Sara Paretsky - Valor seguro

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La investigadora privada V. I. Warshawski, experta en kárate y tiradora mortal, es contratada por el vicepresidente de un importante banco de Chicago para que encuentre a la novia de su hijo Peter, misteriosamente desaparecida.
Cuando Warshawski encuentra el cadáver de Peter, su cliente se esfuma. Sin embargo, la detective se niega a abandonar la investigación, y halla una pista que la convierte en la principal enemiga de una peligrosa organización integrada por asesinos a sueldo y pistoleros sin escrúpulos.

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– Papá, mamá quiere que… -y se detuvo-. Lo siento, no sabía que estabas con alguien.

Era una adolescente atractiva. Tenía una melena castaña bien cuidada que le bajaba por la espalda y le hacía una cara ovalada. Llevaba tejanos y una camiseta de hombre a rayas que le iba muy grande. A lo mejor era de su hermano. Normalmente debería de tener aquel aire de seguridad en sí misma que proporciona el dinero, pero ahora se la veía un poco mustia.

– La señorita Warshawski ya se iba, Jill. ¿Por qué no la acompañas hasta la puerta mientras yo voy a ver qué quiere tu madre?

Thayer se levantó y fue hasta la puerta. Esperó a que yo me levantara y me despidiera. No le di la mano. Jill me acompañó hasta la puerta y su padre se fue a toda prisa en dirección contraria.

– Siento lo de tu hermano -le dije cuando pasamos al lado de la estatua verde.

– Yo también -dijo apretando los labios. Cuando llegamos a la puerta me acompañó hasta fuera y se quedó mirando mi cara con el ceño fruncido.

– ¿Conocía a Peter? -dijo al fin.

– No -le contesté-. Soy investigadora privada y encontré su cadáver.

– A mí no me dejaron verlo -dijo.

– Su cara estaba bien. No tengas pesadillas imaginándote su cara desfigurada.

Quería saber más cosas. Si le dispararon a la cabeza, ¿cómo podía tener la cara bien?

Se lo expliqué en un lenguaje médico no muy complicado.

– Peter decía que sabías si podías confiar en una persona mirándola a la cara -dijo después de un rato-. Pero la de usted está tan destrozada que es difícil de adivinar. Pero por lo menos me ha dicho la verdad sobre Peter y no me trata como si fuera una niña pequeña.

Permaneció un rato callada. Esperé sus preguntas.

– ¿Le pidió mi padre que viniera?

Cuando le contesté, me preguntó:

– ¿Por qué estaba enfadado?

– Porque cree que la policía ha detenido al asesino de Peter y yo creo que se han equivocado de persona. Por eso se enfadó.

– ¿Por qué? -preguntó-. Me refiero a por qué cree que se han equivocado de persona.

– Es bastante complicado. No sé quién lo hizo, pero vi a tu hermano y vi su piso, y también he visto a personas relacionadas con Peter que han reaccionado de una determinada manera a mis preguntas. Hace tiempo que trabajo de investigadora, y sé cuándo la gente dice la verdad. Un drogadicto no encaja en absoluto con todo lo que he visto y oído.

Se levantó e hizo una mueca como si fuera a llorar. La rodeé con el brazo y la senté a mi lado en las escaleras del porche.

– Estoy bien -musitó-. Pero es que todo es tan raro. Es horrible, Peter está muerto y, y él…

Le entró el hipo.

– Es papá. Está loco. Seguramente siempre lo estuvo pero yo no me había dado cuenta. Está delirando todo el rato diciendo que Anita y su padre mataron a Peter por dinero y tonterías por el estilo, y luego dice que fue una buena lección para Peter, como si se alegrara de que haya muerto.

Tragó saliva y se secó la nariz con la mano.

– A papá siempre le preocupó que Peter empañara el nombre de la familia, pero no lo habría hecho. Aunque se hubiera hecho sindicalista, seguro que lo habría hecho bien. A Peter le gustaba entender las cosas, quería entender las cosas para mejorarlas.

Seguía con el hipo.

– Y Anita me cae bien. Supongo que no la veré nunca más. En realidad yo no tenía que conocerla, pero ella y Pete me llevaban a cenar a veces cuando mis padres no estaban en Chicago.

– ¿Sabes que ha desaparecido? -le dije-. ¿No sabrás por casualidad dónde puede haber ido?

Me miró con cara de preocupación.

– ¿Cree que le ha pasado algo?

– No -dije con una tranquilidad que no sentía-. Creo que se asustó y se escapó.

– Anita es genial, pero papá y mamá no querían ni conocerla. Papá empezó a decir cosas raras entonces, cuando Pete y Anita empezaron a salir. Incluso hoy, cuando vino la policía a decirle que habían detenido al hombre, no se lo creía. Insiste en que fue McGraw. Es horrible.

Hizo una mueca sin darse cuenta.

– Es horroroso. A nadie le importa Pete. A mamá sólo le importan los vecinos, papá está loco… Sólo a mí me afecta que haya muerto.

Las lágrimas le caían a borbotones y ya no intentaba contenerse.

– A veces pienso que a papá se le cruzaron los cables y mató a Peter.

Este era su gran temor. Después de soltarlo, empezó a llorar desconsoladamente y a temblar. Me quité la chaqueta y se la puse en los hombros. La abracé durante un rato para que llorara a gusto.

Se abrió la puerta detrás nuestro. Lucy estaba de mal humor.

– Tu padre te está buscando y no quiere que andes por ahí cuchicheando con la detective.

Me levanté.

– ¿Por qué no la lleva dentro, la cubre con una manta y le prepara algo calentito? Está muy afectada por lo que está pasando y se merece un poco de atención.

Jill seguía temblando pero había dejado de llorar. Esbozó una sonrisita con los ojos húmedos y me devolvió la chaqueta.

– Estoy bien -susurró.

Le di una tarjeta de mi billetero.

– Llámame si me necesitas, Jill -le dije-. A cualquier hora del día o de la noche.

Lucy se la llevó en un segundo y cerró la puerta. Estaba amansando al vecindario. Qué suerte que no pudieran verme a través de los árboles.

Otra vez se me estaban entumeciendo los brazos y las piernas. Caminé lentamente hasta el coche. Mi Chevy tenía el parachoques delantero abollado del trompazo que le dio un coche en la última nevada del invierno. El Alfa, el Fox y el Mercedes estaban en perfecto estado. Mi aspecto se parecía mucho al de mi coche, y el de los Thayers al del elegante Mercedes sin un rasguño. Seguro que tenía alguna explicación. A lo mejor la vida urbana era perjudicial para los coches y para las personas. Qué profundo, Vic. Quería volver a Chicago para llamar a Bobby y que me pusiera al tanto del drogadicto que habían arrestado, pero tenía que hacer otra cosa mientras me durara el efecto del calmante de Lotty. Cogí la autopista de Edens dirección sur y salí por Dempster. Me dirigí al barrio judío de Skokie y aparqué enfrente de una panadería de rosquillas. Pedí un corned beef gigante con centeno y un refresco, y me lo comí en el coche mientras pensaba dónde podía conseguir una pistola. Sabía disparar. Mi padre había visto muchos accidentes caseros por culpa de las armas y decidió que la única forma de evitarlos era enseñarnos a mi madre y a mí cómo utilizarlas. Mi madre no quiso aprender: las armas le traían recuerdos dolorosos de la guerra y decía que prefería invertir ese tiempo en rezar por un mundo sin armas. Pero yo iba con mi padre los sábados por la tarde a hacer prácticas de tiro. Hace muchos años podía limpiar, cargar y disparar un revólver del 45 en dos minutos, pero desde que mi padre murió hace diez años, no había vuelto a practicar. La pistola de mi padre se la di a Bobby como recuerdo y desde entonces nunca había necesitado ninguna. Una vez maté a un hombre pero fue un accidente. Joe Correl me atacó al salir de un almacén en el que buscaba el inventario del déficit de una empresa. Le di un puñetazo en la mandíbula y cuando cayó al suelo se golpeó la cabeza con una carretilla de horquillas. Yo sólo le rompí la mandíbula, pero las horquillas que se le clavaron en el cráneo lo mataron.

Smeissen tenía a muchos matones contratados, y si se cabreaba, podía contratar a más. Una pistola no me protegería del todo, pero disminuiría las posibilidades.

El bocadillo de comed beef estaba buenísimo. Hacía mucho tiempo que no me tomaba uno, y decidí saltarme el régimen una tarde y pedir otro. Vi que tenían teléfono en el restaurante y busqué en las Páginas Amarillas. Encontré cuatro columnas de tiendas que vendían armas. Había una no muy lejos de donde me encontraba ahora, en el barrio periférico de Lincolnwood. Llamé para saber si tenían lo que yo quería y me dijeron que no. Después de gastarme un dólar y veinte céntimos en llamadas, encontré una Smith & Wesson de repetición en la otra punta de la ciudad. Me dolían tanto las magulladuras que no me veía capaz de conducir 60 kilómetros para llegar al sur de la ciudad. Aunque precisamente por esas magulladuras necesitaba la pistola. Pagué los bocadillos y pedí otro refresco para tomarme cuatro pastillas de Lotty.

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