotty

Lotty se tomó el día libre el jueves para cuidarme. No quiso que se me acercara nadie, ni Murray, ni los periodistas, ni siquiera el fiscal del distrito. Como buen secuaz republicano que era, babeaba ante la posibilidad de cargarse al presidente demócrata de la Junta del Condado. Con su tacto característico para los detalles, Lotty llamó a mi servicio de mensajes y les dijo que dirigieran mis llamadas a su número, pero no me dejó contestar a ninguna.

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