Sara Paretsky - Marcas de Fuego
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Bajo las farolas de la autovía pude ver gotas de sudor en su frente. Hizo un gesto violento con la mano derecha pero el coche dio un bandazo; derrapó y volvió milagrosamente a su carril.
– ¿Qué es lo que Roland le debe a Boots? -proseguí en tono ligero-. ¿Y por qué te mandó a provocar el incendio?, ¿por qué no podía hacerlo él mismo?
Furey me enseñó los dientes.
– No eres tan puñeteramente lista, Vic. Fui yo el que fue a ver a Montgomery. Yo se lo busqué a Boots. Lo único que tuvo que hacer es darme el acelerador y asegurarse de que nadie investigara muy a fondo.
– ¡Qué buen chico! -dije, maravillándome-. ¿Fue entonces cuando te dieron el Corvette?
– No entiendes nada, ¿verdad? Estaba preparado… estaba dispuesto a… podías haber vivido como LeAnn y Clara, haber tenido todo lo que quisieras… pero tú…
– Tengo lo que quiero, Michael. Mi independencia y mi privacidad. Parece ser que nunca has llegado a entenderlo, ¿verdad?, que todas esas cosas, los diamantes y todo eso, no me enloquecen.
Tomó la salida a Grand Avenue y cogió las curvas a todo trapo hasta el complejo Rapelec. Aparcó el Corvette bien apartado de la calle, tras una de las vallas de madera que cerraban la obra.
Bajó de un salto y dio la vuelta hasta mi puerta. Había pensado que podría darle una patada al salir del coche, pero en sus tiempos había realizado muchas detenciones difíciles: se mantuvo bien alejado de la puerta y esperó a que me las apañara con el cinturón y sacara las piernas yo sola. Me pasó un brazo alrededor, parodiando con brutalidad un gesto caballeresco, y me empujó hasta el edificio.
Me estremecí involuntariamente cuando penetramos en los pasillos negros como la tinta. Estábamos sobre la rampa cubierta de tablones por la que yo había subido tres semanas antes a las oficinas de la dirección. Más allá de las bombillas desnudas estaba el abismo abierto del complejo. Me pregunté dónde estaría mi tía, si estaría viva aún, y qué trágico fin nos esperaba.
Furey no había dicho una palabra desde que entramos en la obra. Empecé a sentirme tan atrapada por el silencio como por las esposas.
Para darme una compostura dije en tono de conversación:
– ¿Fue porque McGonnigal te dijo que yo tenía tu brazalete? ¿Por eso has venido a por mí esta noche?
Volvió a enseñar los dientes en una violenta parodia de sonrisa.
– Te dejaste el pañuelo en las oficinas de Alma, Vic. Te vi sacarlo del paquete cuando Eileen te lo regaló el día en que nos conocimos. Tú no lo recuerdas, pero yo sí porque pensé que eras la tía más cachonda que había visto. Sí que quiero recuperar mi brazalete, pero no tengo ninguna prisa.
– Está bien -dije con calma, aunque las mejillas me ardían ante la idea de ser una tía cachonda-. Lo dejé en mi apartamento. Vas a necesitar un equipo de demolición para entrar allí. ¿No te empapas, eh? Ni siquiera por ser guiri podrás borrar las pistas que vas a dejar con el destrozo que estás haciendo. Ni siquiera Bobby lo hará. Se le partirá el alma, pero te dejará trincar.
Michael me pegó en la boca con el dorso de la mano.
– Tienes que aprender unas cuantas lecciones, Vic, y una de ellas es cerrar el pico cuando yo te lo digo.
Me ardía un poco pero no me dolía.
– En estos momentos no tengo una línea de vida demasiado larga como para aprender nuevos trucos, Mickey, y aunque la tuviera, simplemente me produces náuseas.
Michael se detuvo en medio de la pasarela y me arrojó contra la pared.
– Te he dicho que a callar, Vic. ¿Quieres que te parta la boca para que la cierres?
Le miré fijamente, asombrándome de haber podido encontrar atractivos alguna vez esos irritados ojos oscuros.
– Claro que no, Michael. Pero no tengo más remedio que preguntarme si pegarme cuando no me puedo defender te hace sentir poderoso, ¿o avergonzado?
Me sujetó un hombro con la mano izquierda tratando de estamparme la derecha en la cara. Cuando se acercó, le di una patada en la rodilla lo más fuerte que pude, tan fuerte como para rompérsela. Lanzó un grito agudo y me soltó el hombro.
Corrí rampa abajo, terriblemente entorpecida por mis manos esposadas. Por encima de mí oía gritar a Furey, y luego a Ernie Wunsch preguntando a voces desde abajo qué coño pasaba. Me refugié como una flecha en las sombras del interior, tambaleándome sobre los tablones en la oscuridad. Estaba haciendo demasiado ruido: no iban a tener la menor dificultad en encontrarme.
Detuve mi carrera y avancé con precaución hasta llegar a un grueso pilar de acero recubierto de cemento. Me deslicé tras él y me quedé allí tratando de respirar sin ruido, retorciendo los brazos para intentar alcanzar mi pistola. Pero tenía las manos cruzadas dentro de las esposas, y no podía llegar hasta mi espalda.
Una potente linterna proyectó dedos de luz en el suelo a mi alrededor. No me moví.
– No vamos a estar jugando al escondite toda la noche -dijo Ernie-. Ve a por la tía. La hará salir de su escondrijo.
Seguí sin moverme. Al cabo de un par de minutos, oí la voz sin aliento de mi tía, temblorosa de miedo.
– ¿Qué estáis haciendo? Me hacéis daño. No hace falta apretarme tanto. No sé cómo os educaron, pero en mis tiempos un verdadero caballero no le estrujaba el brazo a una dama como para rompérselo.
La buena de Elena. Tal vez tendría una muerte divertida, riéndome de su incongruente regañina.
– Aquí tenemos a tu tía, Warshawski -era Ron Grasso el que hablaba ahora-. Llama a tu sobrina, tiíta.
Le hizo algo que la hizo aullar. Me encogí al oírlo.
– Más fuerte, tiíta.
Volvió a gritar, un grito de auténtico dolor.
– ¡Vicki! ¡Me están hiriendo!
– Sólo le hemos roto un dedo, Warshawski. Le romperemos todos los huesos uno por uno hasta que decidas que ya basta.
Me tragué la bilis y salí de detrás del pilar.
– Vale, tío macho. Ya basta.
– Buena chica, Vic -dijo Ernie, avanzando hacia mí-. Siempre le he dicho a Mickey que había una manera de manejarte, era cosa de buscarla… Alúmbrala, Ronnie. La muy zorra puede que le haya roto la rodilla a Mickey. No quiero que me dé un zarpazo.
Se me acercó y me cogió el brazo.
– Y ahora no intentes nada, Vic, porque Ron empezará otra vez a romperle los dedos a tu tía si lo haces.
– ¿Vicki? -a Elena le temblaba la voz-. ¿No estarás furiosa con la pobre Elena, verdad?
Le alargué mis manos esposadas.
– Claro que no estoy furiosa contigo, cielo. Lo has hecho lo mejor que has podido. Has sido muy astuta y muy valiente quedándote tanto tiempo escondida.
De qué hubiera servido echarle un puro por no compartir toda la historia conmigo desde el principio, o al menos desde que ingresó en el Michael Reese.
– Me han herido, Vicki, me han roto el dedo meñique. No quería gritar para que no te encontraran, pero no he podido evitarlo -su cara estaba en la oscuridad, pero sentí que las lágrimas empezaban a brotar.
– No, no, cielo, ya sé que no pudiste -le di unas palmaditas en los finos huesos de sus manos. Eran frágiles, desprotegidos, muy fáciles de romper como palillos de porcelana.
Detrás de Ron y de Elena estaba August Cray, el administrador nocturno del proyecto.
– ¿Qué le ha pasado a su guarda de seguridad? ¿No está aquí para el golpe de gracia? -pregunté-. Ni tampoco veo a la querida pequeña Star. Ella y yo hemos tenido una charla muy agradable esta tarde.
Nadie me contestó.
– Sólo vamos a dar un paseo, Vic -dijo Ron-. Tranquila. Aquí somos tres y podemos hacéroslo pasar muy mal a las dos si intentas uno de esos trucos listillos tuyos.
– ¿Sólo tres? ¿Qué le ha pasado a Furey? ¿Me he cargado de verdad su rodilla? Un tiro de esos requiere mucha práctica -me sorprendía oírme hablar a mí misma con la jovialidad de una jefa de animadoras-. Sabéis, si ha ido al hospital, tenéis un pequeño problema, si descubren mi cuerpo con sus esposas puestas, quiero decir, va a ser muy molesto para el pobre chico explicar una cosa así.
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